Santa Hildegarda, abadesa de Ruperstberg, llamada en su tiempo la «Sibila del Rin», fue una de las grandes figuras del siglo doce y una de las mujeres más notables de la historia. Fue la primera en el grupo de los grandes místicos alemanes, poetisa y profetisa, médico y moralista política que rebatió a los papas y a los príncipes, a los obispos y hombres de ciencia, con un valor a toda prueba y una justicia invencible. Vino al mundo en 1098, en la población de Böckelheim, de la región de Nahe y, apenas cumplidos los ocho años de edad, sus padres la confiaron al cuidado de la beata Jutta [no inscripta en el MR], hermana del conde Meginhardo de Spanheim, que vivía recluida en una cabaña vecina a la iglesia de la abadía fundada por san Disibod en Diessenberg, no lejos de su propio hogar. La niña era enfermiza, pero eso no impidió que continuase con su educación y que aprendiese a leer y a cantar en latín, todas las ciencias que cultivaban las monjas de aquellos tiempos, así como todos los oficios y las artes que adornaban a las mujeres de la Edad Media, desde las reinas hasta las campesinas. Cuando Hildegarda tuvo la edad necesaria para recibir el velo monjil, la ermita de la beata Jutta contaba ya con el suficiente número de reclusas para formar una comunidad, que adoptó la regla de San Benito. En ella recibió el hábito Hildegarda cuando tenía quince años y, durante diecisiete años más, llevó en el convento una existencia tranquila, desprovista de acontecimientos trascendentales, pero sólo en el aspecto exterior, porque en lo interno creció ante la gracia de Dios, aumentaron y se multiplicaron las extraordinarias experiencias espirituales que había tenido desde pequeña y, como ella misma dice, «llegó a ser natural en mí predecir el futuro en el curso de las conversaciones. Y, muchas veces, cuando estaba completamente absorbida por lo que pensaba o lo que veía, acostumbraba decir muchas cosas que parecían extrañas o sin sentido a los que me escuchaban. En esas ocasiones, yo solía turbarme, me echaba a llorar y, a menudo, hubiera querido morir de vergüenza. Tenía miedo de revelar a alguien lo que veía y no se lo confiaba a nadie más que a la noble mujer a cuyo cuidado había sido entregada, y ella se lo dijo a su vez a un monje que conocía». En el año de 1136 murió la beata Jutta, y entonces Hildegarda ocupó su lugar como priora.
A partir de entonces, sus revelaciones y sus visiones la acosaban de continuo. Una voz interior le instaba a que escribiera sobre ellas, pero siempre se sentía cohibida por lo que pudieran decir las gentes, por las posibles burlas y su propia incapacidad para expresarse por escrito. Sin embargo, la voz de Dios insistía y parecía decirle: «Yo soy la vida y la luz inaccesible con la que iluminaré a quien sea mi voluntad. Según mi voluntad, yo puedo mostrar, a través de cualquiera de los seres humanos, mayores maravillas de las que se han visto en los tiempos pasados». Por fin, se decidió Hildegarda a abrir su corazón a su confesor, el monje Godofredo, y lo autorizó a referir el asunto a su abad Conon, quien, luego de un detenido estudio, ordenó a Hildegarda que pusiera por escrito lo que ella creyese que Dios le decía. Así lo hizo la monja y comenzó a escribir sobre la caridad de Cristo, la continuidad del Reino de Dios, los santos ángeles, el demonio y el infierno. El abad Conon sometió esos escritos a la atención del arzobispo de Mainz, quien los examinó en compañía de sus teólogos para alcanzar un veredicto favorable: «Esas visiones provienen de Dios». El abad escogió entonces a un monje llamado Volmar para que actuara como secretario de Hildegarda que, en seguida, comenzó a dictar la principal de sus obras: un libro que tituló «Scivias», al hacer un apócope de las palabras latinas «Nosce vias» (Domini, caminos del conocimiento