En 1940, la Santa Sede autorizó un calendario litúrgico para uso de los pocos católicos rusos, que incluía, entre diversas modificaciones eslavas al calendario bizantino, las festividades de unos treinta santos rusos, de los cuales veintiuno no habían figurado hasta entonces en ninguno de los calendarios utilizados actualmente por los católicos. Todos estos bienaventurados vivieron en épocas posteriores al año 1054, cuando se produjo el rompimiento entre Roma y Constantinopla. El hecho de que hayan sido admitidos en los calendarios católicos, es un ejemplo más del deseo de unidad por parte de la Santa Sede y de su criterio en el sentido de que la separación de la Iglesia ortodoxa de Oriente no se consumó enteramente, sino mucho tiempo después de la excomunión de Cerulario, el patriarca de Constantinopla (en 1054) y, de todas maneras, la separación se completó gradualmente, en diferentes sitios y en fechas muy distintas. Como ha observado el padre Cirilo Korolevsky (en Eastern Churches Quarterly, julio, 1946, p. 394), si la elección de esos santos «se fundó en un juicio imparcial, no puede excluirse la posibilidad de que aún sean admitidos otros santos rusos, a medida que se progrese en el estudio de la hagiografía eslava». De acuerdo con el padre Korolevsky, estas selecciones no se relacionan de ninguna manera, directa o indirecta, con la canonización. «Cuando una Iglesia oriental disidente reingresa a la Iglesia católica, lleva consigo todos sus ritos, su liturgia y, por supuesto, su menología o calendario litúrgico. Unicamente lo que vaya contra la fe, en cualquier forma, queda excluido, pero no por ello deben necesariamente eliminarse o aceptarse algunas normas de moral y de los aspectos históricos y hagiográficos, de manera que la inclusión o exclusión de ciertos santos en un calendario católico, es un asunto que puede y debe discutirse, lo mismo que el de la situación de otros posibles bienaventurados cuya santidad debe examinarse de acuerdo con el desarrollo de los estudios hagiográficos». Estas teorías, por supuesto, son ciertas; sin embargo, desde el punto de vista de las actuales prácticas de la Iglesia y de acuerdo con los cánones, el caso podría ser un equivalente de la canonización o una confirmación de culto.
Entre estos veintiún santos rusos, el más conocido e importante es sin lugar a dudas, el monje san Sergio de Radonezh. En los primeros tiempos, los grandes centros del monasticismo ruso se encontraban en las ciudades o cerca de ellas, pero las invasiones de los tártaros en el siglo trece, que acabaron con la civilización urbana en la región sur del país, desquiciaron también, naturalmente, a los monasterios y su funcionamiento. Muchos de ellos se mantuvieron en existencia, pero su actividad se debilitó y degeneró, y los monjes que verdaderamente buscaban una vida más perfecta, comenzaron a emigrar de los monasterios a la campiña, sobre todo a las vastas soledades de los bosques del norte. A aquellos ermitaños rurales se les llamó pustiniky, es decir, hombres de los bosques. A san Sergio de Radonezh se le considera como el iniciador de aquel movimiento. En realidad, la emigración de los monjes del sur, no fue más que la primera etapa de un movimiento general que se realizó simultáneamente en varios lugares y dio origen a gran número de nuevos centros de vida monástica. Pero como quiera que haya sido, san Sergio descolló como el personaje más distinguido de aquel período, y muchos le consideran como la figura más brillante en el santoral ruso. Y no sólo fue un buen monje, sino también un magnífico civilizador. La imposición de la soberanía de los tártaros y las continuas oleadas de invasiones, matanzas y saqueos (que se prolongaron durante un siglo, a partir de 1237) hundieron al pueblo ruso en las profundidades de la miseria y la desmoralización. En aquel caos, un solo hombre, san Sergio, con las únicas armas de su influencia y su ejemplo, logró algo magnífico: unificar al pueblo ante el opresor, restablecer su respeto propio y su confianza en Dios. El historiador Kluchevsky admite decididamente que los rusos deben su liberación a la educación moral y a la influencia espiritual de Sergio de Radonezh.
