Aproximadamente la mitad de la población de Etiopía es cristiana, la otra mitad está compuesta de mahometanos, judíos y gentiles. Los sirios y los egipcios evangelizaron Etiopía en el siglo IV; desde entonces, la Iglesia etíope ha dependido en cierta medida del patriarca copto de Alejandría. Por ello, cuando los egipcios y los sirios se adhirieron al cisma monofisita, después del año 451, los etíopes los siguieron por ese camino. Durante muchos siglos, la Iglesia de Etiopía fue la más aislada y abandonada de las Iglesias cristianas. Sin embargo, en el siglo XVI, hubo muchas expediciones comerciales y militares portuguesas al Mar Rojo; gracias a ese contacto, el negus (emperador) etíope Susneyos, entró en comunión con la Iglesia católica en el siglo XVII. Desgraciadamente, Susneyos echó a perder ese gran movimiento con los métodos que empleó para imponer el catolicismo a sus súbditos. Por otra parte, los misioneros de la Compañía de Jesús, en vez de oponerse a tales métodos, no hicieron más que complicar la situación con su estrechez e intransigencia. El resultado de ello fue la violenta persecución que estalló en 1632. Durante dos siglos estuvo prohibida a los sacerdotes católicos la entrada en Etiopía. Los pocos que consiguieron introducirse, lo pagaron con su vida, como por ejemplo, los dos beatos capuchinos, Agatángelo y Casiano. En el siglo XIX la situación mejoró un tanto. En 1839, los exploradores Arnoldo y Antonio d'Ahbadie d'Arrast, emplearon su influencia para obtener la fundación de una misión católica en Adua. Dicha misión fue confiada a la Congregación de las Misiones, fundada por san Vicente de Paul, por lo que se conoce a sus miembros con el nombre de vicentinos, aunque más comúnmente se les llama lazaristas, porque ocupaban en París el colegio de San Lázaro. El primer prefecto y vicario apostólico de la misión fue Justino de Jacobis.
Había nacido en 1800 en San Fele, de la Basilicata; fue el séptimo de catorce hermanos. Cuando era todavía pequeño, la familia se trasladó a Nápoles. Su madre, una mujer muy devota, influyó sin duda con su ejemplo en la vocación de Justino, quien ingresó en la Congregación de las Misiones a los dieciocho años. Uno de sus compañeros de seminario, que con el tiempo llegaría a ser arzobispo de Esmirna, dejó testimonio de la virtud de Justino y de la alta estima que le profesaban cuantos le conocieron en aquella época: era «amado de Dios y de los hombres». Después de su ordenación, Justino trabajó incansablemente como predicador y confesor, sobre todo, con la gente pobre del campo. Fue elegido para colaborar en la fundación de una casa de su congregación en Monópoli. Algunos años más tarde, se le nombró superior de la residencia de Lecce, tras de haber sufrido un trato muy injusto de parte del superior de Monópoli. Existen pruebas de que, ya entonces, el P. de Jacohis recibía gracias extraordinarias de Dios. Durante su breve estancia en Nápoles, se entregó con valor y energía a atender a las víctimas de una epidemia de cólera. «Todos le querían», dijo de él un contemporáneo. Al ser nombrado superior de la nueva misión de Etiopía, un periódico napolitano publicó un artículo en que se decía: «El P. de Jacobis es uno de esos hombres evangélicos que saben elevar lo natural a la altura de lo sobrenatural y atraer hacia Jesucristo lo mismo a los sabios y eruditos que a los ignorantes y sencillos.»
El P. de Jacobis llegó a Etiopía en septiembre de 1839, con otros dos sacerdotes. Estos se establecieron en Gondar, capital de Amharic, y san Justino en Adua, capital de Tigrai. Ubia, el gobernador del distrito, acogió bien al sacerdote, pero el clero y el pueblo, que no habían olvidado aún los acontecimientos del siglo XVI, odiaban hasta el nombre de católico. Durante dos años, el P. de Jacobis se dedicó a aprender los dialectos y costumbres de la región y a desvanecer los prejuicios, con su humildad y bondad. En 1810, tuvo la primera reunión con algunos sacerdotes cismáticos, a quienes habló con hermosa sencillez, diciéndoles que había ido a ellos como amigo y servidor, movido por el amor y con el deseo de ayudarlos. Sus palabras produjeron profunda impresión. Pero los obstáculos que se oponían al trabajo del P. de Jacobis eran enormes (el respeto humano y la corrupción de costumbres no eran los menores), y las conversiones al catolicismo fueron muy escasas.
