En la ciudad de Fontecouverte, de la diócesis de Narbona, nació Juan Francisco Regis, en el año de 1597, de una familia que acababa de salir de la clase burguesa para colocarse en las filas de los pequeños terratenientes. Desde pequeño recibió instrucción en el colegio de los jesuitas de Béziers y, en 1615, solicitó su admisión en la Compañía de Jesús. Desde el momento en que se le permitió iniciar su noviciado, su conducta fue ejemplar: era tan evidente la severidad para consigo mismo y su misericordia hacia los demás que, aI hablar de él, decían sus compañeros que se rebajaba a lo máximo, pero canonizaba a cualquiera. Al terminar su primer año de noviciado, siguió los cursos de retórica y filosofía en Cahors y Tournon. Mientras estuvo en Tournon, cada domingo acompañaba al sacerdote que iba a oficiar en la aldea de Andance y, mientras éste oía las confesiones, Juan Francisco se dedicaba a enseñar el catecismo; lo hacía con tanta eficacia, que muy pronto se ganó los corazones de los niños y de sus mayores. Por aquel entonces, no tenía más de veintidós años. En 1628, se le envió a Toulouse para iniciar su curso de teología. El compañero que compartía su habitación, informó al superior que Regis pasaba la mayor parte de la noche en oración en la capilla; la respuesta que recibió fue profética: «Cuídate de perturbar sus devociones -dijo el padre Franrcois Tarbes-; no pongas obstáculos a su comunicación con Dios. Es un santo y, si no me equivoco, algún día la Compañía celebrará una fiesta en su honor». En 1631 recibió las órdenes sacerdotales y, el domingo de la Trinidad, 15 de junio, celebró su primera misa. Ya desde antes, sus superiores le habían destinado al trabajo de las misiones, en el que habría de ocupar los últimos diez años de su existencia: empezó a predicar en Languedoc, prosiguió a través de Vivarais, para terminar en Velay, cuya capital era la ciudad de Le Puy. La estación veraniega la pasaba en las ciudades, pero en los meses de invierno se dedicaba a visitar las aldeas y los caseríos de la campiña. Se puede decir que el padre Juan Francisco inició su trabajo en el otoño del mismo año de 1631 al predicar una misión en la iglesia de los jesuitas de Montpellier. A diferencia del estilo retórico en boga por entonces, sus sermones eran sencillos, directos, incluso vulgares, pero tan elocuentemente expresivos del fervor que ardía dentro de él, que conmovían y atraían a las multitudes formadas por representantes de todas las clases sociales. Se dirigía particularmente a los pobres; solía decir que entre los ricos nunca faltan penitentes. Se dedicaba en cuerpo y alma a sus humildes protegidos, ofreciéndoles todos los consuelos que pudiera procurarles y, cuando se le advertía que sus exagerados afanes le estaban poniendo en ridículo, respondía: «Tanto mejor. Se nos bendecirá doblemente si consolamos a un hermano pobre a expensas de nuestra dignidad».
Pasaba las mañanas en el confesionario, en el altar y en el púlpito; las tardes las dedicaba a visitar cárceles y hospitales. Con frecuencia estaba tan ocupado en estos menesteres, que se olvidaba de comer. Antes de partir de Montpellier, ya había convertido a numerosos hugonotes y católicos indiferentes, había formado una comisión de damas para atender a los presos y había rescatado a innumerables mujeres de la vida de pecado. A los que criticaban sus métodos y señalaban que rarísima vez era sincero el arrepentimiento de semejantes mujeres, les replicaba: «Si mis esfuerzos no consiguen más que impedir una sola culpa, los daré por bien empleados». De Montpellier trasladó su centro de operaciones a Sommiéres desde donde penetró hasta los sitios más recónditos y se ganó la confianza de las gentes al charlar con ellas y al instruirlas en el «patois» que se hablaba en la región.
