No se conoce nada con certeza acerca del linaje y del lugar del nacimiento de san Cutberto. Los hagiógrafos irlandeses lo declaran irlandés, en tanto que los cronistas sajones sostienen que nació en las tierras bajas (Lowlands) de Escocia. De acuerdo con la biografía en verso de Beda, fue bretón y el mismo autor, en el prefacio a la historia en prosa de san Cutberto, claramente asienta que no ha escrito nada que no esté bien comprobado. El nombre de Cutberto es sin lugar a dudas sajón y no celta. La primera noticia que tenemos acerca de él data de cuando tenía ocho años y estaba al cuidado de una viuda llamada Kenswith, a la que miraba como madre y quien lo trataba como hijo. Era entonces un jovencito sano, vivaz, gracioso y el cabecilla de los chicos de la región, a todos los cuales podía vencer en las carreras, saltos y luchas. Un día, en medio de sus juegos, un chico se echó a llorar exclamando: «¡Oh, Cutberto! ¿Cómo puedes perder el tiempo en juegos inútiles, tú, a quien Dios ha escogido para ser sacerdote y obispo?» Estas palabras hicieron una impresión tan profunda en su alma que, desde aquel momento, empezó a comportarse con una madurez impropia de sus años. El oficio de pastor de rebaños que desempeñaba le dio amplias oportunidades de comunicarse tranquilamente con Dios en las grandes praderas solitarias de Nortumbría. Hacia el final de agosto de 651, Cutberto, entonces de 15 años de edad, tuvo una visión que lo decidió a consagrar su vida a Dios: al claro día de verano siguió una noche oscura, sin luna y sin estrellas; Cutberto estaba solo y en oración. De repente, un rayo de luz deslumbrante brilló a través del negro cielo y en él apareció una multitud de ángeles que llevaban, como en un globo de fuego, un alma al cielo. Más tarde, supo que el obispo san Aidán había muerto aquella noche en Bamborough. Aunque éste fue, de hecho, el momento decisivo de su vida, por aquel entonces no parece que haya dejado el mundo.
Se ha sugerido que pudo haber sido llamado a luchar contra los mercianos, puesto que, a caballo y armado con espada, apareció repentinamente a la puerta de la abadía de Melrose y pidió ser admitido entre los hermanos. No sabemos si Boisil, el prior, haya tenido conocimiento previo de él o si instantáneamente leyó los pensamientos de su corazón; pero, en el momento en que Cutberto desmontó, se convirtió en uno de los monjes y dijo el prior: «He aquí a un siervo del Señor». En el año 660, el abad de Melrose recibió terrenos para otro monasterio y, sobre una elevación en la confluencia de los ríos Ure y Skell, se construyó la abadía de Ripón, a la que san Eata vino, en 661, trayendo a Cutberto consigo como encargado de atender a los que buscaran refugio en el monasterio. Leemos que en una fría mañana de invierno, al entrar al cuarto de huéspedes, encontró a un extranjero instalado ahí; de acuerdo con la costumbre, trajo agua, lavó las manos y los pies del visitante y le ofreció de comer. El huésped declinó el ofrecimiento cortésmente, diciendo que no podía esperar porque la casa a la que se dirigía con cierta prisa, estaba distante todavía. Cutberto, sin embargo, insistió y salió para conseguir algo de alimento. A su vuelta, encontró la celda vacía; por sobre la mesa había tres hogazas de pan de singular blancura y excelencia. No había huellas sobre la nieve que rodeaba la abadía, y san Cutberto tuvo la seguridad de que había hospedado a un ángel. La estancia de Eata y Cutberto en la abadía de Ripón fue corta. Un año más tarde, el rey Alcfrid transfirió la abadía a san Wilfrido y, según la narración de Beda, «Eata con Cutberto y el resto de los hermanos que había traído con él, volvieron a casa y el lugar del monasterio que habían fundado, fue habitado por otros monjes». Cutberto volvió a Melrose. Todo el país sufría el azote de una enfermedad conocida como «la peste amarilla» y Cutberto no escapó a ella. Sin embargo, cuando se le dijo que los monjes habían pasado la noche orando por su restablecimiento, él exclamó: «¿Qué estoy haciendo en la cama? ¡Es imposible que Dios haya cerrado sus oídos a tales hombres! Denme mi ropa y mis zapatos». Levantándose, inmediatamente comenzó a andar; su voluntad pareció triunfar por el momento sobre su enfermedad; pero, en realidad, nunca recuperó su salud.
