Félix nació en Cantalicio, cerca de Citta Ducale, en la Apulia. Sus padres eran campesinos, muy piadosos. Tan bien supieron educarle, que sus compañeros de juegos, cuando le veían acercarse, gritaban: «¡Ahí viene san Félix!» El santo pastoreaba las vacas desde niño, conducía a su rebaño a algún paraje tranquilo, donde pasaba largas horas en oración ante una cruz que había grabado en el tronco de un árbol. A los doce años entró a trabajar en la casa de un rico propietario de Citta Ducale, llamado Marco Tulio Pichi o Picarelli, quien le empleó primero como pastor y después como cultivador. Era todavía muy joven cuando aprendió a meditar durante el trabajo y pronto alcanzó un alto grado de contemplación. Tanto en Dios como en las criaturas que le rodeaban y aun en sí mismo, encontraba abundante materia de meditación. Más tarde, un religioso le preguntó cómo podía vivir en la presencia de Dios en medio del trabajo y de las ocasiones de distracción. El santo replicó: «Todas las criaturas pueden llevarnos a Dios, con tal de que sepamos mirarlas con ojos sencillos». Su materia predilecta para la meditación era la Pasión del Señor, que no se cansaba de contemplar. Félix era tan alegre como humilde; jamás se dio por ofendido cuando alguien le injuriaba; en vez de responder groseramente, replicaba: «Voy a pedir a Dios que te haga un santo». El relato de la vida de los padres del desierto le produjo cierto deseo de seguir la vida eremítica; pero comprendió que era un género de existencia muy peligroso para él.
Todavía se hallaba en duda sobre su vocación, cuando un accidente vino a mostrarle la voluntad divina. Se hallaba un día arando un terreno con un par de bueyes nuevos, cuando su amo se acercó a él. Los animales, asustados por la presencia del propietario u otra razón, derribaron a Félix, quien trataba de contenerlos; aunque el arado le pasó por encima, el santo se levantó ileso. Para agradecer a Dios aquel milagro, Félix pidió ser admitido como hermano lego en el convento capuchino de Citta Ducale. El padre guardián, después de hablarle de la austeridad de la vida conventual, le dejó frente a un crucifijo: «Considera, le dijo, lo que el Señor sufrió por nosotros». Félix rompió a llorar, y el superior comprendió que si sentía tan intensamente la Pasión de Cristo, debía ser un alma elegida.
Félix hizo el noviciado en Antícoli. Desde los primeros meses parecía imbuido en el espíritu de su Orden, pues amaba la pobreza, la humillación y la cruz. Con frecuencia rogaba a su maestro de novicios que le redoblase las penitencias y mortificaciones y le tratase con mayor severidad que a los demás, pues sus compañeros eran, según él, más dóciles y más inclinados a la virtud. Aunque estaba persuadido de que todos eran mejores que él, sus hermanos en religión le llamaban «el santo», como lo habían hecho antaño sus compañeros de juegos. En 1545, hacia los treinta años de edad, hizo los votos solemnes. Cuatro años más tarde, fue enviado a Roma, donde durante cuarenta años, es decir, casi hasta su muerte, salió diariamente a pedir limosna para el sostenimiento de la comunidad. El oficio era muy pesado, pero san Félix se regocijaba por las humillaciones, fatigas e incomodidades que traía consigo y nada lograba distraer su pensamiento de Dios. Con la aprobación de los superiores, que tenían absoluta confianza en su discreción, ayudaba generosamente a los pobres con las limosnas que juntaba. Además, visitaba a los enfermos, a los que asistía personalmente y consolaba a los moribundos. San Felipe Neri le profesaba gran estima y gustaba de conversar con él; a manera de saludo, los dos siervos de Dios se deseaban mutuamente una participación más intensa en la Pasión de Cristo. San Carlos Borromeo envió a san Felipe Neri las reglas que había redactado para los oblatos, pidiéndole que las revisara; san Felipe se excusó de no poder hacerlo y recomendó para ello a san Félix. En vano protestó éste que jamás había hecho estudios; los superiores ordenaron que se le leyesen las reglas y que diese su opinión sobre ellas. El santo recomendó que se suprimiesen algunas disposiciones demasiado severas. San Carlos Borromeo siguió el consejo y manifestó su admiración por la prudencia que lo había dictado. San Félix se trataba a sí mismo con increíble severidad.
Siempre andaba descalzo y portaba un cilicio erizado de picos; ayunaba a pan y agua, siempre que podía hacerlo sin llamar la atención y se contentaba con los mendrugos de pan que encontraba en el fondo de su alforja. Ocultaba celosamente los dones sobrenaturales que Dios le concedía; sin embargo, algunas veces, cuando ayudaba la misa, era arrebatado en éxtasis a la vista de todos y no podía responder al sacerdote. Por todo lo que veía y le acontecía, daba gracias a Dios; tan frecuentemente pronunciaba las palabras «Deo gratias», que los pilluelos de la calle le llamaban el hermano Deogracias. Cuando Félix era ya muy anciano y achacoso, el cardenal protector de la orden, que quería mucho al santo, aconsejó a sus superiores que le relevasen de su oficio; pero Félix les rogó que le dejasen seguir pidiendo limosna, diciendo que el alma se marchita cuando el cuerpo no trabaja. Dios le llamó a Sí a los setenta y dos años de edad, después de consolarle en el lecho de muerte con una visión de la Santísima Virgen. El santo obró numerosos milagros después de su muerte y fue canonizado en 1712.
Los bolandistas publicaron en Acta Sanctorum, mayo, vol. IV, una selección muy abundante de los documentos del proceso de beatificación. El proceso comenzó poco después de la muerte del hermano Félix, cuando todavía vivían los testigos que le habían conocido y visto el ejemplo de sus virtudes. Existen múltiples biografías, pero todas se basan en los mismos materiales.
N.ETF: el Butler traía como año de canonización el 1709, pero no es correcto, el real fue 1712 (ver Etudes franciscaines, t. XXXIII, p. 108).