del Señor). Nos dice Hildegarda que, en el año de 1141, «un rayo de luz de brillantez deslumbrante bajó del cielo a iluminar mi mente y a penetrar en mi corazón como una llama que calienta sin quemar, como el sol que nos da la tibieza de sus rayos. Y súbitamente supe y entendí las explicaciones de los salmos, los Evangelios y otros libros de la Iglesia católica y del Antiguo y el Nuevo Testamento, pero no la interpretación de los textos y las palabras, ni la división de las sílabas o los tiempos de las frases». Tardó diez años en completar el libro de las «Scivias», que comprende veintiséis visiones sobre las relaciones entre Dios y los hombres por la Creación, la Redención y la Iglesia, junto con algunas profecías apocalípticas, advertencias y alabanzas, expresadas en forma simbólica. Una y otra vez reitera que ella contemplaba todas esas cosas en repetidas visiones que eran la inspiración de toda su obra y su trabajo activo. En 1147, el papa beato Eugenio III visitó Tréveris, y el arzobispo de Mainz le hizo entrega de los escritos de santa Hildegarda. El Pontífice nombró a una comisión para que examinara los escritos y a la autora y, tan pronto como recibió un informe favorable, los leyó él mismo y los discutió con sus consejeros, entre los que figuraba san Bernardo de Claraval, quien manifestó sus deseos de que el Papa aprobara las visiones de la santa y las declarase genuinas. El Pontífice escribió una carta a Híldegardis para expresarle su admiración y su contento por los favores que le había dispensado el cielo y para aconsejarle que no se dejase llevar por el orgullo. Además, la autorizaba a escribir y a publicar, con prudencia, todo lo que el Espíritu Santo le inspirase, y terminaba con una exhortación para que siguiera viviendo con sus hermanas en el lugar que había escogido y en la fiel observancia de la regla de San Benito. Santa Hildegarda escribió una extensa carta de respuesta, llena de alusiones parabólicas sobre las calamidades de los tiempos y con ciertas advertencias al papa Eugenio respecto a las ambiciones de sus propios colaboradores y servidores.
El lugar al que se refería el Papa en su carta, era la nueva casa que Hildegarda había tomado para hospedar a su comunidad, mucho más amplia y cómoda que el local de Diessenberg. Los monjes de san Disibod, cuyo monasterio había adquirido importancia gracias a la vecindad con el convento de Hildegarda, con sus reliquias de la beata Jutta y la creciente reputación de la abadesa, se opusieron enérgicamente a la emigración de las monjas. El abad llegó a acusar a Hildegarda de haberse dejado dominar por el orgullo, sin embargo, ella sostuvo en todo momento que Dios le había revelado la necesidad de trasladar su comunidad y el lugar al que debían ir. Aquel lugar era el Rupertsberg, un monte solitario y árido a orillas del Rin, cerca de Bingen. En el curso de la disputa con los monjes de san Disibod, Hildegarda sufrió mucho, perdió la salud y se debilitó grandemente. El abad Conon, quizá al sospechar que no estaba realmente enferma, le hizo una visita por sorpresa y, al comprobar que no fingía, le dijo que en cuanto se pusiera bien, iría con ella a visitar Rupertsberg. Inmediatamente se sintió curada y se levantó para irse con el abad. Esto bastó para que Conon retirara sus objeciones, pero no así el resto de los monjes que se mantenían firmes en su actitud, a pesar de que el jefe de la oposición, un monje llamado Arnoldo, se puso en favor de Hildegarda, luego de haber sanado de una dolorosa enfermedad tras de orar en la iglesia de la abadesa. El traslado se llevó a cabo entre los años 1147 y 1150, cuando las monjas abandonaron la casa, el jardín y el huerto de Diessenberg para ir a habitar en una construcción mayor pero inconclusa, con su iglesia casi en ruinas y en un lugar desierto.
