El 1º de mayo, todos lo sabemos, es desde los comienzos del siglo XX, una jornada reivindicativa de los derechos de los trabajadores, que llegó a establecerse en casi todos los países del mundo, en recuerdo de la huelga de Chicago de 1886 por la jornada laboral de 8 horas, que costó la vida a muchos trabajadores, de algunos de los cuales se conocen los datos, y de otros cientos no. Es todo un «signo de los tiempos» que esta celebración casi universal, e implantada con fuerza en todo Occidente (¡excepto, paradojicamente, en los EEUU!), no tiene ni origen religioso ni ninguna vinculación con el universo de los símbolos religiosos.
La Iglesia Católica, desde aquella primera «encíclica social» del papa León XIII, la Rerum Novarum, de 1891, trataba de comprender los nuevos tiempos; precisamente la expresión «rerum novarum» significa «de las cosas nuevas», pero no representa en el contexto de la encíclica ninguna calificación neutra, sino todo un juicio de valor, bastante negativo: «Excitado el deseo de novedades que desde hace un tiempo agita a los pueblos...» Le costaba a la Iglesia penetrar el significado de eso que estaba pasando en el mundo, que muchas veces venía de la mano del anarquismo, la violencia, y, cómo no, de fuertes sentimientos antireligiosos.
Aun proponiendo soluciones teóricas también, la acción más fuerte que la Iglesia desplegó en el siglo XX en relación al mundo del trabajo fueron las miríadas de creyentes dedicados a la atención directa de los problemas de la alfabetización, de la inserción laboral, de las viejas y nuevas pobrezas en ciudades cada vez más violentas; nuestra fe logró así salir del círculo de las teorías y abstracciones sobre el trabajo e ir hacia -con- el hombre concreto. Parte de este movimiento de «retorno» hacia el trabajador concreto fue la institución, por parte de Pío XII en un discurso del 1 de mayo de 1955 a los trabajadores, del día de san José Obrero, con el explícito deseo de cristianizar una fecha que había nacido al margen de la religión cristiana, pero que en su aspiración profunda de dignificación del trabajo humano la Iglesia podía sentir como propia:
«Aquí, en este día 1 de mayo, que el mundo del trabajo se ha adjudicado como fiesta propia, Nos, Vicario de Jesucristo, queremos afirmar de nuevo solemnemente este deber y compromiso, con la atención de que todos reconozcan la dignidad del trabajo y que ella inspire la vida social y las leyes fundadas sobre la equitativa repartición de derechos y de deberes.
Tomado en este sentido por los obreros cristianos el 1 de mayo, recibiendo así, en cierto modo, su consagración cristiana, lejos de ser fomento de discordias, de odios y de violencias, es y será una invitación constante a la sociedad moderna a completar lo que aun falta a la paz social. Fiesta cristiana, por tanto, es decir, día de júbilo para el triunfo concreto y progresivo de los ideales cristianos de la gran familia del trabajo.
A fin de que os quede grabado este significado nos place anunciaros nuestra determinación de instituir, como de hecho lo hacemos, la fiesta litúrgica de San José Obrero, señalando para ella precisamente el día uno de mayo ¿Os agrada, amados obreros, este nuestro don? Estamos seguros que sí, porque el humilde obrero de Nazaret no solo encarna, delante de Dios y de la Iglesia, la dignidad del obrero manual, sino que es también el próvido guardián de vosotros y de vuestras familias» (Pío XII, discurso de institución de la fiesta de San José Obrero, 1955)
Si bien tiene también ese valor añadido, no se trata en esta fecha de recordar los humildes orígenes de Jesús, cuanto de meditar sobre una relación, la del hombre y el trabajo, que no es secundaria ni accesoria, sino esencial al desarrollo de nuestro ser. Frecuentemente cuando se habla del trabajo se evocan las palabras del Génesis 3,19: «Con el sudor de tu rostro comerás el pan», como si la realidad del trabajo fuera enteramente la de una maldición. Sin embargo es necesario recordar que antes de eso, antes de toda caída, ya se dice en el mismo Génesis que Dios «Tomó al hombre y le dejó en el jardín de Edén, para que lo labrase y cuidase» (2,15). La vinculación hombre-trabajo excede a la fatiga, excede a la caída y a la condición de desamparo en la que nos hallamos; es una vinculación de naturaleza: el hombre despliega su ser por el trabajo, y por tanto no hay ser humano si no hay actividad transformadora y creadora.
Muy atinadamente el elogio de san José Obrero del día de hoy dirá que José «inició al Hijo de Dios en los trabajos de los hombres», no sólo en un oficio concreto que presumiblemente fue el medio de subsistencia de Jesús hasta el inicio de su vida pública, sino en la laboriosidad esencial que nos compete como hombres, ya que -lo señala en nobles palabras el Concilio Vaticano II- «las victorias del hombre son signo de la grandeza de Dios y consecuencia de su inefable designio» (Gaudium et Spes, 34).
Bibliografía: lamentablemente no está en línea en el sitio del Vaticano, en la sección de documentos de SS Pío XII, la proclamación del 1 de mayo como día de san José Obrero, el fragmento citado lo extraje de Año Cristiano, pero todo el discurso del Papa es de esa misma gran sensibilidad (puede leerse aquí en italiano). Sí, en cambio, puede leerse el elogio de san José (donde se menciona el discurso de Pío XII) por parte de Juan XXIII en la Carta Apostólica «Le voci». Un hermoso texto para meditar sobre el trabajo humano y su valorización cristiana es la segunda lectura del Oficio de Lecturas del día, que cita dos parágrafos de la Gaudium et Spes, de donde proviene la cita que hice en el presente artículo.
El cuadro es «José con el niño Jesús en el trabajo», de Georges de la Tour, 1645, en el Museo del Louvre.