Entre los santos hay muchos que desde pequeños se sintieron inclinados a la forma de vida que abrazaron más tarde. Pero hay también algunos que en sus primeros años tenían verdadera aversión por la vocación a la que Dios los tenía destinados. A esta última categoría pertenece san Andrés Huberto Fournet. Nació el 6 de diciembre de 1752, en Maillé, cerca de Poitiers, en el seno de una familia acomodada. Tal vez la piadosa madre de Andrés alabó con cierta indiscreción la vocación sacerdotal, porque el niño acabó por detestar todas las prácticas religiosas; se negaba a rezar y a estudiar y, lo único que le interesaba era divertirse. En uno de los libros que tenía cuando era niño, escribió con una letra todavía vacilante: «Este libro pertenece a Andrés Huberto Fournet, que es un buen niño, pero no tiene ganas de ser sacerdote ni monje». Su pereza y frivolidad le crearon serias dificultades en la escuela; en una ocasión se escapó de ella, lo cual le valió un buen castigo. Más tarde, Andrés se trasladó a Poitiers, con el pretexto de estudiar filosofía y leyes, pero en realidad para divertirse a sus anchas. Ingresó en el ejército, pero fue expulsado. Su madre trató de conseguirle un puesto de secretario; pero escribía tan mal, que nadie quiso darle trabajo. Habiendo agotado todos sus recursos, los padres de Andrés le enviaron a casa de un tío suyo, que era sacerdote y trabajaba en una parroquia solitaria y muy pobre. Ahí esperaba a Andrés la gracia de Dios.
Su tío, que era un hombre muy espiritual, se ganó la confianza del joven e hizo brotar en él toda la bondad que se ocultaba bajo su aparente frivolidad. El cambio fue sorprendente. Andrés estudió teología, se ordenó sacerdote y fue destinado a ayudar a su tío en la parroquia. Más tarde, trabajó como vicario en un sitio muy difícil y, finalmente, fue nombrado párroco de Maillé, su pueblo natal, en 1781. Pronto se hizo querer de todos sus feligreses por su liberalidad con los pobres y su gran simpatía. Al principio, acostumbraba invitar a sus amigos a su mesa, que estaba muy bien provista; pero, después de oír las críticas de un mendigo, decidió vender los cubiertos de plata y todo lo que no era estrictamente indispensable. A partir de ese momento, empezó a vivir como un monje, en compañía de su madre, su hermana y un vicario. La sencillez de su vida se reflejaba en la sencillez de su predicación. El sacristán le dijo un día: «Su Reverencia predicaba antes con palabras que nadie entendía. Ahora entendemos todo lo que dice».
La Revolución Francesa puso fin a aquella vida apacible. San Andrés se rehusó a prestar el juramento que el gobierno exigía a los clérigos, y con ello quedó fuera de la ley. A salto de mata y con riesgo de su vida a cada instante, mantuvo la atención por su grey, unas veces en medio del bosque y otras en alguna granja solitaria. A fines de 1792, obedeciendo a las órdenes de su obispo, se fue a España; pero cinco años más tarde, comprendió que no podía abandonar a sus fieles indefinidamente. Así pues, se puso en camino y una noche entró secretamente en Maillé. Pronto se divulgó por todo el pueblo la noticia de su vuelta, y los fieles empezaron a acudir a él. El peligro era mayor que nunca; los perseguidores le buscaban desesperadamente y, en varias ocasiones, estuvo a punto de ser capturado. Una vez se presentaron los corchetes cuando el santo se calentaba junto al fuego en una cabaña. La dueña de la casa no perdió la cabeza: plantó al santo un bofetada en plena cara, como si se tratase de un criado tonto y perezoso, le ordenó que cediera su puesto a los gendarmes y fuese inmediatamente a cuidar el ganado. La estratagema tuvo éxito. Cuando san Andrés refería la aventura, solía decir: «¡Qué mano tan pesada tenía la buena señora! Me hizo ver las estrellas...»
Con Napoleón Bonaparte mejoraron las cosas, pues el primer cónsul cayó pronto en la cuenta de que le convenía hacer la paz con la Iglesia. El P. Fournet volvió a su parroquia y se dedicó a reavivar la fe de sus feligreses, predicó numerosas misiones y confesó incansablemente. En todos sus esfuerzos le secundaba santa Isabel Bichier des Ages, quien, bajo la dirección de san Andrés, había fundado una congregación de religiosas que se dedicaba a instruir a los niños y a cuidar a los enfermos y a los pobres. San Andrés se encargaba de la dirección espiritual de las religiosas y redactó las reglas de la congregación. El nombre oficial era el de Hijas de la Cruz, pero la fundadora llamaba a su religiosas «Hermanas de San Andrés».
A los sesenta y ocho años de edad, la fatiga y la debilidad obligaron al santo a renunciar al oficio de párroco y a retirarse a La Puye. Ahí siguió ocupándose de la dirección de las religiosas y ayudando en las parroquias de los alrededores. Tenía innumerables hijos espirituales, así clérigos como laicos. Según consta en el proceso de beatificación, san Andrés multiplicó el trigo en una ocasión en que las religiosas no tenían pan suficiente para ellas y sus niños. Murió el 13 de mayo de 1834 y fue canonizado el 4 de junio de 1933.
En la bula de canonización hay un resumen biográfico bastante detallado (Acta Apostolicae Sedis, vol. XXV, 1933, pp. 417-428, en latín). Véase también a L. Rigaud en Vie de A. H. Fournet (1885). En italiano existe una biografía anónima, titulada Il beato Andrea liberto Fournet (1885).