Pocos mártires hay en la Iglesia tan famosos como san Lorenzo. Los más ilustres padres latinos celebraron sus alabanzas y, como dice san Máximo «toda la Iglesia se une para cantar al unísono, con gran gozo y devoción, el triunfo del mártir». Era Lorenzo uno de los siete diáconos de la Iglesia de Roma, cargo de gran responsabilidad, ya que consistía en el cuidado de los bienes de la Iglesia y en la distribución de limosnas a los pobres. El año 257, el emperador Valeriano publicó el edicto de persecución contra los cristianos y, al año siguiente, fue arrestado y decapitado el papa san Sixto II. San Lorenzo le siguió en el martirio cuatro días después. Esto es todo lo que sabemos de cierto sobre la vida y muerte del santo; pero la piedad cristiana ha aceptado y consagrado los detalles que nos proporcionan san Ambrosio, el poeta Prudencio y otros autores. Sin embargo, hemos de confesar que desgraciadamente existen razones de peso para dudar de la verdad histórica de hechos tan conmovedores como la forma de muerte que sufrió el santo y el reparto de los bienes de la Iglesia.
Según dichas tradiciones, cuando el papa san Sixto se dirigía al sitio de la ejecución, san Lorenzo iba junto a él y lloraba. «¿A dónde vas sin tu diácono, padre mío?», le preguntaba. El Pontífice respondió: «No pienses que te abandono, hijo mío, pues dentro de tres días me seguirás». Lorenzo se regocijó mucho al saber que Dios le llamaría pronto a Sí. Inmediatamente fue en busca de todos los pobres, viudas y huérfanos y les repartió todo el dinero que tenía; también vendió los vasos sagrados y les regaló el producto de la venta. Cuando el prefecto de Roma lo supo, se imaginó que los cristianos escondían grandes tesoros y decidió descubrirlos, pues adoraba la plata y el oro tanto como a Júpiter y a Marte. Inmediatamente mandó llamar a san Lorenzo y le dijo: «Vosotros, los cristianos, os quejáis con frecuencia de que os tratamos con crueldad. Pero hoy no se trata de suplicios; simplemente quiero hacerte unas preguntas. Me han dicho que vuestros sacerdotes emplean patenas de oro, que beben la Sangre sagrada en cálices de plata y que los cirios de los sacrificios nocturnos están en candelabros de oro. Tráeme esos tesoros, pues el emperador los necesita para mantener sus ejércitos y tu doctrina te manda dar al César lo que es del César. No creo que tu Dios mande acuñar monedas de oro, pues lo único que trajo al venir al mundo fueron palabras. Así pues, entréganos el dinero y quédate con las palabras». San Lorenzo replicó sin inmutarse: «La Iglesia es, en verdad, muy rica y todos los tesoros del emperador no igualan lo que ella posee. Te voy a mostrar los tesoros más valiosos; pero para ello necesito que me des un poco de tiempo, a fin de poner las cosas en orden y hacer el inventario». El prefecto no comprendió a qué tesoros se refería Lorenzo y, al pensar que ya tenía en sus manos las riquezas escondidas, quedó satisfecho con la respuesta del diácono y le concedió tres días de plazo.
En el intervalo, Lorenzo recorrió toda la ciudad en busca de los pobres a los que la Iglesia sostenía. Al tercer día, reunidos ya en gran números, los separó en distintas filas: los decrépitos, los ciegos, los baldados, los mutilados, los leprosos, los huérfanos, las viudas y las doncellas. En seguida, fue en busca del prefecto para invitarle a ver los tesoros de la Iglesia. El prefecto, atónito ante aquella multitud de pacientes y miserables, se volvió furioso hacia Lorenzo y le preguntó qué significaba aquello y dónde estaban los tesoros. Lorenzo respondió: «¿Por qué te enojas? Estos son los tesoros de la Iglesia». El prefecto se enfureció todavía más y exclamó: «¿Te estás burlando de mí? Sábete que nadie se burla impunemente de las insignias del poder romano. Yo sé muy bien que lo que buscas es que te condene a muerte, pues eres loco y vanidoso; pero no vas a morir tan pronto como quisieras, sino que vas a morir pedazo a pedazo». Inmediatamente mandó disponer una gran parrilla sobre el fuego para que el santo se asara lentamente. Los verdugos desnudaron a Lorenzo y le ataron sobre la parrilla, donde empezó a quemarse a fuego lento. Los cristianos vieron el rostro del mártir rodeado de un resplandor hermosísimo y respiraron el fragante perfume que despedía su cuerpo; pero los perseguidores no vieron el resplandor ni percibieron el aroma. San Agustín dice que el gran deseo que tenía san Lorenzo de unirse con Cristo le hizo olvidar los rigores de la tortura, y san Ambrosio comenta que las llamas del amor divino eran mucho más ardientes que las del fuego material, de suerte que el santo no experimentaba dolor alguno. Después de un buen rato de estar sobre las brasas, Lorenzo se volvió hacia el juez y le dijo sonriendo: «Manda que me vuelvan del otro lado, pues éste ya está bien asado». El verdugo le dio entonces la vuelta. Lorenzo dijo al fin: «La carne está a punto; ya podéis comer». En seguida oró por la ciudad de Roma, por la difusión de la fe en todo el mundo y exhaló el último suspiro.
