La historia de la vida de san José, dice Butler, no ha sido escrita por los hombres, sino que sus acciones principales las relata el propio Espíritu Santo por medio de los Evangelios. Lo que de él se dice allí es tan conocido, que apenas necesita comentario: San José era de ascendencia real y su genealogía nos la dan tanto san Mateo como san Lucas. Fue el custodio del buen nombre de Nuestra Señora y por ese motivo, necesariamente confidente de los secretos celestiales; fue el padre adoptivo de Jesús, el encargado de guiar y sostener a la Sagrada Familia y el responsable, en cierto sentido, de la educación de aquel que siendo Dios, se complacía en llamarse «hijo del hombre». Fue el oficio de José el que Jesús aprendió, su modo de hablar el que el Niño habrá imitado; fue José a quien la misma Santísima Virgen pareció investir con los plenos derechos paternales, cuando dijo sin restricción alguna: «Tu padre y yo, apenados, te buscábamos». No es de admirar que el evangelista hiciera suya esta frase y nos diga, refiriéndose a los incidentes ocurridos durante la presentación del Niño en el Templo, que «Su padre y su madre estaban maravillados de las cosas que se decían de Él».
De todos modos, nuestros conocimientos positivos referentes a la vida de san José son muy limitados; a la «tradición» conservada en los evangelios apócrifos, hay que considerarla completamente inútil, por provenir de la fantasía, más que de una auténtica transmisión de hechos. Podemos suponer que se desposó con María, su prometida, de acuerdo con las ceremonias prescritas por el ritual judío, pero no se conoce claramente la naturaleza de este ceremonial, especialmente tratándose de gente humilde, y que José y María eran de esa condición se comprueba por el hecho de que durante la purificación de María en el templo sólo pudieron hacer la ofrenda de dos tórtolas. Esta misma pobreza muestra que es enteramente improbable la historia de la rivalidad de doce pretendientes a la mano de María, los que depositaron sus varas con el Sumo Sacerdote y los portentos que distinguieron de las demás, la vara de José, que fue la única en florecer. Los detalles proporcionados por el llamado «Protoevangelio», por el «Evangelio del pseudo-Mateo», por la «Historia de José, el Carpintero», etc., son, en muchos aspectos, extravagantes y contradictorios entre sí. Debemos contentarnos con los simples hechos que relatan los Evangelios de que, después de la Anunciación, cuando el embarazo de María entristeció a su esposo, sus temores fueron disipados por una visión angélica; que recibió otros avisos del mismo ángel, primero para que buscara refugio en Egipto y después, para que regresara a Palestina; que estuvo presente en Belén cuando Nuestro Señor fue recostado en el pesebre y cuando los pastores acudieron a adorarle; que también acompañaba a María cuando ésta puso al Niño en los brazos del santo Simeón y, finalmente, que compartió el dolor de su esposa por la pérdida de su Hijo en Jerusalén y su gozo cuando lo encontraron discutiendo con los doctores en el Templo. El mérito de san José se resume en la frase evangélica: «fue un varón justo». Éste es el elogio que hace de él la Sagrada Escritura, y el mayor y mejor que podemos hacer nosotros.
Aunque ahora se venera especialmente a san José con oraciones que se ofrecen para obtener la gracia de una buena muerte, este aspecto de la devoción popular al santo tardó en ser reconocido. El Rituale Romanum, publicado con autorización en 1614, a pesar de que incluye amplios y antiguos formularios para ayudar a los enfermos y moribundos, no menciona en ninguna parte, incluyendo las letanías, el nombre de san José, y sólo en tiempos recientes se ha reparado esta omisión. Lo que hace este silencio más notable, es el hecho de que la relación que se da de la muerte de san José en la «Historia de José el Carpintero», apócrifa, parece haber sido muy popular en la Iglesia oriental y que esa historia fue el verdadero punto de partida del interés por el santo. Más aún, ahí es donde encontramos el primer indicio de algo relacionado con una celebración litúrgica. El reconocimiento que ahora se le otorga a san José en el Occidente, según opinión general, se derivó de fuentes orientales, pero el asunto es muy oscuro. De cualquier modo, debe tenerse en cuenta que la «Historia de José, el Carpintero» se escribió originalmente en griego, aunque ahora sólo la conocemos por las traducciones copta y arábiga. En este documento se hace una narración muy completa de la última enfermedad de san José, de su temor a los juicios de Dios, de sus autoreproches y de los esfuerzos que hicieron Nuestro Señor y su Madre para consolarlo y facilitarle su paso a la otra vida, así como de las promesas que hizo Jesús de proteger, en la vida y en la muerte, a los que hagan el bien en nombre de José. Es fácil comprender que esas supuestas promesas debieron haber causado honda impresión en la gente sencilla; la mayoría, sin duda, creyó que incluían una garantía divina de su cumplimiento. En todas las épocas de la historia del mundo, nos encontramos parecidas extravagancias, que se desarrollan a la par de los grandes movimientos de devoción popular. Lo maravilloso es que, en casi mil años, según parece, no encontramos rasgos reconocibles ni en el Oriente ni en el Occidente, de que tales promesas hayan despertado mucho interés. El Dr. L. Stern, persona altamente autorizada que se interesó mucho por este documento, creía que el original en griego de la "Historia de José, el Carpintero" podía remontarse al siglo IV, pero esta estimación de su antigüedad, en opinión del padre Paul Peeters, es quizás excesiva.
