De origen alemán y talabartero de oficio, san Gualfardo, obedeciendo a su deseo interior de una vida toda dedicada a Dios, después de haber pasado cierto tiempo en Verona, se retiró a la soledad eremítica, como hacían tantos jóvenes medievales, en un lugar cercano al río Adigio.
A ejemplo de san Romedio, eremita del Val di Non, en el Trentino, vivió en este lugar solitario veinte años de aislamiento; después algunas barcas que navegaban en el río lo descubrieron, empujándolo a trasladarse a Verona, a la iglesia de San Pedro. Después de un cierto tiempo pasó a la iglesia de la SSma. Trinidad, fuera de los muros de la ciudad, y finalmente fue acogido caritativamente como oblato por los monjes camaldulenses de San Salvador de Corteregia, en Verona, con los cuales permaneció diez años, hasta su muerte.
Alcanzó los más altos grados de contemplación y de santidad, con la oración incesante, las vigilias nocturnas, los ayunos, las penitencias; todo eso atravesado de equilibrio, serenidad, modestia y prudencia, que reflejaban la paz consigo mismo y la unión íntima con Dios.
Un monje contemporáneo, autor de su primera «Vita», describe el fervor que san Gualfardo desplegaba en la santa conversación con los fieles y con los camaldulenses; también habla de los muchos milagros que obró, tanto en vida como luego de la muerte, que le llegó en el convento de Verona el 30 de abril de 1127.
Traducido para ETF de un artículo de Antonio Borrelli.