Ángel era natural de Furcio, en los Abruzos. Sus padres, muchos años sin hijos, hicieron voto de que si se les concedía uno lo consagrarían a Dios. Tuvieron una visión de san Miguel y san Agustín, quienes les prometieron un hijo, que debería seguir la regla de san Agustín. En edad muy temprana, su madre lo llevó con su hermano, abad de Cornaclano, para que se educara; aquí vivió la vida de un pequeño monje y despreció no sólo los juegos de un niño, sino que aun las modestas recreaciones que se les permitían a los religiosos. Amaba la oración y los estudios y se le admitió a las órdenes menores cuando tuvo los dieciocho años.
Cuando su tío abad murió, volvió a su casa, donde varias personas intentaron casarlo. Su padre únicamente decía: «Si es la voluntad de Dios y gusto de mi hijo»; pero cuando estaba en el lecho de muerte le relató a Ángel la visión que había tenido antes de su nacimiento. El joven quedó horrorizado al darse cuenta de que inconscientemente había proyectado frustrar los designios de Dios sobre él, y tan pronto como arregló los asuntos de su madre viuda, partió para entrar al monasterio agustino de Vasto d'Aimone. Hizo tales progresos allí, que fue enviado a estudiar a París, y uno de los maestros más eminentes, Giles el Romano (Colonna) lo llevó a vivir en su propia casa.
Ángel permaneció cinco años en París, pasando por las diversas etapas de las ciencias filosóficas y teológicas, hasta que recibió su licenciatura. Luego regresó a Italia y se presentó al prior general de su orden, en Nápoles. Muy pronto el prior lo nombró profesor de Teología en su colegio napolitano de estudios superiores, y reunió a su alrededor un grupo de entusiastas estudiantes. Más tarde se le ofreció un obispado, pero rehusó aceptarlo. Murió en Nápoles, donde era muy venerado, y su culto se confirmó en 1888.
Véase Acta Sanctorum, febrero, vol. I; de Ossinger, Bibliotheca Angustiniana, pp. 375-376; Biblioteca Hagiográfica Latina, n. 461.