Decía Aristóteles que la naturaleza aborrece el vacío, y nosotros podríamos agregar que el ser humano también: cuando, por ejemplo, sabemos que deberíamos tener recuerdos de algo, pero se da la circunstancia de que no los tenemos, ya se encarga nuestra mente de proveerse de «recuerdos» sustitutos, en forma de leyendas y de cosas que «se dicen por ahí» pero nadie sabe exactamente cómo surgieron. Muchos cristianos están convencidos de que en eso consiste la «tradición», en aceptar llenar los huecos de nuestras incertezas con datos cuyo único valor es ser muy muy viejos, como si lo viejo y lo antiguo fueran lo mismo, o como si lo viejo, por el mero hecho de serlo, fuera garantía de verdad.
Cuando nació nuestra fe, era todo muy pequeño, no había ni el interés, ni la necesidad, ni la motivación, ni siquiera el mandato explícito de Jesús de organizar una «nueva religión»; el cristianismo funcionó por casi cerca de 50 años como una parte del judaísmo; apenas si san Pablo hacía planteos que podían suponer en algún momento la noción de algo enteramente nuevo, de una ruptura total con el judaísmo, pero ni siquiera él llevó esa posible ruptura a su extremo lógico. Así que el cristianismo naciente conservó intactas las tradiciones profundas en torno a Jesús y a la iglesia inicial (todo eso sí que es auténtica Tradición), pero no conservó casi datos cotidianos de los primeros miembros de la nueva fe, como hubieran hecho si hubieran sentido que eran «los fundadores» de algo. No sabemos la edad de Jesús cuando murió y resucitó, no sabemos cuándo ni dónde nacieron los apóstoles, no sabemos exactamente qué hizo cada uno después de la ascensión del Maestro, etc. Pasa con ello como vemos cotidianamente con los mártires antiguos del santoral: cuando se vuelven importantes, que es cuando dan su testimonio, ya no hay datos ni a quién preguntarle, entonces surgen las leyendas y tradiciones pías rellenando las lagunas de nuestro saber, porque también la memoria aborrece el vacío.
Estos párrafos debería ponerlos al iniciar cualquier escrito sobre cualquiera de los doce apóstoles, pero toca hoy hablar de san Andrés, y vengo embebido de leer una larguísima «Biografía de san Andres», con detalles de diálogos y todo, de cabo a rabo inventada, puesto que, a decir verdad, a pesar de ser Andrés el «Protocletos» -es decir, el primer llamado por el Señor-, sabemos sobre él apenas poquito más que eso.
Era hermano de Simón Pedro, y su padre se llamaba Jonás, eso lo sabemos porque a Pedro se lo llama «hijo de Jonás» (Mt 16,17), pero el pobre Andrés quedó tan eclipsado por la figura de su hermano, que sabemos su filiación sólo a través de Pedro. Es nombrado doce veces en todo el Nuevo Testamento:
-Ocho entre Marcos, Mateo, Lucas y Hechos, donde invariablemente aparece como «hermano de Simón» y nombrado siempre en lugar secundario (Mt 4,18; 10,2; Mc 1,16; 1,29; 3,17-18; 13,3; Lc 6,14 y Hech 1,13). De todas estas citas quizás la más interesante sea la de Mc 13,3; Jesús habla de la futura ruina del templo de Jerusalén, y como introducción al pequeño «discurso escatológico» (mucho más amplio en Mateo y Lucas) dirá: «Estando luego sentado en el monte de los Olivos, frente al Templo, le preguntaron en privado Pedro, Santiago, Juan y Andrés...» ¿Qué tiene de interesante esta cita en relación a Andrés? que estamos más bien acostumbrados a la terna Pedro, Santiago y Juan, llamados «Columnas de Jerusalén», pero este pasaje de Marcos probablemente represente un recuerdo histórico mucho más antiguo que el de las «Columnas de Jerusalén», y nos muestra una reunión de Jesús con los suyos sin que el narrador le superponga una teología de cómo instruía Jesús a su Iglesia; en los pasajes paralelos, en cambio, toda la escena aparece ya más elaborada y cada detalle más «teologizado»: en Mt 24,3 esta «enseñanza privada» es «a los discípulos» (teológicamente: a toda la Iglesia), mientras que en Lc 21,5 no hace distingo entre enseñanza privada y pública, por lo que da por supuesto que es «a todos los que escuchaban». Y así, con ocasión de Andrés en ese fragmentito «preteológico» de Marcos hemos podido tomar una instantánea sin poses de Jesús con algunos de los suyos.
