Esther Blondin, Hermana Marie-Anne, nace en Terrebonne (Québec, Canada), el 18 abril de 1809, dentro de una familia hondamente cristiana. Hereda de su madre una piedad centrada en la Providencia y la Eucaristía; de su padre, una fe sólida y una gran paciencia en el sufrimiento. Esther y su familia son víctimas del analfabetismo reinante en los medios canadienses-franceses del siglo XIX. En la edad de 22 años, se la contrata como doméstica al servicio de las Hermanas de la Congregación de Nuestra Señora recién llegadas a su pueblo. Al año siguiente se inscribe como interna con vistas a aprender a leer y escribir. Se la encuentra después en el noviciado de la misma Congregación, de donde saldrá, sin embargo, a causa de su salud demasiado frágil.
En 1833, Esther se vuelve maestra de escuela en el pueblo de Vaudreuil. Allí, se da cuenta que un reglamento de la Iglesia prohibiendo a las mujeres enseñar a los niños, y a los hombres a las niñas puede ser una de las causas del analfabetismo. Los sacerdotes, en la imposibilidad de financiar dos escuelas, elijen financiar ninguna. Y los jóvenes se sumen en la ignorancia, sin poder aprender el catecismo y hacer la primera comunión. En 1848, con la audacia del profeta movido por la llamada del Espíritu, Esther somete a su Obispo, Monseñor Ignace Bourget, el proyecto de fundar una Congregación religiosa «para la educación de los niños pobres del campo, en escuelas mixtas». El proyecto es innovador para la época. Pero, puesto que el Estado favorece este tipo de escuelas, el Obispo autoriza un intento modesto, para evitar un mal más grande.
La Congregación de las Hermanas de Santa Ana se funda en Vaudreuil, el 8 de septiembre de 1850. En adelante, Esther se llama «Madre Marie-Anne». Está nombrada primera superiora. El crecimiento rápido de la joven comunidad requiere muy pronto una mudanza. En el verano de 1853, el Obispo Bourget traslada la Casa madre a Saint-Jacques de l’Achigan. El nuevo Capellán, Louis-Adolphe Maréchal, va a meterse en la vida interna de la comunidad de una manera abusiva. Por ejemplo, en ausencia de la fundadora, él cambia el precio de la pensión de las alumnas. Y, cuando él debe ausentarse, las hermanas tienen que esperar su vuelta para confesarse. Después de un año de conflicto entre el capellán y la superiora muy preocupada por los derechos de sus hermanas, el Obispo Bourget piensa encontrar una solución. El 18 de agosto de 1854, manda a Madre Marie-Anne «deponerse». Convoca las elecciones y exije de la Madre «que no acepte el mandato de Superiora si las hermanas quieren reelegirla». Despojada del derecho que le da la Regla de la Comunidad, Madre Marie-Anne obedece al Obispo que es para ella el instrumento de la Voluntad de Dios sobre ella. Bendice «mil veces a la Divina Providencia por la conducta materna que tiene para ella, haciéndola pasar por el camino de las tribulaciones y cruces».
Entonces, nombrada Directora del Convento de Sainte Geneviève, Madre Marie-Anne se vuelve un blanco de hostigamiento de parte de las nuevas Autoridades de la Casa madre, subyugadas por el despotismo del Capellán Maréchal. Con el pretexto de mala administración, se la llama a la Casa madre en 1858, con la orden episcopal de «tomar los medios para que no haga daño a nadie». Desde esa nueva destitución hasta su muerte, se la mantiene fuera de todas responsabilidades administrativas. Más aun, se la aleja de las deliberaciones del Consejo general donde tendría que estar según las elecciones de 1872 y 1878. Asignada a los más oscuros trabajos de la lavandería y del planchado, lleva una vida de renuncia total, lo que asegura el crecimiento de su Congregación. Allí está la paradoja de su influencia: quisieron neutralizarla en el sótano oscuro del planchado de la Casa madre, pero muchas generaciones de novicias recibirán de la Fundadora ejemplos de humildad y de caridad heroica. Una vez, una novicia se asombró en ver a la Fundadora mantenida en tan humildes trabajos y se le pidió la razón a la Madre. Ella contesto con calma: «Más un árbol hunde sus raices en el suelo, más posibilidad tiene de crecer y producir frutos.»
La actitud de Madre Marie-Anne frente a las situaciones injustas, siendo ella víctima de ellas, nos permite descubrir el sentido evangélico que ella supo dar a los acontecimientos de su vida. Como Cristo apasionado por la gloria de su Padre, ella no buscó otra cosa en todo que la gloria de Dios, lo que es el fin de su Comunidad. «Dar a conocer el Buen Dios a los jóvenes que no tenían la felicidad de conocerle» era para ella el medio privilegiado de trabajar a la gloria de Dios. Despojada de sus más legítimos derechos, expoliada de su correspondencia personal con su Obispo, ella cede todo sin resistencia, esperando de Dios el desenlace de todo, sabiendo que Él «en su Sabiduría sabrá discernir lo verdadero de lo falso y recompensar a cada uno según sus obras». Las autoridades que le sucedieron prohibieron llamarla Madre. Madre Marie-Anne no se aferra celosamente a su título de Fundadora. Mas bien, acepta su anonadamiento como Jesús «su Amor crucificado», a fin de que viva su comunidad. Sin embargo, no abdica su vocación de «madre espiritual» de su Congregación; se ofrece a Dios «para expiar el mal cometido en su Comunidad; todo los días, pide a Santa Ana en favor de sus hijas espirituales, las virtudes necesarias a las educadoras cristianas».
Al igual que todo profeta investido por una misión en favor de los suyos, Madre Marie-Anne vivió la persecución, perdonando sin restricción, pues estaba convencida que «hay más felicidad en perdonar que en vengarse». Este perdón evangélico era para ella la garantía de «la paz del alma» que ella consideraba como "el más precioso bien". Dió un último testimonio de eso en su lecho de agonía cuando pidió a su superiora llamar al Padre Maréchal «para edificar a las Hermanas». Frente a la muerte, Madre Marie-Anne deja a sus hijas a manera de testamento espiritual, estas palabras que resumen su vida: «Que la Eucaristía y el abandono a la Voluntad de Dios sean vuestro cielo en la tierra». Entonces se apagó apaciblemente en la Casa madre de Lachine, el 2 de enero de 1890, «feliz de irse donde el Buen Dios» a quien ella había servido toda su vida. Fue beatificada por SS Juan Pablo II el 29 de abril de 2001.