Pero gracias a la inagotable energía de santa Hildegarda, no tardó en surgir en Rupertsberg un verdadero monasterio, «con agua corriente en todas las dependencias», según dicen las crónicas, con capacidad para alojar cómodamente a cincuenta monjas. Para su recreo, la versatilidad de Hildegarda les proporcionó, una serie de nuevos himnos, cánticos y motetes, para los que ella escribía letra y música, así como una especie de juego moral o cantata sacra, llamada Ordo Virtutum, y también escribió unas cincuenta homilías alegóricas para que fueran leídas en la casa capitular y en el refectorio. Cuando escribió las biografías de san Disibod y de san Ruperto, se dijo que lo había hecho por revelación (lo mismo que para otras muchas de sus obras que, probablemente, fueron escritas de manera natural), aunque esto se puede desmentir fácilmente al demostrar que las dos biografías contienen todos los datos comunes a las tradiciones que circulaban por aquel entonces. Entre las diversiones a que se entregaba en sus horas de ocio -es difícil imaginar que Santa Hildegarda tuviese horas de ocio-, se encuentra el juego llamado «lenguaje desconocido», una especie de esperanto del que se conservan hasta hoy unas novecientas palabras y un alfabeto. Parece que esas palabras son sencillamente versiones asonantes de términos latinos y algunos alemanes con la agregación de sufijos formados con la letra «z». Desde Rupertsberg, la abadesa mantuvo abundante correspondencia, y unas trescientas de sus cartas han sido coleccionadas e impresas, no obstante que los investigadores han declarado sus dudas sobre la autenticidad de algunas de las que supuestamente escribió o recibió. Aparte de las epístolas dirigidas a una u otra de las muchas abadesas que la consultaban, el resto de sus cartas parecen homilías, profecías o tratados alegóricos. Estaban destinadas a papas, emperadores y reyes (incluso Enrique II de Inglaterra, antes de que asesinara a Tomás Becket), a obispos y abades. Una vez escribió a san Bernardo y tuvo respuesta; también mandó cartas a san Eberardo de Salzburgo y, con mucha frecuencia, a la mística del Cister, santa Isabel de Schönau. En dos cartas dirigidas a los clérigos de Colonia y de Tréveris, se refiere a la indiferencia, el descuido y la avaricia de numerosos sacerdotes y vaticina, en términos que para ella deben haber sido claros, las calamidades que habrían de ocurir por esta causa.
Sus cartas están llenas de esas profecías y advertencias, por lo cual adquirió gran fama y popularidad en poco tiempo. Las gentes de todas las clases sociales y de las más diversas fortunas, acudían de todas partes para consultarla; sin embargo, otras gentes la denunciaron como fraudulenta, bruja y demoníaca. Si bien lo que decía iba casi siempre envuelto en complicados simbolismos, cuando alababa o reprobaba (lo que era muy frecuente) recurría a la más absoluta claridad. Cierta vez, Enrique, el arzobispo de Mainz, le escribió en un tono seco y autoritario para que autorizara a una de sus monjas, una tal Richardis, a que fuera abadesa de otro monasterio. Ella respondió con estas palabras: «Todas las razones que se me den para la promoción de esa joven mujer carecen de valor delante de Dios. El espíritu de ese Dios que nos vigila con celo, dice: `Llorad y gemid vosotros, pastores, por no saber lo que hacéis al distribuir los puestos santos para satisfacer vuestros propios intereses y los echáis a perder al entregarlos a hombres perversos, ajenos de virtud' ... En cuanto a vos, ¡alerta! Vuestros días están contados». A decir verdad, el arzobispo fue depuesto y murió poco después. Al obispo de Speyer le escribió para advertirle que sus actos encerraban tanta maldad, que su alma se hallaba agonizante, y al emperador Conrado III le aconsejó que reformara su vida antes de que tuviera que avergonzarse por ella. Pero Hildegarda no pretendía hacer aquellas declaraciones por iniciativa o ideas propias. «Yo no soy más que un pobre vaso de tierra y si digo esas cosas, no es por mí misma, sino por la luz serena», confesaba en una carta a Santa Isabel de Schönau. Sin embargo, aquellas seguridades no la salvaban de las críticas y siempre estaba en dificultades con alguien, incluso sus propias monjas que eran, por lo general, jóvenes de la nobleza alemana, en las que aún conservaban su fuerza, el orgullo y la vanidad. «Muchas de ellas -admitía la santa- persisten en mirarme con malos ojos y, a mis espaldas, me despedazan con sus malignas lenguas: dicen que no pueden tolerar mi insistencia sobre la disciplina que trato de imponerles y que nunca permitirán que yo las gobierne».
