El primer papa perteneciente a la Orden de Santo Domingo, Inocencio V, recibió el nombre de Pedro en la pila bautismal y, hasta el momento de su elevación al papado, se le llamó generalmente Pedro de Tarentaise, por el lugar de su nacimiento, Tarentaise-en-Forez, en Loire (aunque no debe confundirse con san Pedro de Tarentaise, abad y obispo, que se celebra el 14 de septiembre). Era todavía muy joven cuando recibió el hábito dominicano, de manos del beato Jordán de Sajonia; con el correr del tiempo, llegó a ser uno de los teólogos más notables de su época. Tras de recibir el grado de maestro, ocupó una cátedra en la Universidad de París, a pesar de que, como sucedió con su amigo y compañero santo Tomás de Aquino, no había cumplido aún los treinta años. En 1256, colaboró con san Alberto Magno, Santo Tomás y otros dos miembros de la orden, para redactar un «curriculum» de estudios, que fue por siglos la base de la enseñanza de los dominicos. Además de impartir la instrucción oral a sus estudiantes, Pedro escribió varios libros: algunos, especialmente los «Comentarios» a las Epístolas de San Pablo y a las «Máximas de Pedro Lombardo», fueron tan estimados por sus contemporáneos como los escritos del propio Doctor Angélico.
A pesar de que Pedro de Tarentaise era ante todo un investigador estudioso, no carecía de notables cualidades prácticas que le hacían muy capaz para gobernar a los hombres y por eso, a la edad de treinta y siete años, fue nombrado prior provincial para Francia. Las periódicas visitas a las cincuenta casas de su provincia representaban largos viajes que, infaliblemente, Pedro hacía a pie; en cada uno de los prioratos bajo su mando, logró que se mantuviera la disciplina de la regla. Al mismo tiempo, desde París (donde Pedro se había visto envuelto en ciertas dificultades) llegaban continuos llamados para que regresara y, cuando santo Tomás viajó o Roma para atender un llamado del Papa, el capítulo general mandó a Pedro a reemplazarlo a la Universidad de París.
En 1272, el papa Gregorio X, quien anteriormente había asistido a las conferencias del beato en París y le tenía en gran estimación, le nombró arzobispo de Lyon; el año siguiente, Pedro fue promovido al obispado de Ostia y a la consiguiente dignidad de cardenal; pero retuvo sus deberes administrativos en Lyon, ya que el Papa había elegido esa ciudad para convocar el Concilio Ecuménico con que se proponía solucionar el cisma griego. El cardenal Pedro desempeñó un papel muy importante desde la apertura de la primera sesión. Aparte de su participación en las deliberaciones, en dos oportunidades pronunció otros tantos brillantes discursos ante los delegados y, gracias en gran parte a la forma clara y precisa con que enunció los dogmas del catolicismo, los enviados griegos acabaron por adherirse a la Iglesia Romana. El Concilio se clausuró en medio del regocijo general, por el brillante éxito obtenido (un triunfo que tuvo muy corta duración), al que sólo empañó la muerte de san Buenaventura. Fue Pedro de Tarentaise quien pronunció el panegírico; adoptó como lema de su discurso las palabras: «Me conduelo por ti, mi hermano Jonatán» (2Sam 1,26) y habló con tanto fervor y emoción del gran franciscano desaparecido, que muchos del auditorio se echaron a llorar.
Las tareas de Pedro en Lyon terminaron al nombrarse un nuevo arzobispo, y entonces se trasladó a Italia con el Papa y los otros cardenales. Por lo tanto, se hallaba junto a Gregorio X cuando éste murió en Arezzo, en enero de 1276, poco después de haber llegado a Francia. En la elección que se realizó inmediatamente no hubo otro candidato digno de ser considerado, aparte del cardenal Pedro de Tarentaise, quien fue elegido por unanimidad para ocupar la Sede Pontificia. Escogió el nombre de Inocencio V. Su breve pontificado se distinguió por los esfuerzos para restablecer la paz entre los estados italianos, que estaban divididos por disensiones internas y externas y por favorecer la unidad con los bizantinos. El Pontífice había hecho los preparativos para enviar a sus delegados a Constantinopla a fin de obtener, por parte del emperador Miguel Paleólogo, la confirmación del pacto elaborado en el Concilio de Lyon, pero los enviados nunca llegaron a su destino.
Repentinamente, la tragedia vino a echar por tierra las esperanzas que se habían concentrado en la figura del nuevo Papa. A pesar de que éste era un hombre de espléndida salud física y de una constitución tan robusta que no se había resentido con las fatigas del duro trabajo ni con las austeridades de la vida religiosa, una fiebre maligna que le atacó le llevó al sepulcro en pocos días. Murió el 22 de junio de 1277, a la edad de cincuenta y un años, al cabo de ocupar solamente durante cinco meses la Sede de San Pedro. El culto al Beato Inocencio V fue confirmado en 1898 y se agregó su nombre al Martirologio.
Hay un relato muy completo, con indicaciones de fuentes de información, en la History of the Popes, vol. XVI, pp. 1-22, de Mons. Mann. Véase también a Mortier, en Histoire des Maitres Généraux O.P., vol. I y II.