Ante la llanura donde se levanta la antigua ciudad de Rodez, en el sur de Francia, hay una magnífica casa señorial a la que se conoce con el nombre de Druelle, y fue ahí donde nació, en 1787, la niña Marie Guillemette Emilie de Rodat. Apenas tenía dieciocho meses cuando la llevaron a vivir con su abuela materna en el castillo de Ginals, construido sobre una colina en las afueras de Villefranche-de-Rourgue. Allí se encontraba al estallar la Revolución cuyos horrores no llegaron a afectar aquella casa solariega en un lugar tan remoto.
A pesar de que de ninguna manera se vio libre de las travesuras y berrinches de la niñez, sí fue lo que puede llamarse una niña piadosa, y una prima suya que se atrevió a besarla, recibió un impresionante bofetón para que aprendiera a no andar con aquellas veleidades. Sin embargo, cuando cumplió los dieciséis años y comenzó a conocer algo de la vida en sociedad, su devoción se entibió bastante: descubrió que su confesor era demasiado estricto y se buscó otro, abrevió sus plegarias para no perder tiempo, y así por el estilo. Su abuela, mujer severa y vigilante, no dejó de advertir aquellos cambios y decidió que, en vista de que rechazaba la compañía de «las monjas y las gentes piadosas» en Villefranche, debía volver a la austera y monótona existencia de Ginals donde por entonces vivían sus padres. Aquella mudanza que se le impuso como castigo le sirvió en realidad para descubrir dónde radicaba su felicidad y su deber. Desde el día de Corpus Christi de 1804, experimentó una repentina y definitiva renovación espiritual y ya nunca volvió a mirar hacia atrás: «Me hallaba envuelta a tal punto en Dios», confiesa ella misma, «que hubiera podido orar sin detenerme quién sabe hasta cuándo, sobre todo si me hallaba en la iglesia ... Sólo durante una época de mi vida me sentí hastiada y aburrida y eso fue cuando le dí la espalda a Dios».
Al año siguiente, después de cumplir los dieciocho años, Emilia regresó a Villefranche, con el propósitu de ayudar a las monjas a establecer la Maison Saint-Cyr, donde ella misma había asistido a la escuela. No cabe duda de que Emilia pensaba encontrar ahí su propia vocación, pero la comunidad no resultó satisfactoria para ella, puesto que comprendía a monjas de cierta edad, salidas de varios conventos con motivo de la revolución y reunidas fortuitamente bajo un techo. Su falta de unidad interna se reflejaba en la forma como trataron a Emilia: unas aprobaban prontamente sus ideas, otras encontraban exagerado y fuera de propósito su entusiasmo. La joven se había hecho cargo de cuidar a los niños durante los recreos, de prepararlos para la primera comunión y de enseñarles geografía; la segunda de sus obligaciones invadió la tercera, porque los nombres de santos en los diversos lugares geográficos le brindaban la ocasión de extraer una lección edificante de la vida del bienaventurado en cuestión. Pero no fue su trabajo en la escuela ni su amor por los niños lo que influyó en su vida espiritual, sino los consejos y conversaciones del padre Marty, el director espiritual del establecimiento. Por consejo de éste, durante los once años que Emilia pasó en la Maison Saint-Cyr, hizo el intento de buscar su camino en otra parte: en Figeac con las Damas de Nevers, en Cahors con las Hermanas de la congregación del Picpus, en Moissac con las Hermanas de la Misericordia; y tras cada una de aquellas expiriencias, desalentada e inquieta, regresaba a Villefranche y se reprochaba su inestabilidad.