En su aflicción, los hombres y las mujeres habían vuelto, como nos cuenta Beda, a poner su fe en talismanes y amuletos. A fin de asistir a las abatidas gentes y de revivir la cristianidad, san Cutberto emprendió un extenuante esfuerzo misionero que duró todos los años en que fue prior, primero en Melrose y después en Lindisfarne. Viajó a través de montes y valles, algunas veces a caballo, otras a pie, prefiriendo siempre las más remotas aldeas, ya que éstas tenían menos oportunidades de ser visitadas. Como Aidán, enseñó de casa en casa, pero mientras éste iba siempre acompañado de un intérprete, por no conocer el dialecto, Cutberto podía hablar a los campesinos en su propia lengua y con su propio acento nortumbriano. Conocía la topografía, pues había recorrido las tierras bajas con sus rebaños, podía adentrarse en las vidas de sus oyentes y se contentaba con frugal comida. Su aspecto apacible y su palabra jovial y persuasiva, pronto le ganaron la voluntad de sus huéspedes, de manera que sus enseñanzas tuvieron un éxito extraordinario. Llevó el Evangelio desde la costa de Berwick hasta Solway Firth y donde quiera fue recibido y honrado como huésped.
En Coldingham, donde visitó un monasterio, un monje que lo observaba, notó su costumbre de levantarse silenciosamente por la noche, cuando los hermanos dormían, y dirigirse a la playa donde se metía al mar y, con el agua hasta el cuello, cantaba alabanzas a Dios. Una leyenda que corre todavía entre los lugareños de la costa, habla de dos nutrias -con mayor probabilidad focas- que siguieron al santo sobre las rocas y lamieron sus entumecidos pies y los sacaron con sus pieles hasta devolverle el calor. Si hemos de creer a la tradición de que san Cutberto visitó a los pictos en la región de Galloway, debió ser de Coldingham, de donde zarpó con dos compañeros y tocó tierra en el estuario de Nith, al día siguiente de Navidad. Debido a los ventisqueros, no pudieron adentrarse más allá de la costa, en tanto que una serie de tormentas hacían imposible el que volvieran a embarcarse y estuvieron en peligro de perecer de hambre. Los dos compañeros se desanimaron, pero la fe de Cutberto no vaciló nunca. Les aseguró que todo saldría bien y, al poco tiempo, descubrieron al pie de una escollera unos delfines muertos de los que sacaron lonjas, con las que se sostuvieron hasta que la tormenta amainó y les fue posible hacerse nuevamente a la mar. Se dice que una iglesia se construyó después para señalar el lugar y que el nombre de la población, Kirkcudbright, que se levantó cerca de ahí, ha guardado el recuerdo de la visita de san Cutberto.
