Moisés «el negro», que era originario de Etiopía, fue el más pintoresco de los Padres del Desierto. En sus primeros años era criado o esclavo de un cortesano egipcio. Su amo se vio obligado a despedirle (es raro que no le haya matado, dada la barbarie de la época) a causa de la inmoralidad de su vida y de los robos que había cometido. Entonces, Moisés se hizo bandolero. Era un hombre de estatura gigantesca y de ferocidad no menos grande. Pronto organizó una banda y se convirtió en el terror de la región. En cierta ocasión, cuando se hallaba a punto de cometer un robo, ladró el perro de un pastor. Entonces Moisés juró matar al pastor. Para llegar a donde éste estaba, tuvo que cruzar a nado el Nilo con el cuchillo entre los dientes, pero entretanto el pastor tuvo tiempo de esconderse entre las dunas. Como no consiguiese hallarle, Moisés mató cuatro carneros, los ató por las patas y los condujo al otro lado del río. En seguida descuartizó a las bestias, asó y comió las mejores porciones, vendió las pellejas y fue a reunirse con sus compañeros, a ochenta kilómetros de ahí. Esto nos da una idea de la clase de coloso que era Moisés.
Desgraciadamente no sabemos cómo se convirtió. Tal vez fue a refugiarse entre los solitarios del desierto cuando huía de la justicia, y el ejemplo de éstos acabó por conquistarle. El hecho es que se hizo monje en el monasterio de Petra, en el desierto de Esquela. Un día, cuatro bandoleros asaltaron su celda. Moisés luchó con ellos y los venció. En seguida los ató, se los echó a la espalda, los llevó a la iglesia, los echó por tierra y dijo a los monjes, que no cabían en sí de sorpresa: «La regla no me permite hacer daño a nadie. ¿Qué vamos a hacer de estos hombres?" Según se cuenta, los bandoleros se arrepintieron y tomaron el hábito. Pero el pobre Moisés no conseguía vencer sus violentas pasiones y, para lograrlo, fue un día a consultar a san Isidoro. El abad le condujo al amanecer a la terraza del monasterio y le dijo: «Mira: la luz vence muy lentamente a las tinieblas. Lo mismo sucede en el alma». Moisés fue venciéndose poco a poco, a fuerza del rudo trabajo manual, de caridad fraterna, de severa mortificación y de perseverante oración. Llegó a ser tan dueño de sí mismo, que Teófilo, arzobispo de Alejandría, le ordenó sacerdote. Después de la ordenación, cuando se hallaba todavía revestido del alba, el arzobispo le dijo: «Ya lo veis, padre Moisés, el hombre negro se ha trasformado en blanco». San Moisés replicó sonriendo: «Sólo exteriormente. Dios sabe cuan negra tengo el alma todavía».
Cuando los berberiscos se aproximaban a atacar el monasterio, San Moisés prohibió a sus monjes que se defendiesen y les mandó huir, diciendo: «El que a hierro mata a hierro muere». El santo se quedó en el monasterio con otros siete monjes. Sólo uno de ellos escapó con vida. San Moisés tenía entonces setenta y cinco años. Fue sepultado en el monasterio llamado Dair al-Baramus, que todavía existe.
En Acta Sanctorum, agosto, vol. VI, hay una biografía que se atribuye a Lorenzo monje calabrés, y un comentario de los bolandistas. Paladio (Historia Lausiaca) y otros historiadores antiguos mencionan también a san Moisés. En la colección de «Sentencias de los Padres del desierto», buscando por «Moisés», se encontrarán muchas sentencias y anécdotas atribuidas al gran abad; normalmente, si dice «abad Moisés», sin ninguna otra aclaración, se refiere al Etíope, el más conocido con ese mismo nombre.