Por entonces, los notables de Etiopía se preparaban a enviar una embajada a Egipto para pedir al patriarca copto de Alejandría que nombrase primado (abuna) de la Iglesia etíope a uno de sus monjes según la costumbre. La única sede episcopal del país había estado vacante durante doce años. Los notables rogaron al P. de Jacobis que acompañase a los embajadores, con la esperanza de que la presencia de un europeo distinguido produjese buena impresión en el patriarca egipcio. La proposición suscitó ciertos escrúpulos en el P. de Jacobis: ¿Podía un sacerdote católico participar casi oficialmente en una embajada de esa naturaleza? Finalmente se decidió a aceptar, con la condición de que Ubia le diese una carta para el patriarca en la que le exhortase a la unión con la Iglesia católica y que la embajada fuese después a Roma a entrevistarse oficialmente con el Papa. Los notables aceptaron las condiciones del santo y la embajada partió a principios de 1841; los principales miembros, además del P. de Jacobis, eran un ministro de Estado, un sacerdote, un monje de la Iglesia de Etiopía y un secretario. El monje era Abbu Gabra Mikael, quien había de morir mártir de la unidad y alcanzaría el honor de los altares trece años antes que el P. Justino.
Al principio los embajadores más bien ignoraban al P. Justino, a quien consideraban como extranjero y hereje. Pero el santo los fue ganando poco a poco con su cortesía y amabilidad, y el testimonio del secretario principal demuestra que en El Cairo le comparaban ya favorablemente con el mismo patriarca copto. Dicho prelado se negó abiertamente y con rudeza a entrar en tratos con la Santa Sede y amenazó a los legados con la excomunión si no expulsaban de la embajada al P. de Jacobis. Además, el patrirca presidió una elección que elevó fraudulentamente a la sede episcopal de Etiopía a un monje joven e ignorante, que ni siquiera tenía la edad canónica. El monje tomó en su consagración el nombre de Salama; pronto volveremos a encontrarle. Entre tanto, parecía que el viaje a Roma no podría llevarse a cabo; sin embargo, Gabra Mikael y algunos otros legados, desafiando la cólera del patriarca, acompañaron a san Justino a la Ciudad Eterna. El Papa Gregorio XVI los acogió cordialmente. El día de la Asunción, asistieron a misa en la basílica de San Pedro y partieron de Roma vivamente impresionados. Sólo uno de los embajadores manifestó su repudio por el cisma, cuando la comitiva estuvo de regreso en Jerusalén, pero el P. de Jacobis sembraba ya la buena semilla. Por entonces escribió: «La visita a Roma cambió las ideas de mis pobres etíopes; fue el mejor curso de teología que hubiesen podido recibir». Durante algún tiempo, el porvenir de la misión de Etiopía pareció aclararse, pese a todos los obstáculos de la falta de comprensión, la ignorancia y la maledicencia. Se había formado ya un núcleo de católicos indígenas, entre los que se contaban los monjes Gabra Mikael y Takla Haimanot. Antonio d'Abbadie -quien se hallaba en el distrito de Galla- a donde no había entrado todavía ningún sacerdote, escribió una carta muy optimista a Montalembert.
