Nació en Arequipa el 26 de julio de 1602, y fue hija del español Sebastián Monteagudo de la Jara y de la arequipeña Francisca Ponce de León. Muy pequeña fue a vivir en el monasterio de Santa Catalina, donde formó su profundo espíritu religioso. Sin embargo, un tiempo después regresó a su hogar por decisión de sus padres, quienes deseaban un matrimonio conveniente para ella, a pesar de que se perfilaba claramente su vocación piadosa. Finalmente, y venciendo muchos obstáculos, inició en 1618 el noviciado religioso y añadió a su nombre el apelativo «de los Angeles». Desde ese momento vivió con entusiasmo el ideal de Domingo de Guzmán y Catalina de Siena. En 1647 fue nombrada Maestra de novicias y Priora, cargo desde el cual se dedicó a la reforma del monasterio. Su vida transcurrió entre la oración, el arduo trabajo apostólico, la serenidad y paciencia en los sufrimientos. Falleció el 10 de enero de 1686. Fue beatificada en Arequipa por el Papa Juan Pablo II en 1985, del cual recogemos un fragmento de la homilía de beatificación:
En ella admiramos sobre todo a la cristiana ejemplar, la contemplativa, monja dominica del célebre monasterio de Santa Catalina, monumento de arte y de piedad del que los arequipeños se sienten con razón orgullosos. Ella realizó en su vida el programa dominicano de la luz, de la verdad, del amor y de la vida, concentrado en la conocida frase: «contemplar y transmitir lo contemplado».
Sor Ana de los Ángeles realizó este programa con una intensa, austera, radical entrega a la vida monástica, según el estilo de la orden de Santo Domingo, en la contemplación del misterio de Cristo, Verdad y Sabiduría de Dios. Pero a la vez su vida tuvo una singular irradiación apostólica. Fue maestra espiritual y fiel ejecutora de las normas de la Iglesia que urgían la reforma de los monasterios. Sabía acoger a todos los que dependían de ella, encaminándolos por los senderos del perdón y de la vida de gracia. Se hizo notar su presencia escondida, más allá de los muros de su convento, con la fama de su santidad. A los obispos y sacerdotes ayudó con su oración y su consejo; a los caminantes y peregrinos que venían a ella, los acompañaba con su plegaria.
Su larga vida se consumó casi por entero dentro de los muros del monasterio de Santa Catalina; desde su tierna edad como educanda, y más tarde como religiosa y superiora. En sus últimos años se consumó en una dolorosa identificación con el misterio de Cristo Crucificado. Sor Ana de los Ángeles confirma con su vida la fecundidad apostólica de la vida contemplativa en el Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia. Vida contemplativa que arraigó muy pronto también aquí, desde los albores mismos de la evangelización, y sigue siendo riqueza misteriosa de la Iglesia en el Perú y de toda la Iglesia de Cristo.