Cierto día, durante la primavera de 1815, Emilia de Rodat visitó la casa de un enfermo donde gran número de vecinos discutían (sin duda que con poca discreción y caridad) la casi imposibilidad de mandar a los hijos a la escuela, porque carecían de dinero para pagarla. Con la claridad y la rapidez de un relámpago, surgió la idea en su mente y así la puso en práctica. «Yo daré la instrucción necesaria a esos pobres niños», dijo para sí misma y, sin pérdida de tiempo, fue a abrir su corazón al padre Marty. Eso, precisamente, era lo que él había estado esperando y, en cosa de pocas semanas, Emilia empezó a instruir a los niños pobres en su propia habitación de la Maison Saint-Cyr. No era más que una habitación pequeña, pero Emilia se las arregló para recibir en ella a cuarenta niños y a las maestras que le ayudaban. Aquel fue el principio de lo que habría de llegar a ser la Congregación de la Sagrada Familia (hay más congregaciones con ese mismo nombre), aunque naturalmente no faltaron las oposiciones y las dificultades. Los padres de una de las ayudantes, llamada Eleonor Dutriac, la amenazaron con un proceso legal por hacer trabajar a Eleonor que sólo tenía dieciséis años, en condiciones inhumanas; algunas de las otras monjas del establecimiento trataron rudamente a Emilia; buena parte de la opinión pública se puso en su contra, y muchos miembros del clero la criticaron. Pero a pesar de todo y con el callado pero firme apoyo del padre Marty, Emilia siguió adelante, recurrió a sus propios bienes para alquilar y acondicionar una casa y, en mayo de 1816, se inició su escuela gratuita. Entretanto, la comunidad en la Maison Saint-Cyr, se venía abajo; menos de dieciocho meses después de que la hermana Emilia (ya para entonces había hecho sus votos) abandonó el edificio, regresó a hacerse cargo de él, con otras ocho hermanas y un centenar de alumnos. Las gentes dejaron de burlarse y de criticar al grupo y, por el contrario, se dispusieron a darle apoyo.
Transcurrieron dos años antes de que la hermana Emilia pudiese adquirir otro edificio más amplio y mejor, en un monasterio abandonado, con su capilla y su jardín; pero fue entonces cuando ocurrió una catástrofe que estuvo a punto de acabar con la naciente comunidad. En ésta se produjo una serie de fallecimientos sucesivos que se iniciaron con la muerte de la hermana Eleonor Dutriac, cuya causa no pudo ser descubierta por los médicos y la que el famoso sacerdote Mons. Alejandro von Hohenlohe atribuyó a la influencia diabólica. La hermana Emilia se sintió inclinada a considerar aquellos desastres como un signo de que ella no estaba llamada a hacer una fundación, y llegó a pensar seriamente en fundir su comunidad con la de las Hijas de María, recientemente establecida por Adela de Batz de Trenquelléon. Casi seguro que esto era lo que habría sucedido, a no ser por la enérgica actitud de las hermanas de Villefranche que se negaron a tener otra madre superiora que no fuese Emilia de Rodat. Esta tuvo que ceder, y se llevó a cabo la instalación de la nueva casa. En el otoño de 1820, todas las hermanas hicieron sus votos perpetuos y tomaron el hábito, cuya característica es la orla transparente del velo que cubre la parte superior de la cara.
Durante los siete años siguientes, la madre Emilia sufrió terribles enfermedades corporales: primero unas adherencias cancerosas en la nariz y, luego, un mal que le dejó para siempre extraños ruidos en los tímpanos (posiblemente el mal de Menier) . Precisamente debido a su mala salud, se pudo establecer la primera de las filiales en Aubin, a donde la madre Emilia había ido a consultar con un médico. El padre Marty no estaba completamente en favor de aquella fundación, debido al gran número de dificultades legales, pero la madre Emilia, no obstante que nunca había pensado más que en una sola comunidad y una escuela, siguió los dictados de su propio criterio. Después tuvo que arrepentirse de su indocilidad y se lamentaba de que «la palabra Aubin llegó a adquirir en mis oídos la discordante sonoridad del grito de un pavo real». Cerca de Aubin había una mina de carbón y muchos de los mineros eran ingleses. Estos y sus familiares se beneficiaron con el convento y la escuela y contribuyeron a la formación de una especie de hermanas terciarias que atendían a las necesidades de los fieles a distancia del convento (Inglaterra pagó su deuda de gratitud a las hermanas, al acogerlas cordialmente citando fueron expulsadas de Francia, en 1904). Pocos meses más tarde, la ayuda directa del padre Marty fue retirada cuando se nombró a éste vicario general del obispo de Rodez.
