Pedro Regalado nació en Valladolid, España, en 1390. A los nueve años murió su padre. La madre lo educó piadosamente. Muy joven ingresó en la Orden de los Hermanos Menores y se distinguió pronto por su piedad, mortificación y pobreza, como también por el amor al silencio y a la soledad. Comenzaba en España la reforma franciscana que buscaba el reflorecimiento de la primitiva austeridad en la vida religiosa.
Pedro, al estudiar la regla franciscana, se convenció de que la vida concreta de los religiosos no correspondía a sus exigencias. Mientras en Italia san Bernardino de Siena promovía la reforma, en España lo hacía Pedro de Villacreces con el eremitorio de Aguilera. En 1405 se le unió Pedro Regalado como eficacísimo colaborador. En 1415 celebró su primera misa. En Abrojo fundó un nuevo eremitorio, donde Pedro Regalado fue superior y maestro de novicios. Los dos eremitorios de Aguilera y de Abrojo adquirieron pronto gran fama por el celo de sus fundadores y por los estatutos que contenían prescripciones severísimas. Así se convirtieron en fraguas de numerosas vocaciones que llenaron a España de un vigoroso fervor de vida franciscana y de santidad.
El sobrenombre de «Regalado» o «Reglado», recuerda el celo con que exigía la observancia de la regla. El Ministro General de la Orden con fecha 20 de enero de 1455 le escribió una carta de elogio por su trabajo y lo nombró comisario de los eremitorios. El Santo con su proprio ejemplo se convirtió en un verdadero maestro de vida ascética y mística.
La estrictísima pobreza de su convento, a menudo socorrida por Dios con prodigios, nunca cerró su corazón a los pobres, para con quienes fue de una generosidad sin límites. Santidad y caridad atrajeron hacia él y sus cohermanos el amor, la devoción y el reconocimiento de un número siempre creciente de fieles. Los milagros obtenidos por la intercesión del santo son muchísimos, algunos tan extraordinarios que parecen fantásticos: transforma pan en rosas; atraviesa los ríos Duero y Rialza a pie enjuto, las golondrinas le obedecen y abandonan el convento para no distraer a los religiosos en su oración; pan abundante que sobra a la hora de la comida, cuando no hay nada para comer, ni se puede conseguir por la gran nevada que ha caído. Gravemente enfermo, pidió a sus cohermanos que le retrasaran la unción de los enfermos porque venía el obispo de Palencia, Mons. Pedro de Castilla, a administrársela. Sintiéndose cercano a la muerte, fue a Fresneda para recomendar a León Salazar, su gran colaborador, que continuara en el camino emprendido de la reforma; fue a Abrojo para dejar a sus cohermanos los últimos recuerdos y exhortaciones; finalmente volvió a Aguilera, donde se durmió serenamente en el Señor el 30 de marzo de 1456 a la edad de sesenta y seis años. Lo canonizó Benedicto XIV el 29 de junio de 1746.