Eustoquio Julia, cuyo recuerdo se perpetuó gracias a la docta pluma de san Jerónimo, fue hija de santa Paula. Los acontecimientos y circunstancias en la existencia de santa Paula dispusieron la vida de Eustoquio, que fue la tercera de sus cuatro hijas y la única que permaneció siempre junto a su madre. Al morir su esposo Toxosio, santa Paula se dedicó por entero al servicio de Dios, en la sencillez, la pobreza, la mortificación y la plegaria. Eustoquio, que tenía más o menos doce años cuando murió su padre, compartía todos los gustos de su madre, y era motivo de gran alegría para ella consagrar las horas que tantas otras jóvenes de su edad dedicaban a vanas diversiones, a las obras de caridad y las devociones de su religión. Cuando san Jerónimo llegó a Roma, procedente del Oriente, en el año de 382, Eustoquio y su madre se pusieron bajo su dirección espiritual y, al ponerse de manifiesto las fuertes inclinaciones de la joven hacia la vida religiosa, muchos de sus amigos y parientes se mostraron alarmados. Un tío suyo, llamado Himetio, y su esposa Pretéxtata, trataron de convencerla para que se apartase de aquella vida austera e hicieron intentos para interesarla en los placeres del mundo. Pero todos los esfuerzos fueron vanos y la joven venció toda oposición para tomar el velo y hacer los votos de virginidad. Ella fue la primera doncella de la nobleza romana que tomó tal resolución. Con el fin de guiarla y sostenerla en ella, san Jerónimo le escribió en aquella ocasión su famosa carta, conocida como «Para conservar la virginidad», alrededor del año 384. El venerable autor de la epístola, sin embargo, no se limita a dar enseñanzas y normas ascéticas, sino que se recrea en algunos pasajes satíricos, lo que sugiere que, al escribir la carta, no tenía la intención de destinarla tan sólo a la joven Eustoquio, sino a un público muy amplio. En dicha carta, el santo critica sin misericordia el comportamiento de ciertas vírgenes, viudas y de ciertos sacerdotes.
Eustoquio debió buena parte de su formación religiosa a santa Marcela, «la gloria de las damas romanas», pero cuando santa Paula decidió seguir a san Jerónimo a Palestina, Eustoquio lo dejó todo para irse con ella. Al grupo se unieron otras doncellas que aspiraban a seguir la vida religiosa; la comitiva se entrevistó con san Jerónimo en Antioquía, hizo una visita a los Santos Lugares, pasó a Egipto para conocer a los monjes del desierto de Nitria y, por fin, se instaló en la ciudad de Belén. Ahí quedaron establecidas tres comunidades de mujeres, en cuya dirección Eustoquio colaboró activamente con santa Paula. San Jerónimo nos ha dejado un relato sobre la vida sencilla y devota que llevaban. Las dos mujeres, que habían aprendido el griego y el hebreo, ayudaron a san Jerónimo en la traducción de la Biblia, conocida como la Vulgata y, a su solicitud, el santo escribió algunos comentarios sobre las Epístolas a Filemón, a los Calatas, los Efesios y a Tito y también dedicó a madre e hija algunos de sus trabajos, puesto que, como él mismo comentó: «esas dos mujeres son más capaces de conformar un buen juicio sobre esos libros que muchos hombres». Aparte de sus tareas intelectuales, santa Eustoquio se ocupaba en mantener limpia la casa, en dar brillo y conservar llenas de aceite las lámparas y en cocinar.
En el año de 403, santa Paula cayó enferma, y Eustoquio consagró su tiempo a cuidarla, sin apartarse de ella más que para ir a la gruta de la Natividad para orar por su salud. El 26 de enero del 404 murió santa Paula, y Eustoquio, «como una niña a quien se trata de arrancar de los brazos que la amparan, a duras penas pudo ser apartada del cuerpo de su madre». Besaba una y otra vez sus párpados cerrados, le acariciaba el rostro, los brazos, el pecho y seguramente hubiese deseado que la sepultaran con ella.
La sucesora de santa Paula como superiora de las comunidades de Belén fue su hija, quien se encontró con las finanzas al borde de la ruina y con innumerables deudas. Pero con la ayuda de san Jerónimo y su propia energía, hizo frente a la situación y logró solucionarla, gracias sobre todo a los socorros económicos aportados por su sobrina, otra Paula, que había ingresado a la comunidad de Belén. En el año de 417, los bandoleros cayeron sobre el monasterio, lo incendiaron y cometieron innumerables ultrajes, sobre todo lo cual informaron al Papa, san Jerónimo, santa Eustoquio y la joven Paula. El Pontífice Inocencio I, al recibir las cartas, escribió a cada uno de los informantes y envió otra carta, en términos por demás enérgicos a Juan, el obispo de Jerusalén. Santa Eustoquio no sobrevivió por mucho tiempo a aquellos terribles acontecimientos. San Jerónimo no nos dejó ningún relato sobre su muerte, como lo hizo en el caso de su madre, pero sí es un hecho que en aquella ocasión escribió a san Agustín y a san Alipio en estos términos: «la gran pena que me ha embargado, me hizo relegar a un lado los ultrajantes escritos de Aniano, el pelagiano». Sabemos que Eustoquio murió pacíficamente alrededor del año 419, y fue sepultada en la misma tumba que santa Paula, en una gruta vecina al lugar donde nació Jesucristo. Ahí se encuentra hasta hoy la tumba, pero está vacía, y nunca se ha sabido el destino que tuvieron sus reliquias.
Las cartas de san Jerónimo y algunos otros de sus escritos proporcionan casi todos los datos que se puedan obtener sobre santa Eustoquio. Ese material se encuentra reunido en el Acta Sanctorum, sept. vol. VII. En todas las biografías de san Jerónimo se habla bastante de Eustoquio y también figura de manera prominente en la deliciosa obra de F. Lagrange, Histoire de Ste. Paule (1868). El cuadro con el que ilustramos es el de la Santísima Trinidad, con San Jerónimo y dos santas, Andrea del Castagno (1453).