El cuarto de cinco hermanos, nació en Sevilla el 25 de febrero de 1877, en el seno de una familia humilde y profundamente religiosa. Su padre, Martín González Lara, era carpintero, mientras su madre Antonia se ocupaba del hogar. En este ambiente Manuel creció serenamente y con ilusiones, que no siempre pudo ver realizadas. Sin embargo, hubo una que sí alcanzó, y que dejaría huella en su corazón: formar parte de los famosos «seises» de la catedral de Sevilla, grupo de niños de coro que bailaban en las solemnidades del Corpus Christi y de la Inmaculada. Ya entonces su amor a la Eucaristía y a María Santísima se consolidaron.
La vivencia cristiana de su familia y el buen ejemplo de sacerdotes le llevaron a descubrir su vocación. Sin previo aviso a sus padres, se presentó al examen de ingreso al seminario. Ellos acogieron esta sorpresa del hijo con aceptación de los caminos de Dios. Manuel, consciente de la situación económica en su casa, pagó la estancia de sus años de formación trabajando como fámulo.
Finalmente llegó el esperado 21 de septiembre de 1901, fecha en la que recibió la ordenación sacerdotal de manos del beato cardenal Marcelo Spinola. En 1902 fue enviado a dar una misión en Palomares del Río, pueblo donde Dios le marcó con la gracia que determinaría su vida sacerdotal. Él mismo nos describe esta experiencia. Después de escuchar las desalentadoras perspectivas que para la misión le presentó el sacristán, nos dice: «Fuime derecho al Sagrario... y ¡qué Sagrario, Dios mío! ¡Qué esfuerzos tuvieron que hacer allí mi fe y mi valor para no salir corriendo para mi casa! Pero, no huí. Allí de rodillas... mi fe veía a un Jesús tan callado, tan paciente, tan bueno, que me miraba... que me decía mucho y me pedía más, una mirada en la que se reflejaba todo lo triste del Evangelio... La mirada de Jesucristo en esos Sagrarios es una mirada que se clava en el alma y no se olvida nunca. Vino a ser para mí como punto de partida para ver, entender y sentir todo mi ministerio sacerdotal». Esta gracia irá madurando en su corazón.
En 1905 es destinado a Huelva. Se encontró con una situación de notable indiferencia religiosa, pero su amor e ingenio abrieron caminos para reavivar pacientemente la vida cristiana. Siendo párroco de la parroquia de San Pedro y arcipreste de Huelva, se preocupó también de la situación de las familias necesitadas y de los niños, para los que fundó escuelas. Por entonces publicó el primero de sus numerosos libros: Lo que puede un cura hoy, que se convirtió en punto de referencia para los sacerdotes.
El 4 de marzo de 1910, ante un grupo de fieles colaboradoras en su actividad apostólica, derramó el gran anhelo de su corazón. Así nos lo narra: «Permitidme que, yo que invoco muchas veces la solicitud de vuestra caridad en favor de los niños pobres y de todos los pobres abandonados, invoque hoy vuestra atención y vuestra cooperación en favor del más abandonado de todos los pobres: el Santísimo Sacramento. Os pido una limosna de cariño para Jesucristo Sacramentado... os pido por el amor de María Inmaculada y por el amor de ese Corazón tan mal correspondido, que os hagáis las Marías de esos Sagrarios abandonados».
Así, con la sencillez del Evangelio, nació la «Obra para los Sagrarios-Calvarios». Obra para dar una respuesta de amor reparador al amor de Cristo en la Eucaristía, a ejemplo de María Inmaculada, el apóstol san Juan y las Marías que permanecieron fieles junto a Jesús en el Calvario.
La gran familia de la Unión Eucarística Reparadora, que se inició con la rama de laicos denominada Marías de los Sagrarios y Discípulos de san Juan, se extendió rápidamente y don Manuel abrió camino, sucesivamente a la Reparación Infantil Eucarística en el mismo año; los sacerdotes Misioneros Eucarísticos en 1918; la congregación religiosa de Misioneras Eucarísticas de Nazaret en 1921, en colaboración con su hermana María Antonia; la institución de Misioneras Auxiliares Nazarenas en 1932; y la Juventud Eucarística Reparadora en 1939.
