Se acostumbra referirse a san José Cafasso como a un santo de la Congregación Salesiana, y eso se comprende en razón de que José era amigo íntimo y director espiritual de san Juan Bosco; sin embargo, se trata de un error: san José Cafasso fue un sacerdote secular, y su existencia, noble y generosa, estuvo tan desprovista de incidentes externos, como lo están, por regla general, las vidas de los miembros del clero pastoral de la Iglesia.
Nació en el mismo lugar que fue cuna de san Juan Bosco y de otros muchos notables hombres de la Iglesia, la pequeña ciudad de Castelnuovo d'Asti, en el Piamonte. Ahí vino al mundo José, en 1811. Sus padres, Juan Cafasso y Úrsula Beltramo, eran campesinos acomodados, y José fue el tercero de cuatro hijos, de los cuales, la menor, María Ana, habría de ser la madre del canónigo José Allamano, fundador de los sacerdotes misioneros de la Consolata, de Turín. En su niñez, José era el alumno más destacado de la escuela local y siempre estaba bien dispuesto a ayudar a sus compañeros con sus lecciones: varios años más tarde, uno de sus antiguos condiscípulos le recordó que aún le debía un par de urracas vivas que había prometido dar a José por auxiliarle en una tarea de gramática. Juan, su padre, lo envió a la escuela de Chieri al cumplir los trece años y, de aquella casa de estudios pasó al seminario que acababa de abrir en la misma ciudad el arzobispo de Turín. José mantuvo su prestigio de buen estudiante y, durante el último año de los cursos, fue el prefecto del establecimiento. El año de 1833, mediante una dispensa en razón de su poca edad, recibió la ordenación sacerdotal.
Después de su ordenación, el P. José Cafasso alquiló una modestísima habitación en Turín, donde vivió con su amigo y condiscípulo Juan Allamano, a fin de proseguir sus estudios de teología. Pero no tardó en descubrir que las enseñanzas y el ambiente del seminario metropolitano y la universidad no le satisfacían; entonces buscó hasta encontrar su verdadero hogar espiritual en el instituto («convitto») adjunto a la iglesia de San Francisco de Asís, fundado pocos años antes para instruir a los sacerdotes jóvenes, por el teólogo Luigi Guala. Al cabo de tres años de estudio en aquella casa, el P. Cafasso pasó con muchos honores sus exámenes diocesanos, y el propio padre Guala le nombró lector de su instituto. Cuando el P. Guala preguntó a su auxiliar a quién convendría nombrar como lector, el secretario respondió sin titubeos: «Toma a aquel bajito...» y señaló a Cafasso. A decir verdad, lo que primero llamaba la atención en el aspecto exterior del P. José, era su corta estatura y cierta deformación causada por un encorvamiento de la espina dorsal. En cambio, las facciones de su rostro eran finas y regulares; sus ojos oscuros conservaron siempre su mirada franca y brillante; tenía el cabello negro y de su boca, generalmente iluminada por una ligera sonrisa, surgía una voz extraordinaria, llena de sonoridad y de matices. A pesar de la pequeñez y deformidad de su cuerpo, el aspecto del P. José era imponente y aun majestuoso. Con frecuencia, sus contemporáneos le comparan con san Felipe Neri y san Francisco de Sales, y por cierto que el P. José debió tomar como modelos dignos de imitar a los dos grandes santos; de él irradiaba también aquella serena alegría, aquella bondad natural que san Juan Bosco, lo mismo que otros muchos de los que le conocieron, describen como «la tranquilidad inmutable de Don José». Por lo tanto, en poco tiempo se comentaba por doquier que el Instituto de San Francisco en Turín tenía un nuevo lector que era pequeño de cuerpo pero de alma gigantesca. Su tema era la teología moral; no se contentaba con instruir sin educar: no sólo trataba de «enseñar», sino que se esforzaba por iluminar y dirigir el intelecto, a fin de iluminar y dirigir el corazón; no presentaba los conocimientos como algo abstracto, sino como una llama viva que daba luz y vida al espíritu.