Los éxitos alcanzados en Montpellier y en Sommiéres decidieron a Mons. de la Baume, obispo de Viviers, a solicitar los servicios del padre Regis y de otro sacerdote jesuita en su diócesis. Ninguna de las regiones de Francia había sufrido más a causa de las luchas civiles y religiosas como la comarca yerma y montañosa del sureste que comprendía el Vivarais y el Velay. Parecía que ahí hubiesen desaparecido por completo la ley y el orden; los habitantes, acosados por la miseria, comenzaban a recurrir a los métodos salvajes para poder comer, y los nobles acaudalados se conducían, la mayor parte de las veces, como vulgares bandidos. Los prelados se mantenían a prudente distancia y los sacerdotes negligentes habían dejado que las iglesias se deshicieran en ruinas; había parroquias enteras que estaban privadas de los sacramentos desde hacía veinte años o más. Cierto que una gran proporción de los habitantes eran calvinistas por tradición, pero casi siempre, su protestantismo no era más que un nombre; de todas maneras, la relajación de la moral y la indiferencia religiosa abarcaba a todos por igual y, entre católicos y protestantes, no había a quien escoger. Con la compañía de sus auxiliares jesuitas, el obispo de la Baume, emprendió una minuciosa gira por toda su diócesis. Infaliblemente, el padre Regis se adelantaba uno o dos días al obispo para preparar el terreno que iba a visitarse, con una especie de misión previa. Aquellas tareas fueron el preludio de un ministerio de tres años, gracias al cual pudo el padre Regis restablecer la observancia de la religión y convertir a gran número de protestantes.
Era imposible que una campaña tan vigorosa dejase de encontrar oposición y por cierto que la hubo: llegó un momento en que todos aquéllos que resentían sus actividades estuvieron a punto de triunfar con sus intrigas y calumnias para que el padre Regis fuera retirado. Él, por su parte, jamás dijo una palabra para defenderse; pero afortunadamente, el obispo abrió los ojos a tiempo y cayó en la cuenta de que los cargos formulados contra el sacerdote estaban desprovistos de fundamento. Por aquel entonces, el padre Regis hizo la primera de varias solicitudes para que le enviasen a las misiones del Canadá a predicar el Evangelio a los indios del norte de América. Sus pedidos fueron siempre inútiles, porque sin duda, sus superiores estaban contentos con el trabajo que realizaba en Francia; pero el padre Regis consideró como un castigo por sus pecados, el que no se le diese la oportunidad de conquistar la corona del martirio en las tierras de ultramar. Como compensación, extendió su misión a las regiones más salvajes y retiradas de aquel montañoso distrito, una comarca en la que ningún hombre penetraba sin estar bien armado y provisto, y donde el invierno era particularmente riguroso. En una ocasión quedó aislado durante tres semanas por un alud de nieve, sin más alimento que unos mendrugos de pan ni otro lecho que el duro suelo.
En las declaraciones que se reunieron para la canonización del santo, hay muchas descripciones muy gráficas y conmovedoras de aquellas aventuradas expediciones, escritas por los que aún podían recordarlas. «Después de la misión -afirmó el señor cura de Marlhes-, mis parroquianos habían cambiado a tal punto, que ya no era capaz de reconocerlos. Ni el frío, ni la nieve que cerraba los caminos de la montaña, ni las lluvias que hinchaban los arroyos hasta convertirlos en torrentes, pudieron detener nunca al padre Regis. Su fervor era contagioso y animaba el valor de los demás; a donde quiera que fuese, una gran muchedumbre iba tras él y otra igualmente numerosa salía a su encuentro, a pesar de los peligros y dificultades. Yo mismo le vi detenerse en mitad de un bosque para satisfacer a un puñado de campesinos que querían escucharle. También le vi permanecer de pie, todo el día, sobre un montículo de nieve, en la cumbre de una montaña, para predicar e impartir la instrucción y después pasó toda aquella noche en el confesionario». Otro de los testigos viajaba por la comarca cuando observó una procesión que serpenteaba por el sinuoso camino de la montaña. «Es el santo -le informó un hombre del lugar-; toda la gente le sigue». Cuando el testigo llegó a la ciudad de Saint André, encontró cerrado el paso por la multitud que se apiñaba frente a la iglesia. «Aguardamos la llegada del santo que viene a predicarnos», fue la explicación que recibió el viajero. Hombres y mujeres estaban dispuestos a caminar diez, doce y más leguas para buscarle, puesto que tenían la seguridad de que, por muy tarde que llegasen, el padre Regis los atendería con la amabilidad de siempre. Él, por su parte, solía emprender la marcha a las tres de la madrugada, con unas cuantas manzanas en la alforja, para visitar un remoto caserío. Nunca dejó de cumplir con una cita. En cierta ocasión, cayó accidentalmente y se rompió una pierna; pero eso no fue obstáculo para que se alzase del lecho y, con el apoyo de un báculo y el hombro de su compañero, caminara hasta el sitio distante donde tenía una cita para oír confesiones. Al término de la jornada, accedió a que le examinaran los médicos y éstos constataron, asombrados, que la pierna estaba completamente sana.
