«Si no llego a santo mientras soy joven -había dicho Juan Berchmans- nunca llegaré a serlo». Murió cuando tenía veintidós años y fue un santo, uno de los tres santos jóvenes de la Compañía de Jesús. Se distinguió de los otros dos, san Luis Gonzaga y san Estanislao de Kostka, por sus orígenes, ya que éstos pertenecían a la aristocracia, mientras que Juan era el hijo mayor de un zapatero, un modesto artesano de la ciudad de Diest, en Brabante. Ahí vino al mundo Juan, en 1599, en la trastienda del taller de su padre que, según rezaba el rótulo colgado sobre la puerta, se llamaba «La Luna Grande y la Luna Chica». El chiquillo aprendió las primeras letras con un maestro laico y quedó después en manos del padre Peter Emmerich, canónigo premonstratense de la abadía de Tongerloo quien, además de enseñar al niño el latín y los elementos de las ciencias, lo llevaba consigo en sus visitas a los santuarios y a los sacerdotes de los alrededores. Aquellos contactos desarrollaron en Juan la tendencia a la soledad, o bien a buscar la compañía de los mayores y no la de los chicos de su edad, pero no por eso se puede decir que se aislase de éstos, ya que participaba gustosamente en sus juegos y, sobre todo, en las representaciones teatrales que organizaban los muchachos, y aun llegó a distinguirse en el desempeño del papel del profeta Daniel, particularmente en la escena donde defendía a Susana de las acusaciones de los ancianos. Por aquel entonces, había cumplido los trece años, los negocios de su padre prosperaban y éste creyó conveniente sacar a Juan de la escuela para ponerlo a trabajar y para que aprendiese el oficio. El muchacho, que ya tenía pensado dedicarse al sacerdocio, protestó con tanta energía que, a fin de cuentas, el zapatero accedió a dejarle partir a Malinas para servir como criado en la casa de uno de los canónigos de la catedral, el padre Juan Froymont y asistir, al mismo tiempo, a las clases del seminario archiepiscopal.
El canónigo secular Froymont era un hombre muy distinto al canónigo regular Emmerich y en su compañía, el joven Juan iba a cazar patos en vez de visitar santuarios. El trabajo principal de Juan en la casa del canónigo era el de disponer la comida y servir la mesa, pero también se le confió la educación de los perros para que aprendieran a recuperar las piezas cobradas por el padre Froymont. En el año de 1615, los jesuitas abrieron un colegio en Malinas, y Juan Berchmans fue uno de los primeros en sentirse atraído hacia él, «no sin provocar un gran resentimiento en el que había sido su maestro y tutor, a raíz del cual quedó establecido un distanciamiento entre ellos y nosotros», según escribió más tarde el padre De Greeff, confesor y profesor de griego de Juan. Este en su nuevo colegio se dedicó al estudio con extraordinaria aplicación, participó con entusiasmo en la representación de los dramas sacros y, con mucha frecuencia, pasada la media noche, se le encontraba arrodillado al pie de su lecho, donde le había sorprendido el sueño mientras se hallaba entregado a la plegaria. Un año después, superadas algunas objeciones por parte de su padre, ingresó en el noviciado. Una semana antes, escribió a su casa de esta manera: «Os suplico humildemente, a vos, mi respetado padre, y a vos, mi amada madre, que, en nombre de vuestro afecto paternal por mí y de mi amor filial por vosotros, vengáis aquí el miércoles por la tarde a más tardar, ya sea por la diligencia de Malinas desde Montaigu o en el coche de Esteban, para que yo pueda deciros: 'Os saludo y adiós', lo mismo que vosotros a mí, cuando entreguéis a este vuestro hijo al Señor Dios, quien me dio a vosotros».
Tal como lo esperaban todos aquellos que le conocían a fondo, Juan Berchmans fue un novicio admirable. A través de sus notas ascéticas y otros escritos de aquella época, se advierte que él se había trazado desde el principio un camino de perfección que se proponía seguir inquebrantablemente y que expresaba con su frase favorita: «Hagamos un almacén de pequeñas cosas». Sus propósitos de poner por escrito todas sus reflexiones le ejercitaron notablemente y así pudo hacer un análisis de la obra del padre Alfonso Rodríguez sobre la perfección cristiana, tan valioso que fue publicado poco después de haber sido escrito. A poco de haberse iniciado su noviciado, murió su madre (existe una conmovedora carta que Juan le escribió durante su última enfermedad) y, dieciocho meses después, su padre, el zapatero, recibió la ordenación sacerdotal y obtuvo una canonjía en su ciudad natal. El 2 de septiembre de 1618, el hermano Juan escribió a su padre, el canónigo Berchmans, para anunciarle que estaba a punto de hacer sus primeros votos y para pedirle, en una posdata, que tuviese a bien mandarle, «por intermedio de su reverencia el chantre, once aleas de tela, seis aleas de franela, tres aleas de lino y dos cueros de becerro para confeccionar mis ropas». El canónigo Berchmans murió un día antes de que su hijo hiciera sus votos, pero Juan no lo supo hasta el día en que le escribió para concertar una cita con él en Malinas, a fin de despedirse antes de partir a Roma para iniciar sus cursos de filosofía. En vísperas de emprender el viaje, escribió a sus parientes y les expresó su asombro y su disgusto por no haber tenido noticias sobre el fallecimiento de su padre; también escribió entonces a su antiguo maestro, el canónigo Froymont, para pedirle que vigilara la conducta de sus hermanos menores, Carlos y Bartolomé, «a los que tal vez no vuelva a ver en esta vida».
