Fray Pacià era el cuarto hijo de un arquitecto del barrio de Gracia. Perdió a su madre cuando tenía 3 años, en el parto de uno de sus hermanos. Desde entonces vivió en Igualada, con sus abuelos paternos y su tío y padrino de bautizo mosén Josep M. Colomer. A los siete años volvió a Barcelona con su padre, vuelto a casar, y curso los estudios en escuelas religiosas de distintas órdenes.
Cuando era niño, se había sentido muy atraído por la vida religiosa. Pero de adolescente creyó durante algunos años que su vocación era el matrimonio, y en función de este objetivo orientó su vida. Terminados los estudios en Manlleu, se instaló en Igualada, donde trabajaba de contable y seguía estudios de peritaje mercantil.
Siempre tuvo una vida cristiana muy intensa. Iba a misa cada día, ejercía de catequista, escribía artículos sobre temas religiosos y militaba en la Federación de Jóvenes Cristianos. Cada día hacía también un rato de meditación y se acercaba a alguna iglesia a visitar el sagrario. Ayudaba en la liturgia de la parroquia y del convento. Ante cualquier problema o necesidad, acudía inmediatamente a la oración. También era muy generoso con las limosnas, aunque sus ingresos eran limitados. En 1934, Año Santo por el 1900 aniversario de la muerte y resurrección del Señor, fue en peregrinación a Roma.
Era un muchacho dinámico y divertido. Le gustaba bailar sardanas y hacer teatro. Siempre actuaba en papeles cómicos, con mucho éxito. Se enamoró de una chica mayor que él, que lo rechazó. Cuando más adelante descubrió la vocación de fraile, el recuerdo de este incidente le causó un cierto escrúpulo: le parecía poco digno ofrecer a Dios lo que una chica no había querido. Su confesor le tranquilizó, pero le aconsejó también que acabara los estudios antes de entrar al convento.
Habiendo obtenido el título de perito mercantil con buenos resultados, en marzo de 1935 iniciaba el noviciado para fraile capuchino en Manresa. Comenzaba así la última etapa de su vida, la más breve. Al morir, aunque no hacía un año que había profesado por primera vez. Algunos de sus amigos, que lo conocían todo por las comedias y el buen humor, se extrañaron mucho su decisión. Pero ninguno de los que lo conocían íntimamente se sorprendió. En el convento, continuó con las mismas cualidades de siempre: consigo mismo, disciplinado, y con los demás, siempre de buen humor y dispuesto a divertirlos. Se encontraba bien en su nueva vida, y, durante el tiempo de la revolución, decía que añoraba mucho sobre todo las oraciones a media noche.
Llegado el momento de la dispersión de los frailes, fray Pacià se dirigió en primer lugar en casa de una su hermana que vivía en la calle Niña Casas, en Sarrià. De allí pasó a casa de su tía María Presas, que vivía en la calle de San Salvador, en Gràcia. Pero no era un lugar bastante seguro: había otros refugiados y pronto sufrieron registros. Luego fue a casa de su padre, pero también allí sufrió registros. Estuvo un tiempo con los futuros suegros de su hermana y, finalmente, pasó a una pensión, regenteada por la señora Argelich.
Seguía haciendo vida de fraile, en la medida de las posibilidades. Mantenía el ritmo de oración y llevaba una intensa actividad pastoral. Muchos días iba a misa, y cada día comulgaba. Llevaba la comunión a muchos enfermos y a personas que estaban escondidas, a veces pasando por situaciones de mucho riesgo. Ni la noticia de la detención de su padrino (que fue asesinado) y de dos de sus hermanos lo amilanó.
De vez en cuando, le gustaba ir de paseo con su hermano Ignacio o con algún compañero de convento. Había dicho a su hermano que, si lo detenían, confesaría claramente que era fraile. Decía también: "Es mejor negocio morir por la religión que por confusionismos políticos". Algunas veces, le gustaba acercarse hasta las ruinas del convento de Sarrià, llevado quizá por la nostalgia de aquella vida que apenas había tenido tiempo de probar.
El 21 de enero, fray Pacià había quedado para ir de paseo con fray Tomás de Castellón. Saliendo de la pensión donde este se hospedaba con fray Remigio, pasaron un momento para la pensión de la calle Muntaner y se dirigieron hacia los escombros de Sarriá, sin darse cuenta de que había milicianos vigilando. Ya fuera porque en alguna otra ocasión había sido visto por allí o porque su actitud delataba que conocían bien el lugar, los dos frailes fueron detenidos y conducidos a la checa de La Tamarita, en la Avenida del Tibidabo. Interrogados, confesaron los lugares donde habían sido acogidos, y los milicianos acudieron inmediatamente.
Un grupo de milicianos se presentó a la pensión donde vivía fray Pacià. La dueña estaba a punto de servir la comida, y ya sufría porque el fraile, que solía ser muy puntual, no había vuelto. Los milicianos detuvieron a los otros huéspedes y se los llevaron hacia la checa.
La señora Argelich se dirigió entonces al consejero Comorera, de la Generalitat, interesándose por el destino de los detenidos. Él le informó que dos serían llevados al frente de Teruel, que uno era "aprendiz de fraile" y que el otro, señor Manuel Font, sería dejado en libertad. Este señor Font fue el único que sobrevivió para poder explicar lo que había pasado en la checa.
El lugar de las ejecuciones de esta checa solía ser el cementerio de Cerdanyola. Cada noche, hacia las once, sacaban los que debían ser asesinados. Fray Pacià y, posiblemente, fray Tomás, murieron el día 24. Las hijas de la señora Argelich, Asunción y Cristina, fueron a interesarse por fray Paciano, llegando a hablar con un cabecilla de milicianos de apellido Eroles, muy conocido y temido. Este les dijo que, tratándose de un "aprendiz de fraile", no era necesario que lo esperaran.
En 1939, los cuerpos de Cerdanyola fueron desenterrados y clasificados. En 1943 se procedió a su identificación. El de fray Pacià pudo ser reconocido. Pero el de fray Tomás no apareció por ninguna parte. Por esta causa, nunca se ha podido verificar completamente su más que probable muerte a manos de los milicianos.
Traducido y resumido de la semblanza de la vida del beato en la página de su congregación.