Más de tres siglos después de que Savonarola predijo la ruina de Brescia (profecía que se cumplió en 1512, cuando los franceses se apoderaron de la ciudad y la saquearon), nació una de las tres personas que, con su santidad, dieron gloria a Brescia en el siglo XIX; las otras dos fueron el beato Luis Pavoni y la beata Teresa Verzeri. María (a quien en su casa llamaban Paula o Paulina) nació en 1813. Era la sexta de los nueve hijos de Clemente de Rosa y de la condesa Camila Albani. Su infancia no tuvo nada de extraordinario. A los once años, María tuvo la pena de perder a su queridísima madre. A los diecisiete años, la joven abandonó la escuela para ocuparse de su padre y éste empezó a buscarle marido. Cuando le presentó al pretendiente, María se sobresaltó. En seguida, acudió a consultar al arcipreste de la catedral, Mons. Faustino Pinzoni, sacerdote muy sagaz, que había dado ya muestras de gran prudencia en su dirección. Mons. Pinzoni fue a ver personalmente a Clemente de Rosa y le explicó que su hija había determinado no contraer matrimonio. En aquella época, sobre todo en las clases superiores, los padres no solían preocuparse mucho de las inclinaciones de sus hijos, particularmente en cuestiones de matrimonio. Ello hace tanto más encomiable la actitud del padre de María, quien se plegó casi inmediatamente a la decisión de su hija y la apoyó más tarde en la realización de sus planes, por más que debían parecerle extravagantes. María siguió viviendo en su casa diez años. Cada día, se consagraba más a las obras de beneficencia, en lo cual su padre la precedía con el ejemplo. Entre las propiedades de Clemente se contaban unos telares en Acquafredda, en los que trabajaban algunas jóvenes. Una de las primeras empresas de Paula consistió en ocuparse de ellas. Su solicitud se extendió pronto a las jóvenes de Capriano, donde su familia tenía una casa de campo. Con la ayuda del párroco, María estableció allí una cofradía de mujeres y organizó para ellas retiros y misiones especiales. Los resultados fueron tan extraordinarios, que el párroco apenas reconocía a sus feligreses.
La epidemia de cólera hizo estragos en Italia en aquella época. Cuando la epidemia se declaró en Brescia, en 1836, María pidió a su padre permiso para asistir a los enfermos en los hospitales. Clemente aceptó no sin vacilar y temblar por la salud de su hija. Los servicios de María fueron bien acogidos en el hospital. La joven acudió con una viuda llamada Gabriela Echenos-Bornati, la cual tenía ya cierta experiencia en el cuidado de los enfermos. Ambas dieron tal ejemplo de olvido de sí mismas, laboriosidad y caridad, que toda la ciudad quedó profundamente impresionada (Manzoni describe en «Los Novios» el hospital de infecciosos de Milán. Ello puede dar una idea de las condiciones del de Brescia).
A raíz de eso, se pidió a María que se encargase de dirigir una especie de taller para jóvenes pobres y abandonadas. Se trataba de un puesto difícil para una joven que tenía apenas veinticuatro años. María lo desempeñó con gran éxito durante dos años, al cabo de los cuales, renunció a causa de ciertas diferencias con los protectores de la obra, quienes no querían que las jóvenes pasasen la noche en la casa que ocupaba el taller. María fundó entonces un dormitorio para doce jóvenes. Al mismo tiempo, empezó a ocuparse de una obra emprendida por su hermano Felipe y Mons. Pinzoni: se trataba de una escuela para niñas sordomudas, del tipo de las que Luis Pavoni estaba fundando entonces para niños. La escuela estaba aún en sus comienzos cuando Paula la cedió a las hermanas canosianas, quienes deseaban desarrollar la obra en gran escala en Brescia.
La historia de aquellos diez años de la vida de María es verdaderamente extraordinaria, sobre todo si se tiene en cuenta que aún no cumplía los treinta años y era de salud delicada. Pero había en ella algo de viril, y su energía física y su valor eran poco comunes; por ejemplo, en cierta ocasión, salvó la vida de una persona que iba en un carruaje cuyo caballo se desbocó, en circunstancias extremadamente peligrosas. Su inteligencia, rápida, aguda y tenaz, hacía juego con su carácter, de suerte que no practicaba la virtud en grado heroico, abandonando su evolución intelectual en materia de religión a la altura del catecismo de niños. Por el contrario, la santa llegó a poseer serios conocimientos teológicos, y en la selección de sus lecturas supo emplear la agudeza e intuición que la guiaban en los asuntos de la vida práctica. Su inteligencia se reveló particularmente cuando tuvo que resolver los complejos problemas que acompañan siempre a la fundación de una congregación religiosa. Por otra parte, María tenía una memoria muy tenaz para retener los recuerdos de personas y acontecimientos, tanto grandes como pequeños, cosa que le sirvió no poco.
