El fin del primer siglo de la Iglesia romana resultó «intenso», con la potente figura de san Clemente Romano a la cabeza. Sin embargo, para usar las palabras del historiador L. Hertling «Los tres siguientes, Evaristo, Alejandro y Sixto I, vuelven a ser simples nombres para nosotros». Eusebio nombra a Evaristo (Hist. Ecl. III,34), pero sólo para establecer la sucesión romana, sin contarnos nada de su pontificado.
En la Iglesia antigua los martirios se celebraban especialmente, por lo que podemos suponer que no fue mártir, ya que ninguna fuente directa lo menciona como tal, a pesar de que durante siglos se lo consideró mártir, pero más por la costumbre de asociar el supremo testimonio a la suprema función de las sedes más importantes, no porque haya ningún documento que lo afirme. Fue elegido a la muerte de Clemente, es decir, entre el 100 y el 101, y gobernó la Iglesia por espacio de ocho años, es decir, hasta el 108 aproximadamente, todos bajo el imperio de Trajano, período de calma para la Iglesia de Roma.
De los hechos de su gobierno no se ha conservado absolutamente nada fiable. Se dijo durante algunos siglos que había organizado la diócesis romana dividiéndola en títulos o parroquias, sin embargo esa división es, probadamente, de al menos siglo y medio posterior a su pontificado. También se ha dicho que era de origen judío, de Belén. La fuente de todas esas afirmaciones es el «Liber Pontificalis», del siglo IX, que no es de ninguna manera confiable en lo que se refiere a los papas anteriores al siglo IV. Como resume atinadamente J. Mattihieu-Rosay: «un perfecto desconocido».
Quizás el lector se pregunte por qué es santo alguien del que no sabemos nada más que el nombre. La respuesta surge sola, al mirar la lista de los 50 primeros obispos de Roma: todos ellos son llamados «santos», excepto uno, Liberio, que ratificó cobardemente la sentencia del emperador contra san Atanasio, y fue tenido por siglos como hereje. El título de «santo» no parece representar para todos ellos nada «personal», como en nuestros procesos de canonización (muy posteriores), sino solo la exigencia fundamental del cargo, tal como en la actualidad nos referimos al papa llamándolo «Su Santidad», sin que ello signifique ningún reconocimiento de santidad personal.
J. Mathieu-Rosay: «Los papas», Rialp, 1990, pág. 26 ; L. Hertling, «Historia de la Iglesia», Herder, 1989, cap I. Butler-Guinea, México, 1964, t. IV, pág. 208.