Emilia Bicchieri nació en Vercelli en 1238. Como perdió a su madre desde muy joven, Emilia se puso bajo la protección de la Madre de Dios. Consagrada totalmente a hacer casa a su padre, la joven desarrolló poco a poco una gran aversión por las cosas del mundo. El padre de Emilia, que era un hombre bueno, proyectaba para su hija un matrimonio respetable, que consideraba lo más conveniente y benéfico para Emilia, para su futuro esposo y para sí mismo. Pero a la edad de dieciséis años, la joven echó por tierra sus proyectos, al anunciarle que deseaba ser religiosa. Al principio, Pedro Bicchieri se negó rotundamente a dejarla partir, pero, como era un hombre cristiano y razonable, acabó por ceder a sus ruegos. Pero no se contentó con eso, sino que fundó en Vercelli un convento, del que su hija Emilia fue abadesa a los veinte años.
Las religiosas estaban bajo la dirección de los dominicos, por ello, según una de las teorías sobre los orígenes de las terceras órdenes, fue ése el primer convento de Terciarias Regulares de Santo Domingo. A pesar de que aceptó el cargo de abadesa contra su voluntad, la beata Emilia gobernó con tacto y prudencia; jamás aconsejaba a sus religiosas algo que no practicase ella misma y evitaba en cuanto era posible las conversaciones en el recibidor con las damas principales de Vercelli. Insistía sobre todo en que sus religiosas no perdiesen nunca de vista el fin de sus acciones y las realizasen con pureza de intención; si no, según solía decir, la religiosa será como quien va al mercado sin saber qué quiere y cuál es el precio de la mercancía. La gloria de Dios debía ser el fin último de todos sus actos y la base de la obediencia religiosa.
Aunque era una «época de fervor», en aquellos tiempos no se acostumbraba comulgar diariamente. La beata Emilia se distinguió por la fidelidad con que aprovechaba el privilegio de comulgar tres veces por semana, además de los días de fiesta. También se distinguió por el espíritu de agradecimiento a Dios y a los hombres y por el amor a la oración litúrgica. Entre otros milagros, se le atribuye el de haber extinguido con la señal de la cruz un incendio en el convento; pero hay que confesar que ese milagro es un lugar común de la hagiología, y muchos hagiógrafos lo consideraban simplemente como una manera de expresar la santidad de sus biografiados. Se cuenta que la beata Emilia tuvo muchas visiones de Dios, y de la Santísima Virgen, y que participó místicamente de los dolores de la Pasión del Señor, sobre todo de la coronación de espinas. La beata murió el 3 de mayo de 1314, precisamente el día en que cumplía setenta y seis años. Su culto fue aprobado en 1769.
Ver Acta Sanctorum, mayo, vol. VII, apéndice; Ganay, Les bienheureuses dominicaines, pp. 121 ss.; Mortier, Maitres généraux O. P., vol. II, p. 9; y P.B. Berro: La Beata Emilia (1914). Se encontrará una bibliografía más completa en el Catalogas Hagiographicus de Taurisano, p. 17.