A la mala salud física de la madre Emilia se sumó entonces una prolongada y severa "noche oscura del alma", pero ella continuó ampliando sus congregaciones y haciendo nuevas fundaciones (antes de su muerte, había treinta y ocho casas). A la enseñanza agregó el cuidado de los enfermos y otras buenas obras, de manera que las exigencias sobre los recursos de las hermanas eran a menudo excesivas; sin embargo, la madre Emilia tuvo siempre una confianza absoluta en que podría responderse a las necesidades de los pobres y así fue siempre, a veces con misteriosas multiplicaciones de dinero y de alimentos, que tenían la marca de lo milagroso. Por otra parte, Emilia insistió siempre en adoptar la más extrema sencillez en todos sus establecimientos y en el ahorro de todo lo posible que se requería para las necesidades de los pobres. Aquella economía se aplicaba a la capilla lo mismo que el refectorio; la madre Emilia estaba al tanto de que los ricos mármoles y las costosas imágenes no eran necesariamente una muestra de honor para Dios, como lo habían dicho y repetido los monjes del Cister y los franciscanos durante la Edad Media. El padre Marty tenía otras ideas, pero aquella diferencia de opinión era un asunto sin la menor importancia, en comparación a las dificultades que surgieron para la iniciación de algunos de los conventos, dificultades aquellas tan terribles, que uno de los biógrafos de la santa afirma que parecían creadas por «la rabia del demonio». Pero no obstante todo aquello, las aspirantes seguían llegando, y no es que la madre Emilia alentase a las jóvenes a «abandonar el mundo», por el contrario, tenía un gran respeto por la libertad personal y la responsabilidad individual, y a menudo recordaba a las gentes que «la vocación religiosa se produce por la gracia de Dios y no por nuestras palabras».
En 1843, las hermanas de Villefranche comenzaron a visitar las cárceles, con resultados muy alentadores, tanto así, que dos años más tarde se inauguró la primera casa de regeneración para mujeres. Asimismo hubo un lugar que Mons. Gély llamaba con buen humor «el Hotel de los Inválidos» y que era en realidad un lugar de retiro para los religiosos y sacerdotes de edad avanzada; a ese hospicio se agregó una casa para los novicios y un orfelinato. Pero no por el rápido crecimiento y la multiplicidad de las tareas, se relegaron a segundo término las monjas enclaustradas de la congregación. La madre Emilia no desperdició la primera oportunidad que se le presentó para establecer un convento de clausura y, así, realizó una idea que había acariciado siempre con verdadero amor, puesto que consideraba que, con ello, su comunidad se personificaba en Marta y María; el trabajo activo de Marta en el mundo era alentado y bendecido por el trabajo de María en el claustro, ofreciéndolo al Salvador. La madre Emilia tenía el don de hacer frases ingeniosas. «Hay gentes que no sirven para el convento, pero el covento sí les sirve a ellas», solía decir; «en el mundo se hallan perdidas y en el convento no hacen mucho bien, pero al menos se conservan alejadas del mal». Si una novicia miraba a su alrededor cuando alguien entraba en la sala, se le ordenaba ir a besar los pies del crucifijo, «como un castigo y no como una recompensa». «Si me encontrase con un ángel junto a un sacerdote, me inclinaría primero ante el sacerdote». «Los evangelistas mencionan las cuatro ocasiones en que habló la Santísima Virgen, pero no nos dicen ni una palabra de lo que habló san José. Si examinamos ese caso como es debido, veremos que hay en él una lección valiosa». «La confesión es una acusación, no una conversación». Hay algo de amargura o de dureza en esas frases elegidas al azar. Por cierto, que la santa no era muy inclinada a hacer bromas, pero al tratar el regocijo de los santos, cambiaba de actitud, consideraba su alegría como una característica de la santidad y siempre destacaba su valor. «Mantened vuestro entusiasmo», escribía a una postulante. «Conservad el valor. Poned toda vuestra confianza en Dios y sólo así tendréis siempre una santa alegría». A las hermanas en Aubin, les decía: «¡Alegraos, alegraos! Debemos mantener lejos toda tristeza». En los días de su juventud, su defecto principal era el orgullo personal y por eso decía en una de sus cartas: «Debo tratar de ser humilde en el mismo grado que fui orgullosa». Por cierto que lo consiguió y aun se sobrepasó un poco, puesto que descuidó su apariencia personal y sus vestimentas, de manera que su biógrafo, el padre Rayelt, afirma que «con una candidez natural, aparecía a veces ridícula». Resulta interesante descubrir en la Francia del siglo diecinueve este eco, si así puede llamarse, de «las locuras por el amor de Cristo» que a veces se producían cuatrocientos o seiscientos años antes.