Los últimos cuatro años en la vida del santo, transcurrieron en Velay. Durante todo el verano trabajó en Le Puy, donde la iglesia de los jesuitas resultó pequeña para contener a congregaciones que, a veces, eran de cuatro mil y cinco mil personas. Su influencia alcanzó a todas las clases sociales y produjo una reavivación espiritual efectiva y perdurable. Estableció y organizó un servicio social muy completo que contaba con visitadores a las prisiones, enfermeras para los hospitales y administradoras de la ayuda a los pobres, extraídas de entre aquellas pobres mujeres a quienes rescató de la mala vida. Precisamente esta empresa le acarreó múltiples dificultades. Algunos hombres perversos del lugar, privados de aquellas mujeres fáciles, descargaron su rencor sobre el padre Regis y le atacaron por todos los medios posibles, sobre todo por medio de las calumnias y la difamación, hasta el extremo de que muchos de los mismos fieles que le conocían, llegaron a poner en tela de juicio su prudencia. Durante algún tiempo, sus actividades fueron estrechamente vigiladas por un escrupuloso superior; pero el padre Regis no hizo el menor intento para justificarse. Dios, que se complace en levantar a los humildes, manifestó su aprobación por los trabajos de su siervo, al otorgarle el poder de obrar milagros. Con la imposición de su mano realizó numerosas curaciones, incluso devolvió la vista a un niño y a un hombre que había estado completamente ciego durante nueve años. Durante una época de escasez, cuando las gentes acudían en tropel a los graneros del padre Regis en demanda de ayuda, hubo tres ocasiones en que la reserva de grano quedó milagrosamente renovada, para asombro de las buenas mujeres que estaban a cargo del almacén.
Los trabajos de la misión continuaron hasta el otoño de 1640, cuando el padre Juan Francisco pareció caer en la cuenta de que sus días estaban contados. Hacia fines del Adviento, tuvo que hacer un viaje a la región de La Louvesc. Antes de emprender la marcha, hizo un retiro de tres días en el colegio de Le Puy y liquidó algunas deudas pequeñas. En vísperas de su partida, sus compañeros le invitaron a permanecer con ellos hasta la época de la renovación de votos, a mediados del año, pero el padre Regis se rehusó. «El Maestro no quiere que sea así», respondió a los ruegos. «Su voluntad es que yo parta mañana; no regresaré para la renovación de los votos; pero mi compañero sí vendrá». Partieron los dos con un tiempo tormentoso; la tempestad les hizo perder el rumbo y los sorprendió la noche en medio del bosque. Buscaron refugio en una casa destruida y abierta a los cuatro vientos. Aquella noche, el padre Regis, completamente exhausto, contrajo una pulmonía. Sin embargo, al día siguiente hizo un esfuerzo sobrehumano y llegó hasta La Louvesc, donde inició su misión. Pronunció tres sermones el día de la Navidad y otros tres en la fiesta de san Esteban; el resto del tiempo lo pasó en el tribunal de la penitencia. Después de su último sermón, cuando se disponía a entrar al confesionario, sufrió dos desvanecimientos. Se le transportó a la casa del párroco y se comprobó que estaba agonizante. El 31 de diciembre, estuvo mirando fijamente al crucifijo durante todo el día; al caer la tarde, abrió la boca para exclamar súbitamente: «¡Hermano! ¡Veo a Nuestro Señor y a Su Madre que abren el Cielo para mí!». Calló unos instantes y luego murmuró las palabras: «En Tus manos encomiendo mi espíritu ...» y expiró. Tenía cuarenta y tres años de edad. Sus restos siguen sepultados hasta hoy en La Louvesc, donde murió, y cada año visitan su tumba unos cincuenta mil peregrinos procedentes de todas las partes de Francia. Fue durante una peregrinación a La Louvesc, cuando san Juan María Vianney, el Santo Cura de Ars, se sintió movido por el ejemplo de san Juan Francisco Regis y decidió realizar su vocación al sacerdocio.
Hay numerosas y excelentes biografías de san Juan Francisco Regis (que fue canonizado en 1737), especialmente en francés. La que escribió C. de la Broüe, publicada diez años después de la muerte del santo, tiene un encanto particular, pero se encontrarán más detalles y datos históricos en las obras modernas, sobre todo en las de Curley y de L. J. M. Cros.