Enrique Cormier nació en Orleáns (Francia) el 8 de diciembre de 1832. Ingresó en la Orden de Predicadores y se ordenó siendo tan joven que el obispo Dupanloup tuvo que pedir a la Santa Sede dispensa por motivos de edad y aducía como razón «la especial devoción del ordenando». A los pocos días el joven sacerdote se despidió de los suyos y se dirigió al noviciado dominicano de Flavigny. Tomó el hábito de Santo Domingo y desde entonces su nombre sería Jacinto María.
Aunque los biógrafos no se detienen en esta decisión del beato Cormier de ingresar a la Orden de Predicadores habiéndose ordenado ya, cabe aquí preguntarnos qué fue realmente lo que sedujo a este joven francés en aquel tiempo para que quisiese tomar el hábito dominicano. Sin embargo, de acuerdo con lo que los biógrafos han escrito acerca de Jacinto, parece que el seguimiento de Jesucristo bajo el estilo de vida y proyecto de santo Domingo de Guzmán fue lo que ayudó para que el joven Jacinto pidiera su ingreso en la comunidad dominicana.
Tenía un exquisito sentido de la urbanidad y de la caridad fraterna. Fue amante de la pobreza, sincero en la humildad, penitente, y amante del silencio; pues en realidad fue un hombre de profunda vida interior y espiritual. Propagó el conocimiento y la veneración a los santos de la Orden.
Parece ser que el beato Cormier seguirá en este ánimo de oración durante todo el resto de su vida dentro de la comunidad dominicana; y esto se puede deducir sin muchas dudas debido a su forma de vivir el carisma dominicano, y más aun, su interés para que todos siguieran el ideal del padre fundador de la Orden de Predicadores, santo Domingo de Guzmán, pues esto muy bien lo expresa en la carta que redactó él mismo al ser elegido maestro de la Orden de Predicadores en 1904, y de la cual vale la pena extraer uno de sus párrafos en donde escribe:
«Con el mismo ánimo y con el mismo lema que Pío X se fijó desde el inicio de su pontificado -recapitular en Cristo todas las cosas (Ef 1,10)-, del mismo modo, nada desearíamos más que recapitular en Domingo todas nuestras cosas. Así, ha de estar vigoroso en nosotros y hemos de propagar aquel mismo espíritu de oración, de penitencia, de humildad, de pobreza, de obediencia, de compasión hacia el prójimo y de ardiente celo por defender la fe, que sobresalía en el santísimo Patriarca.»
De esta forma, nos damos cuenta que toda la vida del beato Cormier estuvo impregnada de gran oración, que se dirigía fervientemente a Cristo, y a santo Domingo de Guzmán, pero siempre en los brazos de la santa Madre de nuestro Salvador Jesucristo, ante la cual ya en sus momentos de intensa enfermedad y que ni siquiera podía celebrar la Eucaristía -aunque fuese sentado-, lo único que le quedaba era pedir por lo menos que le ayudasen entonando la «Salve Regina», pues sabía muy bien a quien era que le estaba confiando todo su reposo y su descanso; Jacinto sabía perfectamente que había sido la Madre de Dios a quien se le había otorgado el cuidado de todos y cada uno de los frailes de la Orden de Domingo de Guzmán, lo que él mismo tendrá presente durante toda su vida y por lo cual es que no dejará pasar un solo día en el que no contemple los misterios de Cristo en el Santo Rosario.
Su norma fue evitar todo tipo de sectarismo en la Orden a la vez que impulsó el respeto de las individualidades y de las libertades. Falleció el 17 de diciembre de 1916 y está enterrado en el Convento Angelicum de Roma. Fue beatificado por Juan Pablo II el 20 de noviembre de 1994.
Escrito por Fray Andrés Felipe Rivera Gómez , O.P., y tomado -con muy escasos cambios- del web de la Pcia. Dominica de San Luis Beltrán, en Colombia.