Bardo nació alrededor del año 982 en la ciudad de Oppershofen, en la comarca de Welterau, sobre la ribera derecha del Rin. Sus padres, que estaban emparentados con la emperatriz Gisela, le enviaron a la abadía de Fulda para que se educara; ahí mismo tomó el hábito. Posteriormente, sus antiguos compañeros de estudio recordaban que a menudo le encontraban absorbido por la lectura de los escritos de san Gregorio relacionados con los deberes de los pastores (Regula Pastoralis) y, en esas ocasiones, solía indicar a sus sorprendidos amigos: «Pues ya lo veis; es posible que algún día se le ocurra a uno de tantos reyes tontos hacerme obispo, si no encuentran a otro mejor para desempeñar el puesto: por lo tanto, procuro aprender cómo ser obispo, por si llega el caso». Alrededor del año 1029, el emperador Conrado II le nombró abad de Kaiserswerth y, poco después, superior en Horsfeld. Pero aún se le reservaban puestos más altos. En 1031, después de la muerte de Aribo, fue elegido para ocupar la importante sede metropolitana de Mainz (Maguncia). En su alto cargo conservó la sencillez y la austeridad del monje, sin dejar por ello de distribuir espléndidas limosnas y ofrecer magnífica hospitalidad, como correspondía a un obispo. Todas las clases sociales le tenían en grande estima, pero le amaban sobre todo los pobres que entraban a la residencia episcopal como a su casa y a quienes Bardo protegió y defendió siempre contra sus opresores.
El arzobispo desempeñó un papel sobresaliente en dos sínodos realizados en Mainz y que presidió el papa León IX, para refrenar la simonía e imponer el celibato eclesiástico. En una de aquellas visitas, el Papa convenció a Bardo para que redujese sus mortificaciones y austeridades, puesto que afectaban su salud y amenazaban con acortarle la vida. Si bien siempre fue extraordinariamente severo para consigo mismo, mostraba una misericordia inagotable hacia los demás; nunca expresó una palabra de reconvención o resentimiento contra los que le insultaron o le hicieron daño deliberadamente. Cierta vez, en su propia mesa, hablaba contra el vicio de la intemperancia, cuando advirtió a un jovenzuelo que se mofaba de él e imitaba sus gestos y ademanes. Calló el arzobispo y se quedó mirando fijamente al majadero durante unos instantes; luego, en vez de pronunciar la amonestación indignada que todos los comensales esperaban, tomó uno de sus platos más finos y hermosos, puso en él algunos alimentos y lo extendió al jovenzuelo al tiempo que le instaba a comer y a quedarse con el precioso recipiente. Un hombre de tan buen corazón como Bardo no podía dejar de ser compasivo con los animales. Tenía una colección de aves raras; a muchos de sus pajarillos los domesticó, y era de verse cómo todos acudían a comer en su mano. Murió el 10 de junio de 1053 y su desaparición fue lamentada por todos los habitantes de la comarca, lo mismo cristianos que herejes y judíos.
Hay una breve biografía escrita por Fulkold, capellán del sucesor de Bardo en la sede de Mainz. Pertz la editó en MGH., Scriptores, vol. XI, pp. 317-321. Véase a H. Bresslau, en Jahrbücher des Deutschen Reichs linter Konrad II (1879), pp. 473-479.