Entre tanto, grandes cambios habían tenido lugar en Lindisfarne y hubo momentos en que parecía como si el monasterio de «Holy Island», fuera a perder la famosa comunidad que lo había convertido en el santuario más venerable del norte. Las disputas acerca de la fecha de la Pascua de Resurrección, habían culminado en el célebre Concilio de Whitby, donde el rey Oswi se decidió en favor del uso romano. San Colman, obispo de Lindisfarne, regresó a Lindisfarne, pero pronto decidió que no podía adaptarse y prefirió renunciar. Seguido por todos los monjes irlandeses y treinta de los ingleses, llevando consigo el cuerpo de san Aidan, abandonó Inglaterra y edificó nuevas casas en Irlanda. Para sustituirlo, san Eata fue llamado de Melrose y nombrado obispo. Cutberto lo acompañó nuevamente para actuar como prior. Su tarea no fue fácil, pues muchos de los monjes que quedaban eran contrarios a las innovaciones. Eata y Cutberto, cualesquiera que hayan sido sus sentimientos, estaban decididos a apoyar las decisiones del Concilio de Whitby. Tuvieron que afrontar oposiciones y aun insultos, pero la conducta de Cutberto fue más allá de cualquier alabanza: ni una sola vez perdió la paciencia o el dominio de sí mismo; pero, cuando los descontentos se volvían demasiado agresivos, se retiraba tranquilamente y terminaba la discusión, para reanudarla cuando la pasión se había calmado. La vida de san Cutberto en Lindisfarne fue semejante a la que llevó en Melrose. Desempeñó sus labores apostólicas entre la gente, predicando, enseñando y sirviendo, no solamente a sus almas, sino a sus cuerpos, mediante el don de curar que le fue concedido. A donde quiera que iba, lo seguían las turbas para oírle, abrirle su corazón y pedirle que sanara a sus enfermos. Los días no eran suficientemente largos y, a veces, pasaba en vela tres de cada cuatro noches para poder entregarse a la oración, a la orilla del mar, o para recitar los salmos, paseando por la iglesia, o meditar mientras hacía algún trabajo manual en su celda.
Después de algunos años en Lindisfarne, la añoranza de una vida de unión más íntima con Dios lo condujo, con anuencia de su abad, a buscar la soledad. Su primera ermita no estuvo lejos de la abadía; probablemente en una pequeña isla vecina de Holy Island, a la que las tradiciones locales asocian con él y llaman Isla de san Cutberto. El lugar, cualquiera que haya sido, no le pareció suficientemente aislado, puesto que en 676 se trasladó a una fría y desolada isla del grupo Farne, a dos millas de Banborough. El sitio estaba entonces despoblado, y al principio, no le proporcionó ni agua, ni semillas, pero encontró un manantial y, aunque la primera siembra se le malogró totalmente, la segunda, que fue de cebada, le produjo lo suficiente para mantenerse. Los visitantes persistían en ir a verle a pesar de las tormentas que entonces, como en todo tiempo, bramaban alrededor de las islas, por lo que san Cutberto construyó una hospedería cerca del desembarcadero para dar albergue a sus visitantes. Solamente una vez abandonó su retiro y fue a petición de la abadesa Elfleda, hija del rey Oswi. Este encuentro tuvo lugar en la isla Coquet. Elfleda le instó en esta ocasión a que aceptara el obispado que el rey Egfrido estaba ansioso de conferirle. Se le nombró obispo de Hexham, pero él se rehusó a abandonar su isla, y solamente consintió en hacerlo, cuando el rey Egfrido fue en persona a Farne, acompañado por el obispo Trumwin. Cutberto cedió con mucha dificultad a hacerse cargo de la diócesis de Lindisfarne, pero exigió que se le permitiera permanecer en su ermita durante los seis meses que faltaban para su consagración. Durante este período visitó a san Eata y arregló un cambio de diócesis. Eata tomaría Hexham y Cutberto tendría la sede de Lindisfarne y se encargaría del monasterio.