Por lo que se refiere a Occidente, hay algunas menciones primitivas -no más atrás del siglo VIII- en martirologios del norte de Francia y Bélgica, que se extendieron luego a Iglaterra e Irlanda, llegando al catálogo de santos (Feliré) de san Oengus. Este testimonio es muy valioso, porque comprueba la presencia de los nombres de santos que él menciona en el documento que usó; pero un martirologio no es un calendario litúrgico y no nos permite concluir que tal o cual santo fuera celebrado en tal o cual fecha en un monasterio u otro. Estas alusiones primitivas fueron más bien un punto de partida para futuros acontecimientos, aunque se desarrollaron lentamente. En el primer Misal Romano impreso (1474), no se encuentra ninguna conmemoración de san José, ni aparece su nombre en el calendario. En Roma encontramos por primera vez, en 1505, una misa en honor de san José, aunque un breviario romano de 1482 le dedica una fiesta con nueve lecciones. Pero en ciertas localidades y bajo la influencia de maestros individuales, había comenzado un culto notable, mucho antes de esto. Probablemente las representaciones de autos sacramentales en los que, con frecuencia, se asignaba a san José un papel prominente, contribuyeron en parte a este resultado. El Beato Hermán, premonstratense que vivió en la segunda mitad del siglo XII, tomó el nombre de José y creía que se le había concedido la seguridad de obtener su protección especial. Parece que santa Margarita de Cortona, la beata Margarita de Cittá di Castello, santa Brígida de Suecia y san Vicente Ferrer, honraron particularmente a san José en sus devociones privadas. A principios del siglo XV, algunos escritores influyentes, como el cardenal Pedro D´Ailly, Juan Gerson y san Bernardino de Siena, abogaron calurosamente por su causa y sin duda, debido sobre todo a su influencia, antes de finalizar el mismo siglo, la fiesta de san José comenzó a celebrarse litúrgicamente en muchas partes de Europa occidental. La pretensión de que los carmelitas introdujeron la devoción del Oriente está completamente desprovista de fundamento; el nombre de san José no se menciona en ninguna parte del Ordinarium de Sibert de Beka y, aunque el primer Breviario carmelita que fue impreso (1480), reconoce su fiesta, esto parece haber sido fruto de la costumbre, ya aceptada en Bélgica, en donde se imprimió el mencionado Breviario. El capítulo carmelita celebrado en Nimes en 1498, fue el primero que autorizó formalmente este agregado al calendario de la orden. Pero de ahí en adelante, la devoción se extendió rápidamente y es indudable que el celo y el entusiasmo desplegados por la gran santa Teresa en la causa de san José produjeron una honda impresión en la Iglesia. En 1621, el Papa Gregorio XV declaró la celebración de san José fiesta de precepto y, aunque después se anuló esta obligación en Inglaterra y otras partes, no por eso ha disminuido, aún en nuestros días, el fervor y confianza de sus innumerables devotos. Testimonio elocuente de este hecho es el gran número de iglesias dedicadas en su honor y las muchas congregaciones religiosas, tanto de hombres como de mujeres, que llevan su nombre. [Por no mencionar, ya en el mundo hispano, la arraigada costumbre de utilizar para los niños -y en menor medida, en la forma de «Josefina», para las niñas- el nombre de José, costumbre que sin embargo no parece tan antigua].
Notas de ETF: he tomado el artículo del Butler, pero resumiendo en algunos aspectos los detalles excesivamente centrados en Irlanda, y corrigiendo algunas cuestiones de redacción, por lo que esta versión no coincidirá ni con la versión impresa en 1964, ni con las reproducciones de la misma (errores de escaneo incluidos) que circulan por internet; no obstante esos cambios que me parecieron imprescindibles, creo que es una de las mejores hagiografías, porque se ciñe a lo escaso verídico que poseemos, y además ayuda a comprender cómo se fue llegando tanto a la solemnidad litúrgica como a algunos aspectos de la devoción. Aunque el P. Thurston -al menos en la traducción del P. Guinea- habla de «padre adoptivo», lo correcto es «padre putativo», es decir, aquel a quien se le imputa la paternidad, que sigue siendo de otro, i.e. de Dios Padre. El uso del hipocorístico «Pepe» para los millones de José, sobre todo en España, aunque también en sus países de influencia, proviene, según se dice, del uso de escribir siempre al lado del nombre José las siglas «pp», precisamente como abreviatura de «pater putativus».
Omito la detallada bibliografía del Butler, porque se ha avanzado mucho en los últimos decenios en el conocimiento de las fuentes apócrifas, por lo que, aunque conceptualmente sigue teniendo plena validez lo que señala el artículo, hoy habría de ser apoyado en otras fuentes. Para la cuestión de las dos genealogías de Jesús, las dos por vía de José, puede leerse mi artículo de divulgación Las genealogías de Jesús; sobre este mismo tema, y en general sobre las tradiciones evangélicas referidas a José, sigue siendo la mejor fuente exegética el decisivo «El nacimiento del Mesías» de Raymond Brown.
Imágenes: la iconografía e imaginería josefinas son, a partir del Renacimiento, vastísimas; he seleccionado tres que considero particularmente bellas:
-Una rara escultura del 1250 aproximadamente, atribuida al arquitecto y escultor Arnolfo Di Cambio, «San José durmiendo», que se encuentra en la Catedral de Orvieto (Italia).
-Una de las «Sagrada Familia» de Murillo, obra de aprox. 1660, óleo sobre tela de 186 x 155 cm que se encuentra en la Basílica de San Esteban, en Budapest. ¿Quién se anima a elegir un solo Murillo entre todos los murillos? sin embargo he seleccionado ésta porque es difícil encontrar una obra donde el Niño esté en brazos de José.
-«El sueño de José», de Rembrandt, óleo sobre tela de 105 X 83 cm, de aproximadamente la época de su «Baño de Betsabé», y otras de gran profundidad del maestro holandés, es decir, de aproximadamente 1650; también se encuentra en Budapest, en el Museo de Bellas Artes.
Síntesis del artículo y notas, Abel Della Costa.