Muy pronto se dio a conocer también el padre José como predicador. No recurría a la retórica, porque las palabras le fluían sin dificultad: «Jesucristo, que es la sabiduría infinita -dijo cierta vez a Don Bosco-, utilizó las palabras y el lenguaje que habían adoptado para el uso diario las gentes a quienes se dirigía. Hagamos nosotros lo mismo». En consecuencia, él no empleaba las declinaciones oscuras ni las instrucciones veladas por frases rimbombantes, sino que, para dirigirse a la multitud, tanto la de su auditorio como la de sus alumnos, recurría a las palabras y los modismos de la conversación común y corriente. El P. José figuró de manera prominente entre los hombres esforzados que acabaron con los restos del jansenismo en el norte de Italia, por el sencillo medio de alentar la esperanza y la humilde confianza en el amor y la misericordia de Dios, al tiempo que combatía enérgicamente la doctrina moral que miraba la menor falta como un pecado mortal. «Cuando estamos en el confesionario, escribió en cierta ocasión, Nuestro Señor quiere que nos mostremos amorosos y misericordiosos, quiere que seamos como otros tantos padres para todos aquellos que llegan hasta nosotros, sin tener en cuenta quiénes sean ni lo que hayan hecho. Si rechazamos a alguno, si un alma se pierde por culpa nuestra, tendremos que dar cuentas de ella; nuestras manos estarán manchadas con su sangre». Gracias a sus ideas, el padre Cafasso participó activamente en la formación de una generación de sacerdotes que estuvieron siempre prontos a luchar contra las autoridades civiles y nunca admitieron las teorías de que las relaciones entre la Iglesia y el Estado, consistían en la dominación y la intervención. Conviene señalar aquí los puntos de vista de Gioberti sobre el instituto de Turín: "Es difícil definir a un instituto como el de San Francisco. Es un colegio, un seminario, un monasterio, un capítulo, una penitenciaría, una iglesia, un estorbo (cura), una corte (curia), un tribunal, una academia, un concejo municipal, un partido político, un antro de sedición, una oficina de negocios, una comisaría, un laboratorio de casuística, una sementera de errores, escuela de ignorancia, fábrica de mentiras, red de intrigas, nido de fraudes, almacén de murmuraciones, dispensario de necedades, menudo de favores . . . " etc., etc.
El P. Guala murió en 1848, y el P. Cafasso fue elegido para sucederle como rector de la iglesia de San Francisco y el instituto anexo. Pronto se comprobó que era tan buen superior como subordinado. Su puesto no era fácil, ya que estaban a su cargo unos sesenta sacerdotes jóvenes, procedentes de diversas diócesis, de educación y cultura muy variadas y, cuestión muy importante en aquella época y en aquel lugar, de opiniones políticas muy diferentes. Pero el padre Cafasso formó con ellos un cuerpo, con un solo corazón y una cabeza; y si bien es cierto que la mano firme al imponer la disciplina estricta hizo buena parte de la obra, la santidad y la inteligencia del nuevo rector hicieron mucho más. El amor con que cuidaba a los jóvenes sacerdotes y a los curitas inexpertos, así como su insistencia en señalarles al espíritu mundano como su mayor enemigo, tuvieron una influencia enorme sobre todo el clero del Piamonte; y por cierto que su solicitud no se limitaba a ellos, puesto que los religiosos y religiosas de otras comarcas, lo mismo que los laicos, especialmente los jóvenes, acudían a consultarle y compartían su interés y su solicitud. Dada su extraordinaria intuición para tratar con sus penitentes, las gentes de todas las clases sociales, clérigos y laicos por igual, acudían en tropel a su confesionario; el archidiácono de Ivrea, Mons. Fracesco Favero, figuró entre los que dieron testimonio personal sobre los poderes para curar los espíritus abatidos que poseía el padre Cafasso.
Sus actividades, en las prédicas y el ejercicio de su ministerio para todos por igual, o en la dirección y educación de los jóvenes clérigos, no se circunscribían a la iglesia y el instituto de San Francisco, sino que alcanzaban lugares muy distantes, como el santuario de San Ignacio, en las remotas colinas de Lanzo, donde era muy bien conocido y apreciado. Cuando fue suprimida la Compañía de Jesús, aquel santuario quedó a cargo de la arquidiócesis de Turín, y el padre Luigi Guala fue nombrado su administrador, puesto que desempeñó hasta el día de su muerte, cuando el padre Cafasso le substituyó. Ahí continuó su trabajo de predicar y organizar retiros para clérigos y laicos, además de ampliar el edificio para acomodar a los peregrinos y terminar la carretera que el padre Guala había comenzado. Pero entre las muy diversas actividades del sacerdote, ninguna llamaba tanto la atención del público en general, como su solicitud por los prisioneros y condenados a muerte. En aquellos días, las prisiones de Turín eran unos establecimientos espantosos en donde los reclusos vivían apiñados en inmundas salas comunes, en condiciones infrahumanas que, a fin de cuentas, los degradaban más todavía. Aquel estado de cosas era un desafío para el amor del padre José por su prójimo, y él lo aceptó con los brazos abiertos. El más famoso de sus conversos entre aquel conjunto de representantes de la hez de la sociedad, fue un tal Pietro Mottino, desertor del ejército, que llegó a ser el jefe de una banda de malhechores muy famosa por sus fechorías. En Turín, las ejecuciones se hacían en público, y siempre hubo testigos que vieron cómo el padre Cafasso acompañó a más de sesenta hombres hasta el cadalso, donde todos ellos murieron arrepentidos y consolados; a los sesenta, el P. José los llamaba sus «santos ahorcados» y, a cada uno, a la hora de su muerte, le pidió que rogara a Dios por él. Entre los ejecutados figuraba el general Jerónimo Ramorino, quien había sido ordenanza de Napoleón I y después un soldado revolucionario de fortuna en España, Polonia e Italia; se le había condenado a muerte por desobedecer órdenes durante la batalla de Mortara y, cuando el sacerdote le invitó a que se confesara, la víspera de su ejecución, repuso orgullosamente: «Las condiciones de mi alma no son tan malas como para verme en la necesidad de pasar por semejante humillación». Pero el padre José no le hizo caso, permaneció con él toda la noche y, al día siguiente, después de haberle confesado y dado la comunión, le acompañó a la horca para verle morir como un buen cristiano.