En la Pascua de 685, fue consagrado en York Minster por san Teodoro, arzobispo de Canterbury. Como obispo, el santo «continuó siendo el mismo hombre de antes», para citar a su biógrafo anónimo. Los dos años de su episcopado los empleó principalmente en visitar su diócesis, la que se extendía por el oeste hasta Cumberland. Predicó, enseñó, distribuyó limosnas e hizo tantas curaciones milagrosas, que mereció durante su vida el nombre de «el Taumaturgo de Bretaña», título que mantuvo después de su muerte, debido a las curaciones efectuadas en su sepulcro. Al hacer su primera visita a Carlisle, a las pocas semanas de su consagración, supo por un extraño don de telepatía o por revelación divina, el desastre del ejército nortumbriano y la muerte del rey Egfrido durante la batalla. La reaparición de la epidemia siguió a la derrota militar y fue tan severa, que muchos poblados quedaron completamente desiertos. El buen obispo, sin ningún temor, anduvo entre sus fieles administrando los sacramentos y grandes consuelos a los enfermos y a los moribundos; su sola presencia devolvía la esperanza y con frecuencia la salud. En cierta ocasión, reavivó con un beso al hijo de una viuda, en el que la vida parecía haberse extinguido.
Los trabajos y austeridades, sin embargo, habían minado la constitución de san Cutberto, quien se dio cuenta de que no iba a vivir por mucho tiempo. Durante su segunda visita a Carlisle, dijo a su antiguo discípulo Herberto, el ermitaño de Derwentwater, que no volverían a encontrarse sobre la tierra, consolando al afligido amigo con la promesa de obtenerle del cielo el favor de morir el mismo día. Después de una visita de despedida a su diócesis, dejó el báculo pastoral y, tras de celebrar la Navidad de 686 con los monjes en Holy Island, se dirigió a su amado Farne para prepararse a morir. «Díganos, señor obispo -preguntó uno de los monjes que se reunieron para despedirlo- ¿Cuándo podemos esperar que vuelva?» «Cuando tengan que trasladar mi cuerpo», fue la respuesta. Sus hermanos lo visitaron con frecuencia durante los tres últimos meses, aunque él no permitía que nadie se quedara y le sirviera en la enfermedad, que se agravaba continuamente. En un estado febril libró batallas terribles contra los espíritus del mal durante un tormentoso período de cinco días, cuando nadie podía aproximarse a la isla. Quería ser enterrado en su retiro, pero cedió a las instancias de sus monjes, quienes pensaban que sus restos descansaran entre ellos, en la abadía. «Me enterrarán -dijo- envuelto en el lienzo que he guardado para mi mortaja». Sus últimas instrucciones fueron dadas al abad Herefrido quien, sentado a su lado, le pedía un mensaje para sus hermanos: «Tened un mismo pensamiento en vuestros concilios, vivid en concordia con los otros siervos de Dios; no despreciéis a ninguno de los fieles que buscan vuestra hospitalidad; tratadlos con caridad, no estimándoos mejores que otros que tienen la misma fe y con frecuencia viven la misma vida. Pero no comulguéis con aquellos que se aparten de la unidad de la fe católica. Estudiad con diligencia, observad cuidadosamente las reglas de los padres y practicad con celo aquella regla monástica que Dios se ha dignado daros por mi medio. Sé que muchos me han despreciado, pero después de mi muerte se verá que mis enseñanzas no han merecido desprecio». Estas fueron las últimas palabras de san Cutberto, recibidas por Beda de labios de Herefrido. Dicho esto, recibió los últimos sacramentos y murió lleno de paz, sentado, con sus manos levantadas y sus ojos mirando hacia el cielo. Inmediatamente después, un monje escaló la roca sobre la que ahora se yergue el faro y agitó dos antorchas encendidas -porque era de noche-, para anunciar a los hermanos de Lindisfarne que el gran santo había pasado a descansar eternamente. Su cuerpo, que en un principio fue depositado en la abadía y permaneció en Lindisfarne por 188 años, fue trasladado cuando los hombres del norte empezaron a descender hacia la costa y, después de muchos traslados, fue depositado en un magnífico santuario en la Catedral de Dirham, el que, hasta la Reforma, continuó siendo el lugar preferido de las peregrinaciones de Inglaterra. Durante el reinado de Enrique VIII, el santuario fue profanado y saqueado, pero los monjes, en secreto, enterraron las reliquias. En 1872, el cuerpo de san Cutberto fue nuevamente descubierto y todos los objetos mediante los cuales fue identificado, se trasladaron a la biblioteca de la Catedral. Aunque generalmente se admite que las reliquias son auténticas, existe aún otra tradición, según la cual los restos de san Cutberto permanecen todavía enterrados en otra parte de la Catedral, conocida únicamente por tres miembros de la congregación de los benedictinos ingleses, quienes transmiten el secreto antes de morir.