La congregación empezó a tomar forma en 1840. Al principio, fue una especie de asociación piadosa, de la que María fue nombrada superiora por Mons. Pinzoni. La Sra. Cornati fue prácticamente cofundadora de dicha asociación, que tenía por finalidad atender a los enfermos en los hospitales; las socias no actuaban únicamente como enfermeras, sino que consagraban a los enfermos todo su tiempo y sus fuerzas. Las cuatro primeras socias, que tomaron el nombre de Doncellas de la Caridad, se establecieron en una casa ruinosa e incómoda, en las cercanías del hospital. Pronto fueron a unírseles quince jóvenes tirolesas, quienes habían oído a un misionero hablar de la asociación. Al poco tiempo, la comunidad constaba ya de treinta y dos personas. La forma en que trabajaban, despertó la admiración de la ciudad, de la que se hizo eco un médico que escribió un artículo sobre las obras de misericordia, espirituales y corporales, que llevaban a cabo. Pero no faltaban quienes criticasen seriamente la obra. Algunas personas consideraban a las Doncellas de la Caridad como instrusas y querían echarlas fuera. Sin embargo, a los tres meses de la fundación de la asociación, las autoridades de Cremona invitaron a las jóvenes a emprender una obra parecida en dicha ciudad, y éstas aceptaron. Escribiendo a la casa de Cremona decía Paula, a propósito de las dificultades de Brescia: «Espero que no sea ésta nuestra última cruz. Francamente, me habría dado pena que no fuésemos perseguidas».
Clemente de Rosa cedió poco después una casa mejor a la comunidad de Brescia. El obispo de la ciudad aprobó en 1843 la regla provisional. Gabriela Bornati murió pocos meses después, y esa pena vino a ensombrecer un tanto el gozo anterior. Aunque privada de su principal colaboradora, Paula podía aún guiarse por los consejos de Mons. Pinzoni. La congregación siguió creciendo y los hospitales fueron aumentando en número. En el verano de 1848, murió el arcipreste, precisamente en una época en que las convulsiones políticas sacudían a Europa y la guerra hacía estragos en el norte de Italia. Paula aprovechó la oportunidad para enviar a sus religiosas a encargarse del hospital militar de San Lucas. Ahí tuvieron también que enfrentarse con la oposición de los médicos, que preferían a las enfermeras seglares y a los ordenanzas militares. Las religiosas atendieron a las víctimas civiles y a los prisioneros. Además, anticipándose a Florencia Nightingale, ejercieron las obras de misericordia espirituales y corporales en pleno frente de batalla. Al año siguiente, tuvieron lugar los trágicos «Diez Días de Brescia». Paula y sus religiosas atendieron a todos los heridos sin distinción. Un destacamento indisciplinado hizo irrupción en el hospital. Paula, acompañada de media docena de religiosas que llevaban un crucifijo y dos cirios, cerró el paso a los soldados, los cuales vacilaron un momento, se detuvieron y se escurrieron fuera. El crucifijo, que todavía se conserva en Brescia, pasó de mano en mano entre los enfermos para que lo besaran.
Paula quería que sus religiosas uniesen la vida activa a la contemplativa. Pero no quería religiosas «activistas», de ésas que, según la expresión de Santa Luisa de Marillac, «corren por las calles con tazones de sopa». En aquella época, Italia era un campo ideal para fundaciones como la de Paula. Así pues, la santa partió a Roma en el verano de 1850. El 24 de octubre, Pio IX le concedió audiencia. Dos meses después, la congregación fue aprobada con una rapidez notable, según iban las cosas en Roma. La aprobación de las autoridades civiles fue menos rápida; por ello, las primeras veinticinco religiosas no pudieron hacer la profesión sino hasta el verano de 1852. Paula tomó el nombre de María del Crucificado. La erección canónica de la congregación abrió un período de rápido desarrollo. Pero la obra personal de la madre María en este mundo estaba próxima a su fin. Aunque apenas tenía cuarenta y dos años, sus fuerzas estaban totalmente agotadas, de suerte que se consideró como un milagro que recobrase la salud el Viernes Santo de 1855. El trabajo abundaba: el cólera amenazaba a Brescia, y había que abrir un convento en Espalato de Dalmacia y otro cerca de Verona. La santa sufrió un ataque en Mántua. Cuando llegó a Brescia, exclamó: «¡Bendito sea Dios, que me trae a morir en Brescia!» Dios la llamó a Sí tres semanas más tarde, el 15 de diciembre de 1855.
Mons. Pinzoni, quien la había conocido tan a fondo, dijo en cierta ocasión: «Su vida es un milagro que asombra a cuantos lo ven». Santa María resumió perfectamente el espíritu que la animaba, al decir a sus religiosas: «No puedo ir a acostarme con la conciencia tranquila los días en que he perdido la oportunidad, por pequeña que ésta sea, de impedir algún mal o de hacer el bien». Día y noche, estaba pronta a acudir en auxilio de los enfermos, a asistir a algún pecador moribundo, a poner fin a una reyerta, a consolar una pena. Así lo reconoció el pueblo de Brescia, que acudió en masa a los funerales. La canonización de santa María tuvo lugar en 1954.
B. Bartoccetti escribió una biografía muy completa, titulada Beata Maria Crocifissa di Rosa (1940). Existe un buen resumen de dicha obra, en noventa páginas, hecho por una religiosa de la congregación. Citemos también la biografía del Dr. L. Fossati.