En 1914 la Iglesia armenia en Turquía vive días drmáticos y gloriosos: la entrada en guerra de Turquía a lado de Alemania y Austria contra Rusia, Francia e Inglaterra, ha determinado el enrolamiento militar de todos los hombres válidos. Sólo los armenios se muestran renuentes y se ocultan, y los nacionalistas islámicos los acusan de connivencia con Rusia.
El obispo Ignacio Maloyan no gusta de la política, e incluso es contrario a cualquier componenda entre la fe cristiana y la política de los insurrectos, y siempre se había comportado como súbdito fiel del Imperio Otomano; tanto que incluso el Sultán le había conferido dos altos reconocimientos honoríficos. De hecho, sin embargo, el gobierno mismo está sobrepasado por la policía local, que comandaba un grupo integrista islámico llamado «Jóvenes turcos», que ya habían decidido el exterminio de los armenios. El joven obispo, lúcido, racional, es el primero en darse cuenta, con larga anticipación, de la situación que se está preparando, y del peligro que corren sus cristianos. Pierde su propio sueño, pero no deja transparentar su preocupación; no quiere alarmar a sus presbíteros y fieles, pero los prepara recomendando «fortaleced vuestra fe, fundada sobre la roca de Pedro».
El 30 de abril de 1915 la policía irrumpe en el episcopado: revisa, destruye, secuestra documentos. Contra el obispo se fragua la acusación de recibir armas, y se busca material que pueda comprometerlo. El obispo Ignacio rompe así con el montaje: realiza un llamamiento urgente a su pueblo a mantener la fe fuerte en medio de la persecución, y difunde su testamento espiritual, que es una profesión de fe en la Iglesia de Roma y un acto de lealtad al gobierno legalmente constituido. Lo arrestan el 3 de junio, fiesta del Corpus, y lo confinan en una celda con 662 laicos y unos quince sacerdotes. Su iglesia es destrozada, los altares destruidos, las tumbas de obispos abiertas, pero no se encuentra nada que pueda justificar la condena a muerte ya decretada. Por tres veces, a él y a otros, se les demanda que abandonen la fe y abracen el Islam, con la promesa de la libertad inmediata, pero la respuesta de Ignacio es firme y llena de coraje: «No importa que me cortéis en pedazos, no renegaré de la religión».
En la noche del 9 de junio ocurre en la celda un conmovedor encuentro con su anciana madre, recibe luego la absolución de otro sacerdote encarcelado con él, y dos días después es preparado junto con otros 1600 cristianos para ser enviado a los trabajos forzados. Pero ninguno llegará a destino, porque en pequeños grupos serán asesinados todos. Al obispo Ignacio, después de la enésima oferta de conversión al Islam con oferta de liberación inmediata, le dan un golpe en la nuca que se pueda enmascarar como «embolia coronaria»: es el 11 de junio, fiesta del Sagrado Corazón, y él tiene apenas 46 años. El calvario de los armenios continuará, e incluso su madre y un hermano serán masacrados por su fe.
SS. Juan Pablo II ha reconocido como auténtico martirio la muerte del obispo Ignacio, y lo ha solemnemente beatificado el 7 de octubre de 2001.
Traducido para ETF, con muy pocos cambios, de un artículo de Gianpiero Pettiti.