La rápida propagación de la Obra en otras diócesis de España y América, a través de la revista «El Granito de Arena», que había fundado años atrás, le impulsó a solicitar la aprobación del Papa. Don Manuel llegó a Roma a finales de 1912, y el 28 de noviembre fue recibido en audiencia por Su Santidad Pío X, a quien fue presentado como «el apóstol de la Eucaristía». San Pío X se interesó por toda su actividad apostólica y bendijo la Obra.
Su entrega generosa y la vivencia auténtica del sacerdocio son, sin duda, el motivo de la confianza que el Papa Benedicto XV deposita en él, nombrándolo obispo auxiliar de Málaga; recibe la ordenación episcopal el 16 de enero de 1916. En 1920 fue nombrado obispo residencial de esa sede, acontecimiento que decidió celebrar dando un banquete a los niños pobres, en vez de a las autoridades; estas, junto con los sacerdotes y seminaristas, sirvieron la comida a los tres mil niños.
Como pastor de la diócesis malagueña, inició su misión tomando contacto con la grey que se le había encomendado para conocer sus necesidades. Al igual que en Huelva, potenció las escuelas y catequesis parroquiales, practicó la predicación callejera conversando con todo el que se encontraba de camino... y descubrió que la necesidad más urgente era la de sacerdotes. Este problema debía afrontarse desde la situación del seminario, la cual era lamentable. Con una confianza sin límites en la mano providente del Corazón de Jesús, emprendió la construcción de un nuevo seminario que reuniese las condiciones necesarias para formar sacerdotes sanos humana, espiritual, pastoral e intelectualmente. Sueña y proyecta «un seminario sustancialmente eucarístico. En el que la Eucaristía fuera: en el orden pedagógico, el más eficaz estímulo; en el científico, el primer maestro y la primera asignatura; en el disciplinar el más vigilante inspector; en el ascético el modelo más vivo; en el económico la gran providencia; y en el arquitectónico la piedra angular».
A sus sacerdotes, al igual que a los miembros de las diversas fundaciones que realizó, les propondrá como camino de santidad «llegar a ser hostia en unión de la Hostia consagrada», que significa «dar y darse a Dios y en favor del prójimo del modo más absoluto e irrevocable».
Manuel González no escatima esfuerzos para mejorar la situación humana y espiritual de su diócesis. Su ingente actividad hace que no pase desapercibido, y con la llegada de la República a España su situación se hace delicada. El 11 de mayo de 1931 el ataque es directo, le incendian el palacio episcopal y ha de trasladarse a Gibraltar para no poner en peligro la vida de quienes lo acogen. Desde 1932 rige su diócesis desde Madrid, y el 5 de agosto de 1935 el Papa Pío XI lo nombra obispo de Palencia, donde entregó los últimos años de su ministerio episcopal.
También hay que destacar, durante todos los años de su actividad pastoral, la fecundidad de su pluma. Con estilo ágil, lleno de gracia andaluza y de unción, transmitió el amor a la Eucaristía, introdujo en la oración, formó catequistas, guió a los sacerdotes. Entre sus libros, destacamos: El abandono de los Sagrarios acompañados, Oremos en el Sagrario como se oraba en el Evangelio, Artes para ser apóstol, La gracia en la educación, Arte y liturgia, etc. Escritos que por su gran difusión se han recopilado en la reciente edición de sus Obras Completas.
Los últimos años su salud empeora notablemente, prueba que vive de modo heroico, sin perder la sonrisa de su rostro siempre amable y acogedor, y la aceptación de los designios del Padre. El 4 de enero de 1940 entregó su alma al Señor y fue enterrado en la catedral de Palencia, donde podemos leer el epitafio que él mismo escribió: «Pido ser enterrado junto a un Sagrario, para que mis huesos, después de muerto, como mi lengua y mi pluma en vida, estén siempre diciendo a los que pasen: ¡Ahí está Jesús! ¡Ahí está! ¡No lo dejéis abandonado!».