Por lo general, se representa a san Cutberto sosteniendo en sus manos la cabeza del rey Oswald. Este fue enterrado con él y sus restos se encontraron cuando el ataúd del obispo fue abierto y examinado en Durham, en 1104. Algunas veces, las compasivas nutrias aparecen a sus pies, pero con mayor frecuencia se le representa acompañado de un pájaro, que probablemente es una de las aves silvestres, conocidas como «pájaros de san Cutberto», cuyas bandadas anidan en las islas Farne; se cuentan hermosas leyendas acerca de la amistad del santo con estas criaturas a las que domesticó, prometiéndoles que nunca serían inquietadas. Dos copias antiguas de los Evangelios están especialmente relacionadas con el santo. Una de ellas es el famoso Evangelio de Lindisfarne, del siglo VIII, depositado sobre la tumba de san Cutberto por el amanuense que lo escribió, y que fue bellamente adornado por san Wilfrido. Accidentalmente fueron arrojados al mar por los monjes que los llevaban a Irlanda, pero las olas los devolvieron a la playa sin daño alguno. Se encuentran ahora en el Museo Británico. La otra copia es el Evangelio de san Juan, del siglo VII que fue enterrado con san Cutberto y es una de las más estimadas posesiones del Colegio de Stonyhurst. El anillo del santo está guardado en Ushaw. La vida de san Cutberto fue casi una oración continua. Todo lo que veía le hablaba de Dios y su conversación versaba, habitualmente, sobre cosas celestiales. Beda dice: «Estuvo inflamado por el fuego de la divina caridad; consideraba equivalente a un acto de oración el aconsejar y ayudar a los débiles, sabiendo que quien dijo 'Amarás al Señor tu Dios', también agregó 'Amarás a tu prójimo como a ti mismo'». Como en muchas de las diócesis inglesas del norte, la fiesta de este gran santo se celebra en Saint Andrews y en Meath. En Hexham se celebra la fiesta de su traslado, el 4 de septiembre.
Nuestras fuentes de información, por lo que se refiere a san Cutberto, gozan de excepcional autenticidad y confianza. Ningún historiador medieval merece más respeto que Beda y, los detalles suplementarios de fechas posteriores —especialmente en lo que se refiere a traslados, etc., proporcionados por Simeón de Durham (sus obras completas han sido editadas en las Rolls Series) y a los descubrimientos hechos cuando la tumba fue abierta en 1827 (para lo cual véase Saint Cutbert (1828) de Raine, autor a quien agradaban poco los monjes) —, confirman también las narraciones primitivas. Gran parte de la información incidental, se encontrará en las notas a la edición de Plummer de la Ecclesiastical History de Beda. Los aspectos arqueológicos de la cuestión, pueden estudiarse en el catálogo de Haverfield y del canónigo Greenwell, Inscribed Stones, etc. y en el Durham, vol. I, de la Victoria County History. El relato irlandés de san Cutberto fue impreso en el octavo volumen de las publicaciones de Surtees Society. La primera vida anónima del santo, fue editada con la que escribió Beda, por Fr. Stevenson, quien también imprimió una buena traducción inglesa (1887) de la vida de Beda. Existe una biografía muy completa, escrita por C. Eyre (1849) que es sumamente útil por sus planos y mapas; otra, escrita por el preboste Consitt (1887) y para algunos milagros en Farne, véase Analecta Bollandiana, vol. LXX (1952), pp. 5-19. Véase también a Craster, en la English Historical Review, abril, 1954 (importante por los traslados de las reliquias).