A pesar de su mucho trabajo y sus continuas enfermedades, las actividades de santa Hildegarda no se limitaban a su convento y, entre los años de 1152 y 1162, hizo numerosos viajes por toda la región del Rhineland. Fundó una segunda casa en Eibingen, cerca de Rudesheim, y en sus frecuentes visitas a los conventos, no se mordía la lengua para reconvenir con dureza a los monjes o monjas, si había descubierto alguna relajación en la disciplina de sus monasterios. En realidad, sus viajes por las tierras del Rin fueron un antecedente de los que hicieron posteriormente las «abadesas inspectoras». En Colonia, Tréveris y otras ciudades, se dirigía a las personalidades más eminentes y representativas del clero para impartirles las divinas advertencias que hubiese recibido y para exhortar con el mismo rigor y firmeza a obispos y laicos por igual. Es posible que el primero de aquellos viajes haya sido el que realizó a Ingelheim para encontrarse con Federico Barbarroja. La entrevista tuvo lugar, pero desgraciadamente nunca se ha sabido lo que se trató en ella. También visitó Metz, Würzburg, Ulm, Werden, Bamberg y, entre uno y otro de sus incontables viajes que la llevaron, no obstante sus enfermedades y su debilidad, a lugares remotos e inaccesibles donde hubiera un monasterio, se daba tiempo para escribir. Entre sus numerosas obras figuran dos libros de medicina e historia natural. Uno de ellos versa sobre las plantas, los elementos, árboles, minerales, peces, pájaros, cuadrúpedos, reptiles, metales, y se distingue por sus minuciosas observaciones científicas; el segundo de los temas que aborda es el cuerpo humano y las causas, síntomas y tratamientos de sus enfermedades. Lo extraordinario es que la santa, en sus tratados, llega a insinuar por lo menos, algunos de los modernos métodos para el diagnóstico y se aproxima a varios de los grandes descubrimientos posteriores a su tiempo, como la circulación de la sangre, por ejemplo. También trata la psicología normal y la morbosa; se refiere al frenesí, a la locura, a los temores, las obsesiones e idiotez y dice que «si el dolor de cabeza, los vapores y los mareos atacan al paciente simultáneamente, le hacen disparatar y trastornan su razón. Por eso muchas gentes creen que el paciente está poseído por un espíritu maligno, pero no es cierto».
Durante los últimos años de su vida, santa Hildegarda anduvo envuelta en grandes complicaciones y dificultades, en relación con un joven que había estado excomulgado y que, al morir, recibió cristiana sepultura en el cementerio de la abadía de San Ruperto. El vicario general de Mainz ordenó que el cadáver fuese exhumado para trasladarlo a otro sitio. Santa Hildegarda se opuso en base a que el joven había recibido los últimos sacramentos y, además, en que ella había tenido una visión para revelarle que su acción había sido justificada. Por aquel conflicto, la abadía fue puesta en un entredicho. Por aquel entonces, Hildegarda dirigió al capítulo de Mainz una extensa carta sobre música sacra que es, según dice, «el único recuerdo, casi olvidado, de aquel estado primitivo que perdimos al perder el Paraíso. Es el símbolo de la armonía que rompió Satanás, la armonía que ayuda al hombre a tender un puente de santidad entre este mundo y el Mundo de plena Belleza. Por lo tanto, aquéllos que sin una razón valedera imponen el silencio en las iglesias donde debería oírse sin cesar el canto en honor de Dios, no serán dignos de escuchar los gloriosos coros de los ángeles que alaban al Señor en los cielos». Al parecer, la santa tenía dudas sobre el efecto que habría de producir su conmovedora elocuencia entre los canónigos de Mainz, puesto que al mismo tiempo escribió una carta en tono mucho más enérgico al arzobispo, que a la sazón se encontraba en Italia. A raíz de aquella misiva, el arzobispo dejó sin efecto la prohibición de la música sacra en las iglesias de Mainz, pero, en cambio, no accedió a otro pedido de Hildegarda, a pesar de haberlo prometido, en el sentido de abandonar las luchas y las intrigas en Roma para volver y gobernar su propia diócesis. Ya para entonces, Hildegarda estaba quebrantada por las enfermedades y las mortificaciones; no podía mantenerse en pie y se hacía llevar de un lugar a otro. Pero «aquel instrumento desgastado y roto», según la frase de su amigo y capellán, Martín Guihert, aún producía bellos sonidos; hasta el último momento estuvo a la disposición del que quisiera algo de ella, dio consejos a los que se los requerían, respondió a complicadas interrogaciones, escribió, instruyó a sus monjas, alentó a los pecadores y no tuvo un instante de descanso. Muy poco tiempo después de su controversia con el capítulo de Mainz, el 17 de septiembre de 1179, murió pacíficamente.
