La introducción de la fiesta del Corpus Christi se debe principalmente a los esfuerzos de la beata Juliana. Nació cerca de Lieja en 1192, y a los cinco años quedó huérfana, al cuidado de las religiosas de Monte Cornillon. Era éste un monasterio doble, de religiosos y religiosas de San Agustín, que se dedicaba a atender a los enfermos, especialmente a los leprosos. Para evitar que Juliana y su hermana Inés se contagiaran, la superiora les mandó a una finca de las cercanías de Amercoeur. Allí las educó con gran cariño la hermana Sapiencia. Inés murió joven, pero Juliana se convirtió en una muchacha muy estudiosa. Profesaba gran devoción al Santísimo Sacramento y pasaba horas enteras hojeando los volúmenes de san Agustín, san Bernardo y otros santos Padres, en la biblioteca. Cosa extraña, desde los quince o dieciséis años de edad, veía constantemente una especie de luna dividida por una banda negra. Al principio, temía Juliana que se tratase de un artificio del demonio para distraerla del estudio; pero poco a poco se convenció de que la aparición tenía un significado sobrenatural que todavía no era capaz de comprender. Finalmente tuvo una visión en la que el Señor le explicó que la luna representaba el año litúrgico con todas las fiestas y que la banda negra representaba la falta de la fiesta del Santísimo Sacramento que debía completar el ciclo.
Años más tarde, Juliana tomó el hábito en Monte Cornillon; pero era desconocida en el mundo y carecía de influencia para lograr la introducción de la fiesta de Corpus Christi. En 1225, fue elegida superiora y empezó a hablar de su misión a algunos amigos, en particular a la beata Eva. Era ésta una solitaria que vivía junto a la iglesia de San Martín, al otro lado del río. La beata habló también de sus planes con Isabel de Huy, que era una santa religiosa de su comunidad. Alentada por estas dos piadosas mujeres, se atrevió a confiarse a un sabio canónigo de San Martín, Juan de Lausana, rogándole consultase el asunto con los teólogos. El canónigo conferenció la cosa con Jacobo Pantaleón (quien fue más tarde Urbano IV), con Hugo de Saint Cher, provincial de los dominicos, con el obispo Guido de Cambrai, canciller de la Universidad de París, y con otros sabios, y todos aseguraron que no había ninguna objeción teológica ni canónica que oponer a la institución de la fiesta. Pero la oposición se levantó por otro lado. Aunque Juan de Cornillon había compuesto un oficio del Santísimo Sacramento, adoptado por los canónigos de San Martín, y aunque Hugo de Saint Cher habló en defensa de la beata, algunos empezaron a decir que era una visionaria y otras cosas peores. Aun en el monasterio se levantó la oposición contra Juliana. La dirección del monasterio dependía, en último término, del prior, pero parece que el burgomaestre y los ciudadanos tenían voz en la dirección del hospital, aunque el prior administraba las rentas. El nuevo prior, que se llamaba Rogelio, acusó a Juliana de falsificar las cuentas y de malversar los fondos para promover una fiesta que a nadie interesaba. El pueblo se enfureció y obligó a Juliana a partir del convento. El obispo Roberto mandó que se hiciesen investigaciones sobre el asunto; los resultados fueron excelentes: Juliana volvió a Monte Cornillon, el prior fue transladado al hospital de Huy y la diócesis de Lieja adoptó, en 1242, la fiesta del Corpus Christi. Sin embargo, después de la muerte del obispo se renovó la persecución y Juliana tuvo que salir de nuevo de la ciudad.
Con tres de las religiosas, Isabel de Huy, Inés y Otilia, anduvo errante de un sitio a otro hasta que encontró asilo en Namur. Allí vivieron algún tiempo de limosnas. Finalmente, la abadesa de Salzinnes tomó por su cuenta la causa de Juliana y obtuvo que el convento de Monte Cornillon le cediese una parte de su dote. Sin embargo, las dificultades siguieron lloviendo, como Juliana misma lo había predicho. Durante el sitio de Namur, las tropas de Enrique II de Luxemburgo quemaron la abadía de Salzinnes, y Juliana tuvo que huir con la abadesa. En Fosses pasó sus últimos días, enferma y muy pobre. Murió el 5 de abril de 1258, asistida por la abadesa y por su fiel amiga Ermentrudis. Eva, la antigua amiga de Juliana, completó su gran misión. Cuando subió a la Cátedra de San Pedro Urbano IV, quien había sido uno de los primeros en apoyar a Juliana, Eva acudió al obispo de Lieja para que solicitase del Sumo Pontífice la institución de la fiesta del Santísimo Sacramento. El papa accedió y, para demostrar a Eva su reconocimiento por la parte que había tenido en la institución de la fiesta, le envió la bula de aprobación y el oficio de Corpus Christi que santo Tomás de Aquino había compuesto a petición suya. En 1312, bajo Clemente V, el Concilio de Viena confirmó la bula de Urbano IV. Desde entonces, la fiesta del Corpus Christi se convirtió en día de precepto en Occidente; muchos católicos del rito oriental celebran también la fiesta. El culto de Juliana fue confirmado en 1869, por lo que es formalmente beata, pero se la llama tanto beata como santa.
En Acta Sanctorum, abril, vol. I, se encontrará la biografía original francesa traducida al latín, que constituye nuestra principal fuente sobre la beata. Ver también Clotilde de Sainte-Julienne, Sainte Julienne de Cornillon (1928) ; y E. Denis, La vraie histoire de Ste. Julienne... (1935). En flamenco existe una biografía escrita por J. Coenen (1946).