El P. de Jacobis, comprendiendo la necesidad de fundar un colegio para educar a la futura generación del clero indígena, escribió al superior general de la Congregación de las Misiones, diciéndole que desde hacía un año buscaba un sitio para el colegio en Massawa (población que se halla en una isla del Mar Rojo), con la intención de que sirviese de centro religioso y de sitio de refugio para los católicos en caso de persecución. Finalmente, encontró el lugar que buscaba en una propiedad del monasterio de Gunda-Gunda, algunos de cuyos miembros se habían convertido al catolicismo y querían bien al «Abba Jacob», como le llamaban. El colegio se inauguró en Guala, de Adigrat, en 1845. El personal estaba compuesto por el P. Biancheri, tres sacerdotes etíopes, dos monjes y un hermano lego italiano. También había un laico etíope que se encargaba de los alumnos. El seminario progresó tan rápidamente, que san Justino consideró que había llegado el momento de pedir a la Santa Sede que nombrase un obispo. En 1846, quedó constituido el vicariato apostólico de Galla. El primer obispo fue Monseñor Guillermo Massaia, más tarde cardenal, a quien asistían dos frailes menores capuchinos. La popularidad del «Abba Jacob» y el éxito de sus actividades no habían escapado al jefe de la Iglesia nacional, «Abuna Salama» (ciertas hagiografías se deleitan en pintar a lso perseguidores como muy malvados, eso es falso en muchos casos, epro no en éste), quien fulminó la excomunión contra todos aquéllos que «le diesen comida y bebida durante sus viajes, o aceptasen dinero de su mano». El decreto no produjo efecto alguno. Pero la llegada del primer obispo católico excitó aún más a Salama. Valiéndose de su situación política y del desorden que su propia impopularidad había provocado, desató una persecución abierta contra los católicos. Los alumnos de los colegios y los grupos de católicos fueron dispersados, el catolicismo fue proscrito, Mons. Massaia tuvo que retirarse a Adén, y el P. de Jacobis se vio acosado por los perseguidores. Subgadis, el protector de Salama, escribió a los jefes de tribus: «Dad muerte al Abba Jacob y a todos los suyos. Matar a uno solo de los que practican su religión equivale a ganar siete coronas en el cielo ...» Precisamente entonces, se transformó la prefectura de san Justino en vicariato y éste recibió la consagración episcopal, secretamente, en Massawa, de manos de Mons. Massaia, en 1848. Aunque seguía perteneciendo al rito latino, se le concedió la facultad de celebrar la misa y administrar los sacramentos, especialmente el sacramento del orden, de acuerdo con el rito etíope. El primer sacerdote que recibió la ordenación de sus manos fue el Beato Gabra Mikael, quien tenía entonces sesenta años.
No todos los que se habían reconciliado con la Iglesia permanecieron firmes durante la persecución; pero algunos murieron por la fe. A pesar de la persecución, la obra de san Justino no dejó de fructificar en algunos sitios. En 1853 había una veintena de sacerdotes etíopes y unos 5000 católicos; el Beato Gabra Mikael logró abrir de nuevo el colegio durante algún tiempo en Alitiena. Uno de los principales amigos de Mons. de Jacobis en aquella época fue un joven escocés, llamado Juan Bell, quien estaba al servicio del virrey de Beghemeder, Ras Alí. Se dice que Bell tenía la intención de hacerse católico, pero murió en una escaramuza, en 1863, antes de realizar su propósito. Los desórdenes habían comenzado cuando el comandante de las tropas del Ras Alí, Kedaref Kassa, emprendió la campaña que había de llevarle al trono de Etiopía con el título de «Negus Neghesti» (Rey de Reyes) Teodoro II. Kassa se ganó el apoyo del Abuna Salama con la promesa de desterrar a todos los sacerdotes católicos, y la persecución recrudeció. San Justino fue arrestado en Gondar y pasó varios meses en la cárcel, entre los prisioneros por delitos comunes. Después fue escoltado hasta el puesto fronterizo de Senaar, donde los perseguidores esperaban que «desaparecería» o sería víctima del fanatismo de los mahometanos. Pero los miembros de la escolta le dejaron libre, y el santo, tras de sufrir lo indecible y correr continuos peligros, llegó con vida a Halai, en la costa sur de Eritrea. Desde ahí describió a sus superiores su «casi milagrosa odisea». Por esos mismos días en que san Justino escribió su carta, moría en la prisión el Beato Gabra Mikael.
