Eparquio abandonó el mundo contra la voluntad de sus padres y se retiró a un monasterio, tal vez al de San Eparquio de Dordogne. Ahí sirvió a Dios a las órdenes del abad Martín. Como sus virtudes y milagros le hubiesen hecho famoso, el santo, para evitar la tentación de la vanagloria, dejó el monasterio y se retiró a la soledad en las cercanías de Angulema. Pero sus virtudes eran demasiado esplendorosas para permanecer ocultas, y el obispo de la región obligó a san Eparquio a aceptar el sacerdocio. Aunque vivía en la soledad, el santo tuvo algunos discípulos. Como deseaba que orasen sin interrupción, les prohibió el trabajo manual. Cuando alguno de sus monjes se quejaba de que no tenía lo necesario para vivir, san Eparquio le recordaba las palabras de san Jerónimo, «la fe no tiene miedo al hambre». Y así era en realidad, porque los fieles, que tenían en gran aprecio a san Eparquio por los milagros que obraba, le daban generosamente cuanto él y sus discípulos necesitaban. San Gregorio de Tours afirma que el culto de san Eparquio estaba muy extendido en el siglo VI. San Gregorio lo llama Cibardo; con el tiempo, dicho nombre se transformó en Separco y después en Eparquio. En realidad, sabemos muy poco acerca de este santo, fuera de lo que relata San Gregorio de Tours.
Bruno Krusch, que reeditó la biografía latina publicada en Acta Sanctorum, afirma que se trata de una falsificación y que data del siglo IX; pero véase L. Duchesne, en Bulletin critique, segunda serie, vol. III (1897), pp, 471-473. Véase también J. de la Martiniére, St. Cybard (1908), quien refuta la opinión de H. Esmein, según el cual algunos de los datos que poseemos sobre el santo datan del siglo VI.