El culto a la beata Lidvina se ha extendido mucho más allá de las fronteras de su patria, pues se ha convertido en la patrona de las almas escogidas que viven retiradas del mundo y hacen penitencia por los pecados de los otros. El oficio de su fiesta dice que Lidvina fue «un prodigio de miseria humana y de paciencia heroica». Lidvina, que era la única hija en una familia de nueve hermanos, nació en Schiedam de Holanda, el Domingo de Ramos de 1380. Su padre era un labrador que trabajaba de velador para poder sostener a su familia. Se trataba de un cristiano tan ejemplar y de miras tan elevadas, que se negó siempre a tocar los regalos que más tarde, se hacían a su hija para que ésta pudiese repartirlos entre otras gentes más pobres. Hasta los quince años, Lidvina no se distinguía de cualquier otra muchacha buena, alegre y bonita, más que por el voto de castidad que había hecho. En el invierno excepcionalmente severo de 1395 a 1396, sufrió una grave enfermedad. Se había repuesto ya enteramente, cuando sus amigos la convidaron a patinar en un canal helado. Uno de los miembros del grupo, que se había quedado atrás, golpeó fuertemente a Lidvina por alcanzar a los otros; la joven cayó de bruces y se rompió la clavícula derecha. Sus amigos la condujeron a su casa y le prodigaron toda clase de cuidados; a pesar de ello, se presentaron complicaciones y el estado de Lidvina fue empeorando. Se le formó un absceso interno, que al reventar le produjo violentos vómitos y la dejó exhausta. A ello siguieron terribles jaquecas y dolores en todo el cuerpo, acompañados de fiebre y de una sed insaciable. La joven no encontraba descanso en ninguna postura. Aunque eran tan pobres, sus padres acudieron a varios médicos, pero todos se declararon incapaces de diagnosticar la enfermedad de Lidvina. Uno de ellos, el Dr. Andrés de Delft, confesó que todos los remedios humanos serían inútiles y no harían sino empobrecer aún más a la familia.
Al principio, Lidvina no se dio cuenta de que se trataba de una vocación especial. Deseaba la salud y huía del sufrimiento como lo hubiera hecho cualquiera otra joven de su edad y le apenaban las dificultades y gastos que su enfermedad imponía a sus padres. Pero la luz se fue haciendo poco a poco en ella, gracias al bondadoso P. Juan Pot, quien, según parece, era el cura de la parroquia. El P. Pot visitó a la enferma regularmente desde el principio y le fue enseñando, sencillamente, a pensar en la Pasión de Cristo y a unir sus sufrimientos con los de Él. Así fue aprendiendo Lidvina a meditar constantemente en la Pasión y, unos tres años más tarde, empezó a comprender que Dios la había escogido como víctima por los pecados ajenos. En cuanto comprendió de lleno esta tremenda verdad, aceptó su vocación con entusiasmo. A partir de entonces, sus sufrimientos se convirtieron en una fuente de gozo espiritual, de suerte que, si hubiese creído que con una simple Avemaría podía recobrar la salud, no la hubiera recitado. A los dolores de la enfermedad, empezó a añadir otras mortificaciones voluntarias, como la de dormir sobre planchas de madera, en vez de usar el colchón de plumas que sus padres le habían comprado. Cuando su enfermedad la clavó definitivamente en el lecho, el P. Pot empezó a llevarle la comunión, primero dos veces al año y después cada dos meses y en todas las grandes fiestas. Según la expresión de su biógrafo, Brugman, «la meditación de la Pasión y la comunión eran como los dos brazos con que Lidvina abrazaba a su Amado». Lidvina necesitaba realmente toda esa ayuda espiritual, ya que, a los diecinueve años de edad, su enfermedad empezó a presentar síntomas todavía más alarmantes. Los espasmos y vómitos constantes le produjeron un síncope cardíaco que acabó de postrarla. De su antigua belleza no quedaba nada, pues tenía una llaga desde la frente hasta la mitad de la nariz, y el labio inferior le colgaba medio separado de la mandíbula. Uno de los ojos estaba completamente ciego, en tanto que el otro era tan sensible a la luz, que la enferma no podía soportar siquiera el reflejo del fuego. Ya no podía levantarse del lecho; el único de sus miembros que conservaba algún movimiento era el brazo izquierdo; en el hombro derecho se le había formado otro absceso, que le producía una neuritis casi insoportable. A todo esto vino a añadirse una fiebre terciana.
