En la secuencia de «profetas menores» que venimos celebrando desde fines de noviembre, damos, con Miqueas, un salto muy atrás en el tiempo: con Malaquías habíamos llegado hacia mediados del siglo V: el Templo ha sido reconstruido, pero el espíritu de Judá está débil, y el profeta alienta a cobrar nuevos ánimos. Con Miqueas, en cambio, retrocedemos tres siglos, a mediados del siglo VIII antes de Cristo; es casi la misma época que la de Isaías, e incluso comparte con Isaías algunos de sus temas, y algunos aspectos de su lenguaje.
Estos son unos pocos trazos de la situación del momento: el pueblo bíblico permanece dividido en dos desde hace siglo y medio, un Reino del Norte (Israel), con capital en Samaría, y un Reino del Sur (Judá), con capital en Jerusalén; el norte ha conservado gran parte de la tradición religiosa antigua, una religiosidad más «carismática», siempre en peligro de recaer en las burdas supercherías y el politeísmo; el sur está orgulloso de haber conservado el templo y la legitimidad de la corona de David, una jerarquía religiosa que vive al calor del templo, con el permanente peligro que esto conlleva de volverse una mera «burocracia sagrada». En la Biblia están representados los dos grupos, y hay profetas de los dos reinos, porque hasta la caída de Samaría a manos de Asiria, en el 721, la Corona del Norte sigue siendo -para la corona de David y para la religión del sur- una «hermana separada». A esa época se refiere la noticia breve del Martirologio cuando dice «en los días de Joatan, Acaz y Ezequias, reyes de Judá», esto es, aproximadamente entre el 750 y el 687. Este Miqueas referido al libro que lleva su nombre y cuya memoria celebramos no debe ser confundido con otro profeta homónimo pero que predicó en el reino del Norte un siglo antes (hacia el 860), en tiempos de Ajab de Israel y Josafat de Judá, según se narra en 1Reyes 22, y que no tiene ningún libro bíblico a su nombre ni se celebra en el Martirologio.
De Miqueas sabemos biográficamente bien poco; en el encabezado del libro no menciona, como es costumbre, el nombre de su padre, lo que hace pensar en un profeta que no pertenece a ningún linaje reconocido, no se trata de un «profeta hijo de profetas», sino más bien alguien de pueblo, de un medio rural (de Moréset, una aldea fronteriza de Judá) y alejado de las dos grandes ciudades -Jerusalén y Samaría- y de su esplendor, un hombre no dado al lenguaje ingenioso ni pulido sino franco y directo, casi rudo. Judá está atravesando, en criterios humanos, uno de sus mejores momentos: no hay grandes amenazas en el horizonte, y las guerras triunfantes dejan buenos tributos, hay una clase terrateniente sólida, una burguesía bien establecida que deja en el Templo buenos beneficios. Pero -casi es ley- por dentro Judá está podrido: el culto es puro formalismo, sólo busca cumplir con Yahvé, pero perdiendo de vista lo fundamental: el huérfano, la viuda, los pobres de Dios. Y así de directo es el mensaje de Miqueas:
«¡Ay de aquellos que meditan iniquidad, que traman maldad en sus lechos y al despuntar la mañana lo ejecutan, porque está en poder de sus manos!
Codician campos y los roban, casas, y las usurpan; hacen violencia al hombre y a su casa, al individuo y a su heredad.
[...]Escuchad esto, jefes de la casa de Jacob, y dirigentes de la casa de Israel, que abomináis el juicio y torcéis toda rectitud,
que edificáis a Sión con sangre, y a Jerusalén con maldad.
Sus jefes juzgan por soborno, sus sacerdotes enseñan por salario, sus profetas vaticinan por dinero, y se apoyan en Yahveh diciendo: '¿No está Yahveh en medio de nosotros? ¡No vendrá sobre nosotros ningún mal!'» (caps 2-3, fragmentos).
Haríamos por supuesto muy bien en leer seguido estas palabras, sobre todo nosotros, Iglesia, que nos apoyamos, como hacían los sacerdotes del Templo, en la «promesa eterna de Dios». Pero lo meditamos precisamente hoy, 21 de diciembre, no tanto por ese «mensaje ético» (¡completamente indispensable!), sino porque es uno de los libros del AT en el que los primeros cristianos leyeron con mayor claridad que en Jesús se cumplía la promesa salvadora de Dios. En especial en estos versículos, que el lector reconocerá enseguida porque están muy presentes en la liturgia de estos días:
«Mas tú, Belén Efratá, aunque eres la menor entre las familias de Judá,
de ti me ha de salir aquel que ha de dominar en Israel,
y cuyos orígenes son de antigüedad, desde los días de antaño.
Por eso él los abandonará hasta el tiempo
en que dé a luz la que ha de dar a luz.
Entonces el resto de sus hermanos volverá a los hijos de Israel.» (5,1-2).
Su escrito ocupa siete capítulos en total, cuya claridad de parte de Dios no deja escapatoria, no podemos decir «nadie me avisó cuál es la religión que quiere Dios». Pero a la vez están llenos de una misteriosa promesa de salvación, que en medio de un rebaño desconcertado y disperso anuncia el nuevo pastoreo del propio Yahvé, quien «no mantendrá su cólera por siempre pues se complace en el amor» (7,18). De Miqueas procede también ese profundísimo estribillo que cantamos el Viernes Santo, y en general el esquema de los «Improperios»:
«Pueblo mío, ¿qué te he hecho? ¿En qué te he molestado? Respóndeme.» (6,3)
Bibliografía:También para Miqueas hay una introducción breve pero útil en el prólogo a los Profetas Menores en Biblia de Jerusalén. Sigue siendo válida la seria y pertinente introducción desde el punto de vista de la crítica histórica del Comentario Bíblico «San Jerónimo», tomo I, págs 751ss. El libro de Miqueas puede leerse en la sección de Biblia de ETF en distintas versiones. Una breve introducción de pocas páginas, interesante porque está ausente lo que para cualquier comentarista cristiano es central, la mención de Belén, es el capítulo dedicado a Miqueas en el profundo libro «Los profetas» del rabino Abraham Heschel, tomo I, pág 189ss. Hay también una muy breve introducción (pero certera y didáctica, como casi todo en ese libro) en «Visión nueva de la Biblia», de Grollenberg, pág 230-233, conviene leer el contexto sobre los profetas en general.
Imagen: «Espadas en arados», basada en Miqueas 4,3, escultura en bronce de Evgeniy Vuchetich, 1959, regalada por la entonces Unión Soviética a las Naciones Unidas. Se encuentra emplazada en los jardines de la ONU, frente al East River (foto tomada de Wikipedia Commons).