Thierry Ruinart, el benedictino que en el siglo XVII intentó poner orden en las caóticas «actas de los mártires» que, por miles, nos había legado la tradición -muchas de ellas leyendas, relatos de edificación o simples monsergas-; desarrolló un sistema de clasificación donde ponía los relatos que con más seguridad podían considerarse testimonios auténticos del martirio en el grupo que él denominó «Acta sincera». Es verdad que la obra de los bolandistas y otros estudiosos de la hagiografía, y en especial el gran Delehaye, ya en el XX, depuró en muchísimos aspectos los métodos un tanto primitivos y acríticos de Ruinart, pero en el limitado círculo de los «Acta sincera», compuesta por apenas un centenar de actas, casi siempre validó sus conclusiones.
El mártir que nos ocupa es desconocido bajo otros aspectos, ni siquiera podemos situarlo con mayor precisión en la geografía que en la vasta "Provincia romana del Asia Menor"; sin embargo sus «Acta» recibieron de Ruinart la calificación de «sincera», genuinas. Se trata de un diálogo «oficial» entre el procónsul Óptimo y Máximo, cristiano:
El procónsul Óptimo le preguntó su nombre y condición social. El mártir respondió: «Máximo. Nací libre, pero ahora soy esclavo de Cristo.»
Óptimo: ¿En qué te ocupas?
Máximo: Soy un hombre del pueblo y vivo del comercio.
Óptimo: ¿Eres cristiano?
Máximo: Sí, aunque indigno de serlo.
Óptimo: ¿Estás al tanto de los recientes decretos de los invencibles emperadores?
Máximo: ¿Qué decretos?
Óptimo: Los que ordenan que todos los cristianos abjuren de la superstición reconozcan al verdadero y supremo príncipe y adoren a los dioses.
Máximo: Sí, conozco ese decreto del rey de este mundo y, por ello he venido a entregarme.
Óptimo: Ofrece sacrificios a los dioses.
Máximo: Yo sólo ofrezco sacrificios al Dios único, a quien me he sacrificado gozosamente desde la infancia.
Óptimo: Si ofreces sacrificios, te pondré en libertad. Si no, te condenaré a la tortura y a la muerte.
Máximo: Es lo que siempre he deseado. Si me entregué, fue precisamente para cambiar esta vida miserable por la eterna.
El procónsul mandó a los verdugos que azotasen a Máximo. Como esto no produjese ningún efecto, los verdugos le colgaron en el instrumento de tortura llamado el «potro». Pero como el mártir permaneció inconmovible, Óptimo pronunció la sentencia de muerte: «Máximo se ha negado a obedecer a la ley y a ofrecer sacrificios a la excelsa Diana: por ello, la Divina Clemencia (es decir, el emperador) le condena a ser lapidado para que su muerte sirva de escarmiento a los otros cristianos». Máximo fue apedreado fuera de la ciudad y murió mientras glorificaba y daba gracias a Dios.
Los hechos parece que ocurrieron en la persecución de Decio, hacia el 250, y quizás (pero con muy poca seguridad) en la ciudad de Lampsaco. Siempre sera difícil para nosotros comprender, no ya el "ansia de martirio" (que se ha dado en todas las épocas) sino esta autoentrega a las autoridades, que se dio con bastante profusión en los primeros siglos, y que la Iglesia prohibió luego explícitamente.
Ver el texto de las actas en Acta Sanctorum y en Ruinart, Acta sincera. En la obra de Leclercq, Les Martyrs, se encontrarán otras referencias y notas. El presente artículo está tomado en lo sustancial del Butler, 30 de abril. El cuadro no se refiere en realidad a la lapidación de Máximo, sino a la de Esteban protomártir.