-Las otras cuatro veces son en Juan, donde asume una importancia un poquito mayor. No mucho más que lo visto, pero en medio de la sequía de información que tenemos, las dos o tres gotas que nos aporta Juan saben a diluvio. Veámoslas en detalle:
Juan 1,40: Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan y habían seguido a Jesús.
Nos muestra a un Andrés con inquietudes religiosas: no sólo Jesús lo llamó, él mismo estaba a la búsqueda de algo -por eso andaba tras Juan el Bautista-, y ese «algo» que buscaba coincidió, o se encontró, con el llamado de Jesús.
Juan 1,44: Felipe era de Betsaida, de la ciudad de Andrés y Pedro.
No nos aporta mucho más, pero es la única cita donde, mencionando a los dos, pone a Andrés primero. Además nos enteramos de que es de Betsaida, pero lamentablemente la localización de esa aldea no es del todo segura, aunque siempre dentro de Galilea.
Y en ésta, ¡por fin habla!
Juan 6,8: Le dice uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es eso para tantos?»
Aquí vemos la Iglesia en pleno funcionamiento,
Juan 12,20ss: Había algunos griegos de los que subían a adorar en la fiesta. Estos se dirigieron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le rogaron: «Señor, queremos ver a Jesús». Felipe fue a decírselo a Andrés; Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús.
Jesús responde con algo incomprensible en el momento, y que incluso nosotros podemos quedarnos perplejos preguntándonos qué tiene que ver en el contexto, les dice a Andrés y Felipe:
«Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo de hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto...» (12,23-24)
¿qué tenía que ver la llegada de unos griegos que tenían deseos de ver a Jesús con la llegada de la Hora de Jesús? Ahora no se entiende, pero más tarde, cuando la Iglesia reflexione, entenderá que esa llegada de «los griegos» (es decir, de judíos griegos, puesto que vienen «a adorar») marca el instante en que Jesús ha quedado de manifiesto a todos los judíos, ha quedado exhibido ante el judaísmo entero, el de Jerusalén y el de la Diáspora, y ahora debe realizar aquello para lo que vino.
Quizás por relacionar este episodio de Andrés y los griegos con la evangelización de los paganos que comienza unas décadas después, una tradición posterior hace de san Andrés Apóstol entre los griegos, martirizado en la muy griega ciudad de Patras, en Acaya. En realidad no sabemos qué fue de cada uno de los apóstoles. Hay muchas tradiciones de los siglos II y III que nos cuentan dónde y cuándo evangelizó y murió cada uno de ellos, y muchos de los Padres de la Iglesia (no todos, porque no hay unanimidad en la transmisión de estos datos) se hacen eco de esas tradiciones a falta de datos documentales. Está bien, nada impide que San Andrés haya muerto en Acaya crucificado en una cruz de aspas, predicando desde la cruz durante tres días hasta morir, o que Santiago haya llegado hasta Hispania, o santo Tomás hasta la India, pero hay que tener en cuenta dos aspectos:
-Que en el siglo II se planteó un problema muy grave con el surgimiento de las diversas sectas gnósticas, para quienes todo el mensaje de Jesús era tan pero tan espiritual, que negaban toda realidad histórica concreta a los evangelios, por lo que muchas veces esas tradiciones no documentadas sobre los Apóstoles no representaban verdaderamente recuerdos históricos sino argumentos apologéticos populares, para uso «en la trinchera». Habrá seguramente mucho fondo histórico en ellas, pero sin que podamos, a la distancia, reconocer con claridad qué cosas son sucedidos y cuáles son rellenos legendarios para hacer más vivo el relato de los orígenes cristianos.