Los numerosos milagros que realizó en vida, se multiplicaron en su tumba, según consta en el proceso de beatificación que, por dos veces, se inició ante la Santa Sede y nunca llegó a concluirse. Sin embargo, el Martirologio Romano la nombra como santa y su fiesta se celebra hasta hoy en varias diócesis de Alemania. Las visiones y revelaciones que santa Hildegarda afirmó haber recibido o que se atribuyen a ella, se encuentran entre los más famosos de esos fenómenos, y su don de actualizar las ideas con símbolos e imágenes ha permitido que se la compare con Dante y con William Blake. Por ejemplo, la caída de los ángeles la describe de esta manera: «Ví una gran estrella, con mucho esplendor y hermosura, de la que caían una multitud enorme de chispas incandescentes que la seguían en su carrera hacía el sur. Y todos le miraban a Él en su trono, con un aire de hostilidad hasta que, de pronto, le dieron la espalda y se dirigieron hacia el norte. Repentinamente, todos quedaron aniquilados y se convirtieron en carboncillos negros ... Y así cayeron al abismo donde los perdí de vista». En los dibujos que ilustran algunas hojas del manuscrito, los ángeles caídos se representan con estrellas negras que ostentan un punto luminoso en el centro y están rodeadas, por un halo dorado que despide puntitos blancos.. Encima de las estrellas negras, lejos en el horizonte, relucen todavía algunas estrellitas de luz dorada que se agrupan en caudas ondulantes y que, según los intérpretes de los símbolos, representan ojos flamígeros que vigilan ... A menudo, las representaciones de las estrellas luminosas, las muestran como si estuviesen en movimiento o en efervescencia, tal como las describieron muchos visionarios, de Ezequiel en adelante. «Esas visiones las tuve -escribe santa Hildegarda-, no dormida ni en sueños, ni en momentos de locura, ni con los ojos del cuerpo, ni los oídos de mi cabeza, ni en lugares escondidos; pero las vi plenamente, de acuerdo con la voluntad de Dios, cuando estaba despierta y vigilante, con los ojos del espíritu y los oídos internos. Y la pobre carne humana debe tener muchas dificultades en investigar y en explicar cómo sucedió eso que digo». Las visiones relatadas en la «Scivias» obtuvieron la aprobación cautelosa del papa Eugenio III, pero debe tenerse en cuenta que ni éstas ni otras aprobaciones de revelaciones particulares, imponen la obligación de creerlas. La Iglesia las recibe como probables y nunca corno ciertas; por eso, los individuos deben recurrir a la prudencia y rechazar la veracidad hasta de las más dignas de fe.
Fue proclamada Doctora de la Iglesia por SS Benedicto XVI el 7 de octubre de 2012.
Gran parte de nuestras informaciones en relación con la vida y hechos de santa Hildegarda, proviene de su propia correspondencia y de sus escritos, pero también hay dos o tres biografías de acuerdo con el concepto que se tenía sobre las biografías en la Edad Media. La más notable es la que escribieron los dos monjes Godofredo y Teodorico, que se halla impresa en el Acta Sanctorum, sept., vol. v. Hay otra, la de Guiberto de Gembloux, editada por el cardenal Pitra en su Analecta Sacra, vol. VIII. También hay datos de una investigación realizada en 1233 con vistas a su canonización, que fueron publicados por los bolandistas. Además, en los tiempos presentes ha surgido una abundante literatura en torno a la eminente mística alemana. En castellano hay desde hace algunos años un renovado interés en su obra, que llevó a la edición de las obras en nuestro idioma, y a la publicación de algunos interesantes sitios web; las referencias pueden encontrarse en la Brújula de ETF y en la Biblioteca; allí mismo se encuentran los links para descargar la reciente película de M. von Trotta «Visión, acerca de la vida de Hildegarda de Bingen». El Papa Benedicto XVI ha dedicado unas interesantes catequesis a la santa (primera parte y segunda parte). Las tres ilustraciones superiores están tomadas del códice Lucca (1220/1230) del «Libro de las Obras Divinas», la cuarta es fotografía del relicario actual, en el monasterio de Bingen.