«Es bueno ser objeto de desprecio», declaraba santa Emilia, y por cierto que los calumniadores y los difamadores que rondaron en torno a ella dnrunte algún tiempo, le demostraron absoluto desprecio. Las gentes solían escribirle cartas insultantes y maliciosas y, si acaso la secretaria de la madre Emilia protestaba por las palabras suaves y las amabilidades con que ella respondía a los improperios, replicaba la superiora: «¿No sabes que somos la hez del mundo y que cualquiera tiene derecho a maltratarnos?» Una abnegación semejante sólo podría ser sostenida por medios divinos y, por consiguiente, no debe sorprendernos saber que a menudo era imposible interrumpir las plegarias de santa Emilia, hasta que su estado de éxtasis había pasado.
Las hermanas de la Sagrada Familia perdieron el cariñoso cuidado del padre Marty, en lo que a este mundo se refiere, cuando murió, a fines de 1835. No siempre había estado de acuerdo con la hermana Emilia, ni ella había buscado siempre las reconciliaciones («Es un santo -solía decir-, pero un santo muy terco»); sin embargo, siempre los unió el más sincero afecto, el respeto y el propósito común, y no era lo menos que la madre Emilia debía al padre Marty, la constante solicitud de éste para mantener viva la llama del Espíritu Santo en la comunidad, algo que es de inapreciable valor para los cristianos. La madre Emilia sobrevivió a su viejo amigo diecisiete años.
Fue en abril de 1852 cuando apareció un tumor canceroso en el ojo izquierdo de la madre Emilia y, desde el primer momento, supo que su fin estaba cerca. Renunció al gobierno de la congregación para dejarlo en manos de la madre Foy y no se guardó para sí, como ella misma dijo, nada más que el sufrimiento. Y así fue precisamente, porque sus sufrimientos y su debilidad corporales aumentaron terriblemente de día en día. Durante casi tres semanas, a partir del 3 de septiembre, la madre Emilia permaneció a la espera del momento de su muerte. Entre los proyectos que hizo durante su larga agonía, figuró la Hermandad de la Santa Infancia y sus tareas para los niños abandonados de la China. «Conservad vivo el interés por los niños», decía a sus hijas, «y enseñadlos a amaros por el interés que en ellos tenéis». «La muralla se derrumba», les advirtió en la tarde del 18 de septiembre y, al día siguiente, se derrumbó tan sólo para ser reconstruida en la Jerusalén celestial, donde juegan eternamente aquellos niños a quienes ella dedicó su vida terrenal. Emilia de Rodat fue canonizada en 1950.
Hay diversas biografías en francés, como la de L. Aubineau (1891), la de L. Reylet (1897), la de Mons. Ric. ard en la serie Les Saints (1912), la del R. P. Barthe, L'Esprit d'Emilie de Rodat (2 vols., 1897) y la de M. Arnal (1951). Sus cartas fueron publicadas por separado en 1888. El libro más cómodo y agradable para leerse, es Marie-Emilie de Rodat, por Margarita Savigny Vasco (1940). La autora tuvo acceso, además de todas las fuentes de información impresas en existencia, a cierto material manuscrito y cabe preguntarse si supo hacer el mejor uso posible de su oportunidad, aunque la Academia Francesa le dio las palmas por su obra.