El beato José Olallo Valdés nació en La Habana, Isla de Cuba, el 12 de febrero de 1820. Hijo de padres desconocidos, fue confiado a la Casa Cuna San José de La Habana, donde el 15 de marzo de 1820 recibió el bautismo. Vivió y fue educado en la misma Casa Cuna hasta los 7 años, y después en la de Beneficencia, manifestándose un muchacho serio y responsable; a la edad de 13-14 años ingresó en la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, en la comunidad del hospital de los santos Felipe y Santiago, de la Habana.
Superando los obstáculos que parecían interponerse a su vocación, se mantiene constante en su decisión, emitiendo la profesión como religioso hospitalario. En el mes de abril del año 1835 fue destinado a la ciudad de Puerto Príncipe (hoy Camagüey), incorporándose a la comunidad del Hospital de San Juan de Dios, donde se dedicó por el resto de su vida al servicio de los enfermos, según el estilo de San Juan de Dios; en 54 años solamente una noche se ausentó del hospital, y por causas ajenas a su voluntad. De enfermero ayudante, a los 25 años pasa a ser el Enfermero Mayor del hospital, y después, en 1856, Superior de la Comunidad.
Vivió afrontando grandes sacrificios y dificultades, pero siempre con rectitud y fuerza de ánimo: su vida consagrada a la hospitalidad no se sintió afectada durante el periodo de la supresión de las Ordenes Religiosas por parte de los gobiernos liberales españoles, aunque comportó también la confiscación de los bienes eclesiásticos. Del 1876, en que murió su ultimo hermano de Comunidad, hasta la fecha de su muerte, en 1889, se quedó solo, pero siguió con la misma magnificencia ocupándose de la asistencia de los enfermos, siempre fiel a Dios, a su conciencia, a su vocación y al carisma, humilde y obediente, con nobleza de corazón, respetando, sirviendo y amando también a los ingratos, a los enemigos y a los envidiosos, sin nunca abandonar sus votos religiosos.
En el periodo de la guerra de los 10 años (1868-1878) se mostró lleno de coraje, en la custodia de los que tenía a su cuidado, siempre prudente y sin rencor, trabajando en favor de todos, pero con preferencia por los más débiles y pobres, por los ancianos, huérfanos y esclavos. Cedió ante las exigencias de las autoridades militares de convertir el centro en hospital de sangre para sus soldados, pero sin dejar de seguir acogiendo a los más necesitados de los civiles, sin hacer distinciones de ideología, raza ni religión. Durante los momentos y situaciones más difíciles de los conflictos bélicos, aún poniendo en peligro su propia existencia, con «dulce firmeza», socorría asistiendo a los prisioneros y heridos de la guerra, sin tener en cuenta su proveniencia social o política, defendiendo incluso a los que no tenían permiso del gobierno para que se les curara, no dejándose intimidar de amenazas, ni de prohibiciones, y obteniendo por todo ello el respeto y la consideración de las mismas autoridades militares. Ante dichas autoridades también fue capaz de interceder en favor de la población de Camagüey en un momento de especial tensión y peligro, evitando una masacre civil.
Perseverante en la vocación, a través de su bondad dulce y serena hizo del cuarto voto de Hospitalidad, propio de los religiosos de San Juan de Dios, no solo un ministerio de amor y servicio hacia los enfermos, sino un modo de ardiente apostolado, destacándose en la asistencia a los moribundos y agonizantes, a los cuales acompañaba en las últimas horas de su existencia, en el paso hacia una vida mejor. Se distinguió, pues, siempre por su infinita bondad, siendo llamado con los apelativos de «apóstol de la caridad» y «padre de los pobres», que sintetizan perfectamente el heroico testimonio del beato Olallo.
Modesto, sobrio, sin aspiraciones de ningún género sino la de estar consagrado únicamente a su ministerio misericordioso, renunció al sacerdocio y se caracterizó por su espíritu humanitario y competencia sanitaria, incluso como médico-cirujano, aun siendo autodidacta. Vivió lejos de las aclamaciones, rehuyendo los honores para poder fijar su mirada solamente sobre Jesucristo, que encontraba en el rostro de los que sufrían. Su humildad, en fidelidad a su carisma, se manifestó en la renuncia al sacerdocio, cuando fue invitado por su Arzobispo, porque su vocación era el servicio de los enfermos y pobres; los testimonios, finalmente, nos hablan de fidelidad total a su consagración como religioso en la práctica de los votos de obediencia, castidad, pobreza y hospitalidad. Su muerte, ocurrida el 7 de marzo de 1889, fue tenida como la «muerte de un justo»: fallecimiento, velatorio, funerales y sepultura, con el monumento-mausoleo levantado después por suscripción popular, expresaban reverencia y veneración hacia quien fue su admirado protector. Desde entonces su tumba será visitada continuamente. Había muerto pero permanecerá vivo en el corazón del pueblo, que le seguirá llamando «Padre Olallo». Su beatificación fue aprobada por SS Benedicto XVI en decreto del 15 de marzo del 2008, y se realizó la ceremonia en Camagüey, Cuba, el 29 de noviembre del mismo año, presidida por Su Eminencia el Cardenal José Saraiva Martins.