Bienvenido, natural de Gubbio, en Umbría, era soldado de profesión y, como la mayoría de sus congéneres, un iletrado. En cuanto quedó bajo la influencia de los franciscanos, se dejó llevar por la paz y el bien y, en 1222, tomó el hábito de los frailes menores. Desde el momento en que entró a la orden, modeló su vida enteramente sobre la de san Francisco. Voluntariamente y por cuenta propia, se hizo cargo de los leprosos y los cuidó con una abnegación sin límites e incluso los lavaba de la cabeza a los pies. Más méritos tenía su entrega total, porque sus cuidados estaban inspirados en un afecto sincero por los que sufrían: los trataba con una delicadeza exquisita aun ante los casos más repugnantes y además, porque él mismo padecía diversas enfermedades que soportaba sin quejarse jamás. Pasaba gran parte de la noche en oración y a menudo, durante la misa, se le presentaba la visión de un Niño muy hermoso; en esas ocasiones, los frailes veían a Bienvenido que extendía los brazos como si quisiese alcanzar la aparición. Su comportamiento era tan ejemplar, que nadie le hizo jamás un reproche o una reconvención. Sin embargo, en la reclusión de la vida religiosa hubiese pasado inadvertida o ignorada por el mundo su santidad, de no ser porque el cielo le había dotado con gracias sobrenaturales rarísimas que extendieron su fama hasta muy lejos. Bienvenido murió en la localidad de Corneto, en la Apulia, en 1232. Cuatro años después su muerte, los obispos de Venecia y de Amalfi solicitaron a la Santa Sede que sancionase su culto y, para apoyar su propuesta, presentaron una lista de milagros. El Papa Gregorio IX aprobó ese culto en las dos diócesis, y el papa Inocencio XII confirmó, en 1697 el culto «ab immemoriale».
No hay o no se conoce alguna biografía particular del beato; véase el Acta Sanctorum, junio, vol. VII.