Juan llegó a Roma la víspera del año nuevo de 1618, después de haber hecho a pie, con un compañero, la jornada desde Amberes, en diez semanas. Inmediatamente, inició sus estudios en el Colegio Romano, bajo la dirección del padre Cepari, quien posteriormente escribió su biografía. De acuerdo con uno de los profesores, el padre Piccolomini, "Berchmans tiene mucho talento, es capaz de abarcar distintos temas al mismo tiempo y, en mi opinión, su entusiasmo y su aplicación para el trabajo rara vez habrán sido igualados y nunca superados ... No se ahorra ningún esfuerzo ni rehuye las dificultades o las fatigas para llegar a dominar los varios idiomas y materias de conocimiento que habrán de hacer de él un hombre sabio y estudioso». El padre Massucci, director espiritual de los estudiantes, declaró por su parte: «Después del bendito Luis Gonzaga, con quien yo viví en el Colegio Romano durante los últimos años de su existencia, no había conocido a un joven de vida más ejemplar, de conciencia más pura y de más alta perfección que a Juan». Sin duda que por eso, «sus hermanos le amaban y le reverenciaban como a un ángel del cielo». Durante dos años y medio, San Juan avanzó por «su caminito», sin singularizarse por los excesos de su mortificaciones. «Mi penitencia -decía- consiste en llevar la vida de la comunidad» y agregaba a manera de observación: «Me gusta ser gobernado y manejado como un niño recién nacido».
El éxito que obtuvo Juan en sus exámenes, en mayo de 1621, le valió ser elegido para sostener una tésis contra todos los que quisiesen rebatirla durante un debate público. Pero ya la tensión de los prolongados estudios durante el sofocante verano romano le afectó profundamente y, desde entonces, su salud comenzó a declinar rápidamente. El 6 de agosto se sentía enfermo, pero tomó parte activa en una discusión pública en el Colegio Griego y, al día siguiente, tuvo que ser enviado al hospital. No perdió el buen ánimo y se mostró alegre, como de costumbre (el padre Cepari afirma que siempre había una sonrisa en sus labios). Cuando tuvo que tomar un medicamento de sabor particularmente desagradable, pidió al padre enfermero, medio en broma y medio en serio, que rezara la acción de gracias por los alimentos, después de la comida y no antes y, en el mismo tono, comentó con el padre rector que tenía la esperanza de que la muerte reciente de otro jesuita, flamenco como él, en Roma, no provocase alguna fricción entre las dos provincias de la Compañía de Jesús; también cuando los médicos ordenaron que se le pusiesen compresas de vino añejo en las sienes, observó que, por gracia de Dios, una enfermedad tan costosa como la suya, no iba a durar mucho. Al cabo de cuatro días, en el hospital, el padre Cornelio a Lapide, el gran exégeta, le preguntó si tenía algo en la conciencia. Nihil omnino («Absolutamente nada»), repuso san Juan y recibió los últimos sacramentos con profunda devoción. Dos días más estuvo en estado de agonía (los médicos fueron incapaces de diagnósticar el mal que le agotó con tanta rapidez) y murió tranquilamente en la mañana del 13 de agosto de 1621.
Durante sus funerales hubo escenas conmovedoras, se atribuyeron numerosos milagros a la intercesión de Juan, y la fama de su santidad se extendió tan de prisa que, a los pocos años, el padre Bauters, S.J., escribía desde Flandes: «No obstante que murió en Roma y a pesar de que muy pocos de sus compatriotas le conocieron de vista, diez de nuestros mejores grabadores hicieron ya su retrato, y de sus originales se han sacado ya más de 24.000 copias. Eso, sin contar las obras de artistas menos diestros ni los lienzos de los grandes pintores». Sin embargo, si bien su causa se inició el mismo año de su muerte, la beatificación de san Juan Berchmans no tuvo lugar hasta el año de 1865 y su canonización en el de 1888.
La contribución más valiosa de que tengamos conocimiento sobre san Juan Berchmans, es la biografía escrita por A. Poncelet e impresa en Analecta Bollandiana, vol. XXXIV (1921), pp. 1 -227. Ahí mismo se discute la cuestión de las distintas fuentes de información y se hacen observaciones sobre los trabajos de sus biógrafos más acreditados. Entre éstos se menciona especialmente al padre V. Cepari (1627), a L. J. M. Cros (1894), a H. P. Vanderspecten (1886) y a N. Angelini (1888) . El artículo de Fr. Poncelet, incluye también copias de algunos documentos y cartas inéditos.