Alrededor del año de 1315 vino al mundo este santo en el seno de una noble familia que residía cerca de Rostov, y en la pila bautismal recibió el nombre de Bartolomé. Entre los tres hijos varones del matrimonio, Bartolomé parecía el menos inteligente y continuamente se le echaba en cara su lentitud para aprender, lo cual le hacía sufrir mucho de manera que, cierto día en que paseaba por el campo y se encontró con un monje que mantuvo una larga charla con él, le propuso que le enseñara a leer y escribir, con el propósito especial de estudiar la Biblia. Según nos dicen los cronistas y los biógrafos, el monje le dio al niño a comer un trozo de pan con sabor dulzón y, desde aquel momento, Bartolomé pudo leer y escribir como una persona adulta y mucho mejor que sus hermanos. Por aquel entonces, comenzaba a formarse y crecer el principado de Moscú. Una de las primeras consecuencias de aquel crecimiento fue la destrucción del poder y la influencia de Rostov; entre las víctimas de esa política estuvieron los padres de Bartolomé, Cirilo y María. Aún no salía de la infancia, cuando el resto de la familia tuvo que huir hasta encontrar refugio en la pequeña aldea de Radonezh, ciento ochenta kilómetros al noroeste de Moscú, donde los arruinados aristócratas de Rostov, tuvieron que vivir de su trabajo, como campesinos. Así entró Bartolomé en su juventud y, al ver que sus obligaciones se limitaban a cuidar de sí mismo, puesto que sus hermanos se bastaban solos y ya no tenía padres, decidió realizar el proyecto, largamente acariciado, de vivir en la soledad. En 1335, abandonó su casa en compañía de su hermano Esteban, que acababa de quedar viudo.
El lugar que eligieron para construir sus ermitas, era un prado llamado Makovka, en un claro del bosque, a varios kilómetros de distancia de cualquier sitio habitado. Ahí edificaron una cabaña y una capilla con troncos de árboles y, a solicitud de los hermanos, el metropolitano de Kiev envió un sacerdote para que bendijera la pequeña iglesia y la dedicara a la Santísima Trinidad, una advocación que era muy rara en la Rusia de aquel entonces. Poco tiempo después, Esteban se fue a vivir en un monasterio de Moscú y, durante años, el solitario Bartolomé desapareció de la vista de los hombres. Sus biógrafos se refieren a aquel período desconocido y nos hablan de terribles asaltos del demonio victoriosamente rechazados, de ataques de fieras salvajes y hambrientas que fueron domesticadas con un signo, de privaciones sin cuento y trabajo agotador, de noches enteras de plegaria y de un constante progreso en el camino de la santidad. Todo lo que se cuenta de aquella época, recuerda demaisado las experiencias de los primeros padres del desierto. Sólo que hay una diferencia muy importante: nosotros, en el Occidente, asociamos las penurias de la vida eremítica con san Antonio y los santos de Egipto y Siria y, pensamos en seguida en las extensiones de arena, en las rocas desnudas, el calor sofocante y la falta de agua. Para Bartolomé o Sergio -como le llamaremos de ahora en adelante, ya que cierto abad que le visitó en su ermita, le impuso la tonsura y ese nombre-, las penalidades eran de un tipo muy distinto: el hielo, la nieve, las tempestades, las lluvias torrenciales y las manadas de lobos hambrientos. La actitud de todos estos ermitaños ante la naturaleza salvaje se ha vinculado con la de san Francisco de Asís. Así como Pablo de Obnorsk se hizo amigo de las aves, Sergio domesticó a los osos y llamaba «hermanos» al fuego y a la luz. Pero en lo físico, había una enorme diferencia entre la figura de san Francisco y la de san Sergio, quien, según se advierte en sus representaciones más antiguas, era un hombrazo alto y fornido, de luenga barba y gesto rudo, como cualquier campesino ruso.
Como ha sucedido con muchos otros personajes similares, llegó el momento en que la reputación de santidad del ermitaño de Makovka se extendió por todas partes y comenzaron a reunirse los discípulos en torno suyo. Cada uno construyó su propia choza, y así nació el monasterio de la Santísima Trinidad. Cuando fueron doce, y tras muchos ruegos, incluso los del obispo de la ciudad más próxima, Sergio accedió a ser el abad que gobernase a aquella comunidad. Recibió las órdenes sacerdotales en Pereyaslav Zalesky y ahí mismo ofició su primera misa. «Hermanos -dijo durante su sermón, resumiendo un capítulo entero de la Regla de san Benito-, orad por mí. Soy un hombre ignorante y, si he recibido de lo alto el talento para ser sacerdote y abad, debo rendir cuenta cabal de él y del rebaño que me ha sido confiado». El monasterio floreció rápidamente, no tanto en bienes temporales como en los espirituales. Entre sus primeros reclutas figuró el archimandrita de un monasterio de Smolensk. El claro del bosque fue ampliado; en torno a las cabañas y la iglesia se construyeron otras casas; surgió una aldea y, no obstante las protestas de Sergio, se abrió un camino real por donde comenzaron a llegar los visitantes. En el curso de todas aquellas tareas, el abad tenía siempre presente que él era el primero entre sus iguales y, en todo momento, ya fuera en el trabajo o en la iglesia, imponía el ejemplo de su asiduidad.