Parecía que la corrupción del sepulcro había empezado en vida y que la beata estaba condenada a soportar esto hasta el fin de sus días. Su caso había empezado a interesar, ya desde entonces, a los especialistas, quienes hacían lo imposible por curarla. La fama de la extraordinaria paciencia con que soportaba sus sufrimientos llegó a oídos de Guillermo VI de Holanda y de su esposa, Margarita de Borgoña, quienes le enviaron a su propio médico. Era éste un hábil y bondadoso doctor, a quien el pueblo llamaba Godofredo Zonderdank («No-me-dé-las-gracias»), porque acostumbraba decir esa frase de los pobres, a quienes no cobraba por atenderles. El doctor Zonderdank y un colega consiguieron aliviar las llagas gangrenosas que se habían formado en el cuerpo de Lidvina, pero eso le produjo una inflamación general y la hidropesía. Sin embargo, Dios quiso evitar una prueba a la beata: la de ser mal comprendida o descuidada por su familia. Los padres de Lidvina, que tenían una piedad sencilla, no pudieron menos de reconocer la santidad de su hija y empezaron a recibir el premio de ello desde la tierra. Es un verdadero milagro que los repugnantes síntomas de la enfermedad de la joven, cuya descripción detallada preferimos evitar al lector, no hayan asqueado a quienes la rodeaban; pero la familia de la beata afirmaba que su cuerpo despedía un fragante perfume y, aunque no había en la habitación ninguna luz natural, can frecuencia estaba iluminada por una claridad sobrenatural tan brillante, que más de una vez los vecinos creyeron que se trataba de un incendio. Los elementos sobrenaturales empezaron a multiplicarse en la vida de Lidvina.
Al principio de su enfermedad, podía comer algunos alimentos sólidos, pero pronto tuvo que reducir su dieta a un poco de vino del Mosela y agua. En los últimos diecinueve años de su vida, según declararon los testigos, vivía únicamente de la sagrada comunión. La beata poseía los dones de curación, de telepatía y de profecía. Hacia el año de 1407, empezó a tener éxtasis y visiones místicas. Mientras su cuerpo entraba en un estado cataléptico, su alma conversaba con Dios, con los santos y con su ángel guardián, y era transportada a Roma, a Palestina y a las iglesias de la localidad. Unas veces ayudaba al Señor a cargar la cruz hasta el Calvario, otras veces presenciaba los sufrimientos de las almas del purgatorio y la bienaventuranza de los santos del cielo. Sus biógrafos subrayan dos cosas: en primer lugar, sus éxtasis no le hicieron perder nunca de vista su vocación y, en segundo lugar, a ellos seguía siempre un aumento de sufrimientos. Aunque las gentes aclamaban a Lidvina como santa, no le faltó la detracción y en forma particularmente dolorosa. El nuevo párroco de Schiedam era Maese Andrés, un premonstratense de Marienwerd, hombre mundano y sensual, absolutamente incapaz de comprender a la beata. Lleno de prejuicios contra ella -creía que se trataba de una hipócrita-, le negó durante algún tiempo la comunión y llegó hasta a decir a los fieles que Lidvina era víctima de ilusiones diabólicas y que había que orar por ella. Pero el pueblo de Schiedam, que amaba y veneraba a Lidvina, habría echado de la ciudad al párroco, si las autoridades no lo hubiesen impedido. Eso provocó una serie de investigaciones por parte de las autoridades eclesiásticas, que demostraron la absoluta sinceridad de Lidvina. Desde entonces, se le concedió que recibiese la comunión cada quince días. La beata sufrió mucho cuando su joven sobrina, Petronila, murió a resultas de los golpes que recibió al defenderla de los ataques de dos soldados. Finalmente, llegó la hora en que Dios había determinado poner fin a los sufrimientos de su sierva. La beata no había dormido prácticamente durante los últimos siete meses a causa del dolor. Su estado empeoró rápidamente en la Pascua de 1433. Poco antes de las tres de la tarde, el hermano menor de Petronila fue a toda prisa a buscar a un sacerdote; pero, cuando volvió a los pocos momentos, Lidvina había muerto ya, sola, tal como lo había deseado.
El culto de la beata había empezado prácticamente durante su vida. Después de su muerte no hizo sino aumentar, gracias a las biografías que escribieron su primo Juan Gerlac, Tomás de Kempis y Brugman, así como a los incansables esfuerzos de un médico, el hijo de Godofredo Zonderdank. Éste fue quien, para cumplir el último deseo de la beata, construyó un hospital en el sitio que ocupaba la casa en que Lidvina había vivido. Aunque muy frecuentemente se la llama «santa», Lidvina no ha sido formalmente canonizada, pero su culto fue confirmado por León XIII en 1890.
Los bolandistas publicaron en Acta Sanctorum (abril, vol. II) las dos versiones de la biografía escrita por Brugman, así como algunos extractos de la de Tomás de Kempis. La biografía que Juan Gerlac escribió en holandés, apareció en Delft en 1487. En la excelente obra de Hubert Meuffels, Sainte Lydwine (colección Les Saints, 1925), hay una amplia biografía. Esta última es sin duda la mejor de las biografías de tipo popular y corrige en muchos aspectos las exageraciones y errores de la obra de Huysmans, Sainte Lydwine de Schiedam, que ha tenido tantas ediciones. Existen muchas otras biografías de menor importancia. Dom Vincent Scully tradujo al inglés, en 1912, la biografía de Tomás de Kempis, con una excelente introducción; en ella incluye una traducción del impresionante documento que las autoridades de Schiedman publicaron en 1421, en el que afirman, entre otras cosas, que «durante los últimos siete años Lidvina no ha comido ni bebido nada, ni lo hace actualmente».