Nació el 14 de julio de 1778 en Roccacasale, Aquila, Italia. Bautizado con el nombre de Domingo, hijo de Gabriel De Nicolantonio y Santa De Arcángelo, agricultores y pastores profundamente creyentes. Después de que se casaron sus hermanos, permaneció con sus padres, cuidando el rebaño. La soledad de los campos y majadas formó el temperamento del joven Domingo para la reflexión y el silencio, haciendo resonar en él la voz del Señor: comprendió que el mundo no era para él. Tenía entonces 23 años. No podía resistir a esa fuerza interior y decidió dedicarse con más radicalidad al seguimiento de Cristo.
Tomó el hábito franciscano el 2 de septiembre de 1802 en el convento de Arisquia, con el nombre de Fray Mariano de Roccacasale. Hecha la profesión religiosa permaneció allí doce años. Su vida se puede resumir en dos palabras: oración y trabajo: eran como dos cuerdas en las que vibraba su existencia. Cumplía escrupulosamente los múltiples encargos que se le confiaban: carpintero hábil y valioso, hortelano, cocinero, portero. Pero su aspiración a la santidad no encontraba en Arisquia el ambiente favorable, no por culpa de los compañeros, o de los superiores, sino porque aquella época no era propicia para la vida religiosa y los conventos. Tras el regreso del Papa a Roma en 1814, la vida conventual pudo rehacerse lentamente en medio de dificultades sin número. Hicieron falta varios años para que todos los religiosos regresaran a los conventos y la vida de oración y de apostolado volviera a florecer con regularidad en los claustros.
En ese momento llegó a oídos de Fray Mariano el nombre del Retiro de San Francisco en Bellegra, donde santos religiosos habían logrado instaurar una vida regular y austera, pidió a los superiores ser enviado allí, a la edad de 37 años. Poco después fue encargado de la portería, que desempeñó por más de cuarenta años y que se convirtió en su medio de santidad.
Abrió la puerta a muchos pobres, peregrinos y viandantes, y convirtió muchos corazones, cerrados hasta entonces a la gracia divina. Para todos tenía una sonrisa, que acompañaba siempre con el saludo franciscano: “Paz y Bien”; les besaba los pies, los instruía en las verdades de la fe y rezaba con ellos tres avemarías; después se ocupaba del cuerpo: les lavaba los pies; si hacía frío les encendía el fuego y les distribuía la sopa, mientras les daba consejos. Jamás se lamentaba del trabajo ni daba signos de cansancio; siempre afable, sonriente. La fuente de tanta virtud era, sin duda, la oración. Todo el tiempo que le quedaba libre de sus ocupaciones lo dedicaba a la adoración eucarística y a la participación en la misa. Era también muy devoto de la pasión del Señor. Falleció el 31 de mayo de 1866, fiesta del Corpus Christi. Fue beatificado por Juan Pablo II el 3 de octubre de 1999.