No tardó en presentarse el problema de elegir entre las dos formas de vida monástica que se observaban en el Oriente, para seguirlo en la Santísima Trinidad. Hasta entonces, los monjes habían observado una norma individual de «ermitaños en comunidad», donde cada uno tenía su propia cabaña y labraba su propia porción de tierra. Sin embargo, san Sergio estaba en favor de la vida en común cenobítica y, en 1354, impuso la deseada reforma, debido en parte a una recomendación en este sentido, por parte de Filoteas, el patriarca ecuménico de Constantinopla. Por desgracia, aquella reforma ocasionó trastornos. Algunos de los monjes descontentos con el cambio, manifestaron sus protestas y, en su movimiento de rebelión, encontraron un jefe en la persona de Esteban, el hermano de san Sergio, quien había dejado su monasterio de Moscú para ingresar al de la Santísima Trinidad. El asunto llegó a mayores: hubo incidentes penosos y discusiones desagradables hasta que, cierto sábado después de las vísperas, para evitar mayores pendencias con su hermano, san Sergio partió calladamente de su monasterio, con la intención de no volver nunca, y fue a instalarse como ermitaño en las riberas del Kerzhach, no lejos del monasterio de Makrish. No tardaron en seguirle numerosos monjes de la Trinidad y, así la casa original comenzó a degenerar hasta el extremo de que el metropolitano Alexis de Moscú envió a dos archimandritas con apremiantes mensajes a san Sergio para que retornara a hacerse cargo de su puesto de abad. Al cabo de muchos ruegos, Sergio accedió y, luego de nombrar un abad para su nuevo establecimiento de Kerzhach, reanudó sus funciones. Su ausencia había durado cuatro años, y los monjes salieron a recibirle y le tributaron toda suerte de homenajes, «con tan sincero regocijo, que todos le besaron las manos, muchos se postraron en tierra para besarle los pies y otros besaron sus vestiduras».
Como había ocurrido con san Bernardo de Claraval dos siglos antes y con muchos otros santos monjes de Oriente y de Occidente, antes y después, acudieron a consultar a san Sergio los más encumbrados personajes de la Iglesia y del Estado. Con frecuencia se le confiaron misiones para gestionar la paz o para que fungiera como árbitro y, en más de una ocasión, se hicieron vanos intentos a fin de convencerle a que aceptara el cargo de primado de la Iglesia de Rusia. Fue por aquel entonces, entre los años 1367 y 1380, cuando se produjo el gran rompimiento entre Dimitri Donskoi, príncipe de Moscú, y el khan Mamaí, jefe absoluto de los tártaros. Dimitri se vio obligado a lanzar un desafío que, si fracasaba, habría de acarrear a Rusia mayores catástrofes de cuantas había conocido a lo largo de su historia. Antes de tomar cualquier decisión, el príncipe fue a pedir consejo a san Sergio. Éste bendijo a Dimitri y le advirtió: «Es vuestro deber, señor, cuidar del rebaño que Dios ha confiado en vuestras manos. ¡Adelante entonces contra los herejes y conquistadlos en nombre del poder divino! ¡Dios permita que tornéis con bien para dar a Él toda la gloria de vuestra hazaña!» De manera que el príncipe Dimitri partió a la guerra y se llevó consigo a dos monjes de la Santísima Trinidad que habían sido soldados. Cuando se enteró del enorme poder de su enemigo, volvió a titubear y se hallaba a punto de devolverse y abandonar la empresa, cuando llegó un mensaje de san Sergio con estas palabras: «No temáis, señor. Marchad armado de confianza en vencer la ferocidad del adversario. Dios estará a vuestro lado». Así, el 8 de septiembre de 1380, se libró la batalla de Kulikovo que, para Rusia, tuvo el mismo significado que tuvieron para Europa occidental, las batallas de Tours o de Poitiers. Los tártaros fueron vencidos y huyeron en desorden. «Y en aquel preciso instante -dicen las biografías-, el bendito Sergio, al frente de sus hermanos, oraba a Dios para pedirle la victoria. Y, una hora después de que los herejes habían sido expulsados del suelo de Rusia, a muchas leguas de distancia, el abad anunció a los monjes la derrota del enemigo, porque san Sergio era vidente». De esta manera, san Sergio de Radonezh desempeñó un papel decisivo al iniciarse el derrumbe del poder de los tártaros en Rusia. Desde entonces, no se le dejó permanecer en paz en su monasterio y continuamente se requerían sus servicios para misiones políticas o eclesiásticas; las primeras, sobre todo para restablecer la paz y la concordia en las rivalidades entre los príncipes rusos; las segundas, particularmente en relación con la fundación de nuevos monasterios. Se afirma que sus frecuentes viajes a través de enormes distancias los realizaba a pie.