-Que no tiene nada de malo tomarse en serio esas tradiciones, siempre que no pretendamos sacar de ellas conclusiones que dependan de la veracidad de unos datos históricos que de ninguna manera podemos comprobar.
Sobre san Andrés tenemos una tradición mucho menos conocida que la evangelización entre los griegos: un escrito de finales del siglo II lo pone como la autoridad apostólica que garantiza la veracidad del Evangelio de Juan; por lo que podría conjeturarse que es él el innominado «Discípulo amado» que menciona el evangelio. El texto al que me refiero se encuentra en un canon, un listado de libros auténticos del NT, que resulta ser la lista más antigua de escritos del NT que tenemos; se denomina «Canon de Muratori», fue escrito hacia el año 170 o poco más, luego se perdió, y fue descubierto por el profesor Luis Muratori en 1740; este texto, de gran importancia en los estudios de historia del canon bíblico, dice así respecto del Evangelios de Juan:
El cuarto evangelio es de Juan, uno de los discípulos. Cuando sus co-discípulos y obispos le animaron, dijo Juan, «Ayunad junto conmigo durante tres días a partir de hoy, y, lo que nos fuera revelado, contémoslo el uno al otro». Esta misma noche le fue revelado a Andrés, uno de los apóstoles, que Juan debería escribir todo en nombre propio, y que ellos deberían revisárselo. Por lo tanto, aunque se enseñan comienzos distintos para los varios libros del evangelio, no hace diferencia para la fe de los creyentes, ya que en cada uno de ellos todo ha sido declarado por un solo Espíritu...
Como se ve, aquí distingue claramente «discípulos» de «apóstoles» (identificados con los Doce), el Juan autor del evangelio no resultaría ser el Apóstol Juan sino un Juan del grupo de los discípulos (posiblemente el «Juan el presbítero» que firma las cartas de Juan), que pertenecería a la comunidad de Andrés, y por lo tanto sería este Apóstol, Andrés, el garante de la apostolicidad del cuarto evangelio. Por supuesto, ésta también es una tradición del siglo II, que cae por tanto bajo las mismas prevenciones que lo ya dicho, pero de todos modos, ante lo poco que sabemos de cada apóstol, y en especial de los que no fueron las «Columnas de Jerusalén», puede ser interesante verlo aparecer en su propia figura, y no siempre en el coro de los Doce, ni solo como hermano de Pedro.
Bibliografía: Para las tradiciones de los siglos II y III, cualquier hagiografía clásica las reproduce, en especial están detalladas en la de Mercabá para esta fecha; el Canon de Muratori puede ser interesante conocerlo, no sólo la parte referida a Andrés sino todo el texto, verdadera perla de la antigüedad cristiana. Para lo que «sabemos y no sabemos» de cada uno de los Doce, aunque no ya del todo nuevo, pero sigue siendo útil «Aspectos del pensamiento neotestamentario» de David Stanley y Raymond Brown, en el tomo V del Comentario Bíblico «San Jerónimo», en el apartado dedicado a «Los Doce», como conjunto y cada uno en particular. Un tratamiento más actualizado lo ofrece John P. Meier, «Un judío marginal», tomo III, pág. 219, y todo el contexto para una lectura más amplia que abarque a los Doce, Ed. Verbo Divino, 2003.
Imágenes:
San Andrés en un famoso ícono oriental
Martirio de San Andrés, de Claude Vignon, s XVII, cuadro que se encuentra enla sacristía de la «Iglesia Nueva» de Lleida, España
Uno de los San Andrés pintados por el Greco para uno de sus "Apostolarios", esta versión es de 1610-14, y se encuentra en el Museo de Bellas Artes de Budapest.