Mons. de Jacobis trató en vano de ir a reunirse con su rebaño perseguido en la provincia de Tigrai. Así pues, en los últimos años de su vida, hubo de reducir su labor apostólica a la costa del Mar Rojo. A fines de 1859, el pobierno francés envió al conde de Russel como legado extraordinario en una misión política ante Negusie, gobernador de Tigrai. La llegada del embajador produjo gran excitación entre los etíopes y, como la posición del conde se Hiciese muy difícil, Mons. de Jacobis le dio asilo en su casa de Halai. El beato procedió así por caridad, no por consideraciones políticas; sin embargo, fue arrestado cuando se preparaba a celebrar la misa y estuvo más de tres semanas prisionero en un establo. Russel le rescató en marzo de 1860. Pero la prisión, las marchas forzadas y el cambio de clima de las montañas de Halai a las llanuras de Emkullo fueron demasiado para un cuerpo gastado por veinte años de infatigable trabajo en Etiopía. El 19 de julio, el beato contrajo una fiebre. Aunque sabía que ello significaba la muerte, insistió en partir el 29 de julio hacia Halai, acompañado por el P. Delmonte, algunos monjes y una docena de estudiantes. El 31 de julio, llegaron al valle de Alghedien. Pero el anciano obispo, que ya no podía sostenerse en la silla del caballo, se tendió por tierra. Ahí recibió la extremaunción, rodeado por sus afligidos discípulos. Después se sentó, reclinado contra una roca, y les dirigió sus últimas palabras: «Pedid por mí, hijitos míos, porque estoy a punto de morir. No os olvidaré ... Me muero». Y, echándose la capa sobre el rostro, exhaló el último suspiro.
San Vicente de Paul había dicho una vez a los sacerdotes de su congregación: «Imaginad a un misionero consumido por la debilidad y el intenso trabajo, pobre como vino al mundo, sentado a la vera del camino. Imaginad que los naturales le preguntan: `Pobre sacerdote, ¿qué te ha movido a llegar a este extremo?' y que el misionero puede responder sinceramente: 'El amor'. ¿No creéis que su felicidad será maravillosa?» Justino de Jacobis realizó ese sueño de San Vicente de Paul hasta en el detalle de estar sentado en el suelo. La carta que escribió el 3 de agosto el P. Delmonte a sus superiores de Emkullo, comenzaba así: «Tengo que anunciaros la muerte de un santo». Sin embargo, la vida exterior de san Justino, por espiritual y sacrificada que haya sido, no difiere de la de otros misioneros a quienes nadie ha pensado en canonizar. La diferencia no está en lo exterior, sino en la íntima personalidad del santo. La lectura de un memorandum escrito por Mons. Massaia nos lleva a la conclusión de que la humildad era la virtud característica de Justino y no una humildad de libro de máximas o una simple modestia, sino una humildad que le convertía realmente en «uno de tantos» entre el pueblo que había ido a convertir, a pesar de que se trataba de un pueblo que no tenía nada de atractivo en la superficie. En mil ocasiones, los sacerdotes, los monjes y los notables del país, a quienes se había dicho que el santo era enviado de los arrogantes «francos» y del todavía más arrogante Papa de Roma, descubrieron admirados que el P. de Jacobis hablaba, actuaba y se consideraba realmente como siervo de los abisinios. Mons. Massaia escribió: «Dios le escogió para que fuese maestro, no sólo de palabra sino con eI ejemplo; para que fuese modelo de la perfección que puede alcanzar el hombre, en el seno de un pueblo terriblemente corrompido por el error, el orgullo, la lascivia y todos los vicios. Dios levantó a esa insigne figura de perfección humana sobre un pedestal de humildad, como una lección viviente para Etiopía y para todos los apóstoles que después de él y hasta el fin de los siglos habían de llevar adelante su obra». San Justino fue sepultado en la iglesia de Hebo, que fue ensanchada con tal ocasión. Tanto los católicos como los disidentes han visto desde entonces a esa iglesia como un santuario, y no han olvidado al «Abuna Jacob». El 14 de mayo de 1939, la Iglesia consagró oficialmente la tradición, incluyendo a Justino de Jacobis en el número de los beatos, y el 26 de octubre de 1975 fue solemnemente canonizado por SS Pablo VI.