Uno de los biógrafos habla en términos generales de los «muchos milagros incomprensibles» que obró Sergio y sólo se detiene en algunas de las maravillas, no sin advertir que el propio santo recomendaba que se guardase silencio respecto a sus poderes sobrenaturales. Sin embargo, hace un relato muy detallado, claro y convincente sobre una visión de la Madre de Dios (una de las primeras apariciones de la Santísima Virgen de las que se registran en la hagiografía rusa) que se presentó ante Sergio y otro monje, acompañada por los apóstoles Pedro y Juan, para asegurarle que su manosterio florecería extraordinariamente en un futuro no muy lejano. La objetividad de aquella visión es característica de la hagiografía de Rusia, donde rara vez ocurren los raptos o los éxtasis, pero en cambio, el Espíritu Santo desciende sobre los elegidos y les permite ver auténticas apariciones, terrenales o celestiales, ocultas a los ojos de los menos santos. Seis meses antes de su muerte, San Sergio supo que el fin se acercaba. Renunció a su cargo, nombró a un sucesor y, enfermo por primera vez en su vida, permaneció recluido en su celda. «Cuando su alma estaba a punto de abandonar el cuerpo, recibió el Cuerpo y la Sangre de Cristo, sostenido en el lecho por los brazos de sus discípulos. Alzó sus manos al cielo, se movieron sus labios para musitar una plegaria y entregó su espíritu puro y santo en manos de su Señor, el 25 de septiembre de 1392, posiblemente a la edad de setenta y ocho años».
De acuerdo con lo que dice el Dr. Zernov, «es difícil definir exactamente la razón por la cual se agrupó la gente en torno a san Sergio. No era un predicador elocuente ni un hombre de gran saber y, a pesar de que se registraron varias ocasiones en que algunas personas quedaron curadas por las oraciones del santo, no se le puede describir como un curandero popular. Era, en primer lugar, su personalidad lo que atraía a la gente. Era el calor de su afectuosa atención, lo que le hacía indispensable para los demás. Poseía esos dones que tan rara qez se encuentran en las personas: una confianza ilimitada en Dios y en la bondad de los hombres, a quienes nunca dejó de consolar y alentar». Lo mismo que otros muchos monjes, san Sergio consideraba como parte de su vocación monástica el servicio activo y directo para bien del prójimo. Por eso, el prójimo, tanto el noble como el plebeyo, lo consideró siempre como un maravilloso y poderoso médico del alma y del cuerpo, como un amigo de los que sufren, como el que da de comer al hambriento, defiende al desamparado y da buen consejo al que lo ha menester. Una de las características de aquellos monjes del norte, era su amor por la pobreza personal y común y por la soledad, en cuanto lo permitieran sus deberes comunales y sus atenciones a los necesitados. Sergio instaba a sus hermanos a «tener siempre presente el luminoso ejemplo de aquellos grandes monjes de la antigüedad, verdaderos portadores de la antorcha del cristianismo, que vivieron en este mundo como ángeles: Antonio, Eutimio, Sabas ... Los monarcas y las gentes del pueblo acudían a ellos; curaban las enfermedades y ayudaban al necesitado; alimentaban al hambriento y eran como el arcón de las viudas y los huérfanos».
El cuerpo de San Sergio fue sepultado en la iglesia mayor de su monasterio, donde permaneció hasta la revolución de 1917. Los bolcheviques clausuraron el monasterio, y las reliquias del santo fueron exhibidas en el «museo antirreligioso» que se estableció allí. En 1945 se autorizó a los jefes de la Iglesia ortodoxa rusa a reabrir el monasterio, y los restos de san Sergio volvieron a su sepultura. Los rusos mencionan a san Sergio de Radonezh en los preparativos para la consagración, en la liturgia eucarística.
En la edición en papel del Butler-Guinea de donde proviene este artículo (tomo III, pág. 660ss.) hay una larga bibliografía con explicaciones en torno a las diversas escuelas hagiográficas rusas, que se alejan demasiado del objetivo de este santoral hagiográfico, pero que no puedo menso que mencionar como referencia para quienes deseen profundizar en el tema. El cuadro con la escena en la que san Sergio recibe el don de la lectoescritura por parte del misterioso monje, es «Visión del joven bartolomé», de Mikhail Nesterov, 1889, en la galería Tretyakov, de Moscú.