Hacia el año 392, poco después de que san Agustín recibiera la ordenación sacerdotal y el obispado de Hipona, Aurelio, un diácono, fue elegido obispo de Cartago. En aquella época, esa gran Iglesia de África estaba en la cumbre de su esplendor y de su influencia; el obispo de Cartago era a la vez primado o patriarca de Africa, es decir, uno de los prelados más importantes de la Iglesia universal. San Aurelio tuvo que hacer frente a dos herejías: la de los donatistas, que tocaba ya a su fin, y la de los pelagianos, que apenas comenzaba. Durante los treinta y siete años que gobernó la sede, san Aurelio convocó numerosos sínodos provinciales y concilios plenarios de los obispos africanos para resolver ésos y otros problemas. Los sínodos y los viajes absorbían de tal modo al santo, que se vio obligado a delegar el ministerio de la predicación a los presbíteros de mayores cualidades, lo cual era entonces desacostumbrado en la Iglesia.
San Aurelio era íntimo amigo de san Agustín y, cuando aquél se quejó de que muchos monjes, so pretexto de vida contemplativa, eran simples holgazanes, Agustín escribió un tratado, «Sobre el trabajo de los monjes», para tratar de mejorar la situación. San Fulgencio de Ruspe, obispo africano de la siguiente generación, escribió en términos muy encomiásticos acerca de san Aurelio, como lo hizo también por la misma época el erudito español Pablo Orosio. La fecha de celebración proviene de un calendario cartaginés del siglo VI que dice lo siguiente: «El 20 de julio, la sepultura de San Aurelio, Obispo».
Ver Acta Sanctorum, octubre, vol. IX, pp. 852-860. No existe ninguna biografía propiamente dicha del santo, escrita por sus contemporáneos; pero se encuentran numerosas alusiones a él en las cartas de san Agustín y en los documentos conciliares, etc.