Juan Bosco y José Cafasso se encontraron por primera vez un domingo del otoño de 1827, cuando aquél era un chiquillo vivaracho y éste un joven sacerdote. «¡Lo vi y hablé con él!», anunció orgullosamente Juan al llegar a casa. «¿A quién viste?», le preguntó su madre. «A José Cafasso. Y yo te digo que es un santo, mamá». Catorce años después, Don Bosco celebró su primera misa en la iglesia de San Francisco, en Turín y, posteriormente, ingresó al instituto para estudiar bajo la dirección del padre Cafasso y colaborar con él en muchas de sus tareas, sobre todo en la educación religiosa de los niños. Fue el padre José quien acabó por convencer al padre Juan de que su vocación era la de trabajar para los niños. Por eso fue que un salesiano, el padre Juan Cagliero, escribió: «Amamos y veneramos a nuestro querido padre y fundador, Don Bosco, pero no amamos menos a José Cafasso, puesto que fue el maestro, consejero, guía espiritual y director material de las empresas de Don Bosco, durante más de veinte años. Yo me atrevería a decir que la bondad, las obras y la sabiduría de Don Bosco, son la gloria de José Cafasso. Por él, Don Bosco se estableció en Turín; por medio de él, comenzaron a reunirse los niños en el primer oratorio salesiano; la obediencia, el amor y la sabiduría que él impartió, dieron luego frutos en cientos de miles de jovencitos de Europa, Asia, África y América, donde ahora reciben una buena educación para vivir como se debe en la Iglesia de Dios y en la sociedad humana». Tampoco fue Don Bosco el único que recibió tan grandes beneficios. En José Cafasso encontraron inspiración y aliento, ayuda y dirección, la marquesa Julietta Falletti di Barolo, fundadora de una docena de instituciones de caridad; el padre Juan Cocchi, quien dedicó su vida al establecimiento de un colegio para artesanos y otras buenas obras, en Turín; Domenico Sartoris, iniciador de la institución de las Hijas de Santa Clara, y Pedro Merla, quien se ocupó de los niños delincuentes; los fundadores de las Hermanas de la Natividad y las Hijas de San José, Francesco Bono y Clemente Marchiso, respectivamente; Lorenzo Prinotti, creador de un instituto para los sordomudos; Gaspar Saccarelli, fundador y organizador de un colegio para niñas pobres. Puede decirse que todos estos contribuyeron también a la gloria de José Cafasso.
En la primavera de 1860, el padre José pronosticó que su muerte ocurriría dentro del año siguiente. En seguida empezó a redactar su testamento espiritual, en el que amplió los medios para prepararse a bien morir que tantas veces había expuesto en los retiros, en la iglesia de San Ignacio: una vida virtuosa y recta, despego del mundo y amor por Cristo crucificado. En el testamento agregó una cláusula para disponer de sus bienes y propiedades, que dejó en legado al rector de la Pequeña Casa de la Divina Providencia de Turín, fundada por san José Cottolengo. Entre los otros beneficiarios estaba san Juan Bosco, quien recibió una suma de dinero, terrenos y edificios contiguos al Oratorio Salesiano de Turín. Por aquel entonces, Don Bosco trataba de allanar sus dificultades con el gobernador del Piamonte, contrariedades éstas que preocupaban profundamente al padre Cafasso y llegaron a afectar su salud. El 11 de junio, agotado y enfermo, se levantó del confesionario para meterse en la cama. Se le diagnosticó una pulmonía y, a consecuencias de ella, murió el sábado 23 de junio de 1860, a la hora del Ángelus matinal. Una multitud inmensa asistió a sus funerales en la iglesia de San Francisco y en la iglesia parroquial de los Santos Mártires, donde san Juan Bosco predicó la oración fúnebre. Treinta y cinco años después, el tribunal diocesano de Turín introdujo la causa del padre José Cafasso que fue canonizado por SS Pío XII en 1947.
He aquí el caso en que la vida de un santo fue escrita por otro santo: Biografía del Sacerdote Giuseppe Cafasso, por Don Bosco; sin embargo, la clásica biografía es la Vita del Ven. G. Cafasso en dos volúmenes, de Luigi Nicolis di Robilant. Resulta muy conveniente para uso ordinario la obra del cardenal Salotti, La Perla del Clero Italiano (1947). Asimismo hay otra biografía del canónigo Colombero Vita del Servo di Dio Don Giuseppe Cafasso. Véanse también los libros sobre San Juan Bosco.