Prudencio atribuye a la oración del santo la conversión de Roma y dice que Dios la escuchó en aquel mismo momento, porque a la vista de la heroica constancia y piedad de Lorenzo se convirtieron varios senadores. Esos distinguidos personajes transportaron sobre sus hombros el cuerpo del mártir y le dieron honrosa sepultura en la Vía Tiburtina. La muerte de san Lorenzo, comenta Prudencio, fue la muerte de la idolatría en Roma, porque desde entonces comenzó a declinar y, actualmente (es decir, cuando escribe Prudencio, hacia el 403), el cuerpo senatorial venera las tumbas de los apóstoles y de los mártires. El poeta describe la devoción y el fervor con que los romanos frecuentaban la iglesia de san Lorenzo y se encomendaban a su intercesión y hace notar que la respuesta infalible que obtenían dichas oraciones prueba el poder del mártir ante Dios. San Agustín afirma que Dios obró muchos milagros en Roma por la intercesión de san Lorenzo; san Gregorio de Tours, Fortunato y otros autores, hablan de los milagros del santo en otros sitios. San Lorenzo ha sido, desde el siglo IV, uno de los mártires más venerados y su nombre aparece en el canon de la misa. Es absolutamente cierto que fue sepultado en el cementerio de Ciriaca, en Agro Verano, sobre la Vía Tiburtina. Constantino erigió la primera capilla en el sitio que ocupa actualmente la iglesia de San Lorenzo extra muros, que es la quinta basílica patriarcal de Roma.
Las pretendidas «Actas de san Lorenzo» están llenas de confusiones y contradicciones. Además de dichas actas, existen muchos otros documentos del mismo tipo. Ver Biblioteca Hagiográfica Latina, n. 6884 y nn. 7801 y 4753. Este artículo se basa principalmente en el relato de Prudencio, que es bastante claro; cf. Ruinart, Acta Sincera. ¿Se trata simplemente de una invención poética, o representa una tradición genuina, ya sea oral o escrita? San Ambrosio (De Officiis, I, 41) y otros Padres antiguos sostenían que san Lorenzo había muerto quemado a fuego lento. P. Franchi de Cavalieri, Romische Quartalschrift, vol. XIV (1900), pp. 159-176, y Note agiografiche, vol. XV (1915), pp. 65-82; Delehaye, Analecta Bollandiana, vol. XIX (1900), pp. 452-453, y vol. LI (1933), pp. 49-58, y Comentario sobre el Martirologium Hieronymianum, pp. 431-432. Ambos autores rechazan la tradición de la parrilla; pero todavía hay otros que la defienden. Ver, por ejemplo, Leclercq en DAC, artículo Grille (vol. VI, cc. 1827-1831), y artículo Laurent (vol. VIII, cc. 1917-1947). Un ejemplo de la gran devoción que tenían los romanos a san Lorenzo son las numerosas iglesias y santuarios dedicados al santo. Véase J. P. Kirsch, Die römischen Titelkirchen in Altertum, pp. 80-84; y Huelsen, Le Chiese di Roma del Medio Evo, pp. 280-297. Cf. también Duchesne, Le sanctuaire de S. Laurent, en Mélanges d´archéologie, vol. XXXIX (1921), pp. 3-24. Ni que decir que la iconografía no es menos inmensa que los otros aspectos del culto al santo; de todo ese rico material extraemos dos ejemplos:
-La ordenación de Lorenzo, por Fra Angelico, fresco de 1447/49 en la Capilla Niccolina, en el Vaticano. Posiblemente el cáliz que está recibiendo sea el Santo Grial, ya que la tradición atribuye a Lorenzo haber sido custodio de la copa que usó Jesús en la Cena, que Pedro llevó a Roma, y se fue transmitiendo hasta que el santo diácono la entregó a un soldado español, que la llevó a Huesca, y de allí pasó a Valencia, en cuya catedral se venera en la actualidad.
-Martirio de san Lorenzo, por Jacopo Vignali (1592-1664), óleo en colección privada (reproducido en Santi e beati).