Estos tres santos niños de raza indígena, primeros frutos de la evangelización de América, fueron beatificados en México el 6 de mayo de 1990, el mismo día en que lo fue también el más conocido san Juan Diego, a quien se le apareció la Virgen de Guadalupe; y fueron canonizados por Papa Francisco en Roma, el domingo 15 de octubre de 2017.
No han quedado de ellos reliquias, ni hay testimonio de un milagro realizado como beatos. Los niños mártires llegaron a la santidad gracias a un proceso especial, y al interés directo del Papa quien, para su consagración, estuvo de acuerdo en considerar como elemento determinante la extendida y continuada devoción popular de la que gozan en tierras mexicanas.
He aquí parte de la homilía pronunciada por SS Juan Pablo II en la beatificación, que puede leerse completa en el site del Vaticano.
«Cristo..., cargado con nuestros pecados, subió al madero de la cruz..., por sus llagas habéis sido curados» (1P 2, 21. 24. 25).
Queridísimos hijos e hijas de México:
1. He venido de nuevo a vuestra tierra para confesar ante vosotros y con todos vosotros, la fe común en Cristo, el único Redentor del mundo. Quiero proclamarlo en todos los lugares de mi peregrinación por vuestra tierra; pero quiero hacerlo ante todo aquí, en este lugar particularmente sagrado para vosotros: el Tepeyac.
Cristo, Redentor del mundo, está presente en la historia, generación tras generación, por medio de su Santísima Madre, la misma que lo dio a luz en Belén, la misma que estaba junto a la cruz en el Gólgota. Cristo, pues, por medio de la Virgen María, ha entrado en las vicisitudes propias de todas las generaciones humanas, en la historia de México y de toda América. El lugar en el que nos hallamos, la venerada basílica de Guadalupe, confiere a este hecho salvífico un testimonio de insuperable elocuencia.
Me siento particularmente feliz al poder comenzar mi segunda visita pastoral a México desde este lugar sagrado, hacia el cual dirigen sus miradas y sus corazones todos los hijos de la patria mexicana, dondequiera que estén. Por eso, desde este santuario, donde late el corazón materno que da vida y esperanza a todo México, quiero dirigir mi más afectuoso saludo a todos los habitantes de esta gran nación, desde Tijuana y Río Bravo, hasta la península de Yucatán. Quiero que el saludo entrañable del Papa llegue a todos los rincones, al corazón de todos los mexicanos para darles afecto, alegría, ánimos para superar las dificultades y para seguir construyendo una sociedad nueva donde reinen la justicia, la verdad y la fraternidad, que haga de este querido pueblo una gran familia. Agradezco vivamente las afectuosas palabras de bienvenida que el señor cardenal Ernesto Corripio Ahumada, arzobispo de México, me ha dirigido, en nombre también de nuestros hermanos en el episcopado y de toda la Iglesia mexicana.
2. Mi gozo es aún más grande porque al empezar ahora esta segunda visita pastoral en vuestra tierra, como Sucesor del Apóstol san Pedro y Pastor de la Iglesia universal, el Señor me concede la gracia de beatificar, es decir de elevar a la gloria de los altares, a algunos hijos predilectos de vuestra nación. Lo he hecho en el nombre y con la autoridad recibida de Jesucristo, el Señor, el que nos ha redimido con la sangre de sus santísimas llagas y por eso se ha convertido en el Pastor de nuestras almas.
Juan Diego, el confidente de la dulce Señora del Tepeyac. Los tres niños mártires de Tlaxcala, Cristóbal, Antonio y Juan. El sacerdote y fundador José María de Yermo y Parres. Sus nombres, inscritos ya en el cielo, están desde hoy escritos en el libro de los bienaventurados y en la historia de la fe de la Iglesia de Cristo, que vive y peregrina en México. Estos cinco beatos están inscritos de manera imborrable en la gran epopeya de la evangelización de México. Los cuatro primeros en las primicias de la siembra de la palabra en estas tierras; el quinto en la historia de su fidelidad a Cristo, en medio de las vicisitudes del siglo pasado. Todos han vivido y testimoniado esta fe, al amparo de la Virgen María. Ella, en efecto, fue y sigue siendo la «Estrella de la evangelización», la que con su presencia y protección sigue alimentando la fe y fortaleciendo la comunión eclesial.
3. La beatificación de Juan Diego y de los niños mártires de Tlaxcala nos hacen recordar las primicias de la predicación de la fe en estas tierras, ahora que nos estamos preparando para celebrar el V Centenario de la evangelización de América. El Evangelio de Jesucristo penetró en México con el ardor apostólico de los primeros evangelizadores. Ellos anunciaron a Jesucristo crucificado y resucitado, constituido Señor y Mesías, y atrajeron a la fe a las multitudes, con la fuerza del Espíritu Santo que inflamaba su palabra de misioneros y el corazón de los evangelizados. Aquella ardorosa acción evangelizadora respondía al mandato misionero de Jesús a sus Apóstoles y a la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés. Lo hemos escuchado en la primera lectura de esta celebración eucarística, cuando Pedro, en nombre de los demás Apóstoles, proclamó el «kerigma» de Cristo crucificado y resucitado.
Aquellas palabras llegaron al corazón de los oyentes quienes preguntaron enseguida a Pedro y a los demás Apóstoles: «¿Qué tenemos que hacer, hermanos?» (Hch 2, 37). La respuesta del Príncipe de los Apóstoles explica claramente el dinamismo de todo auténtico proceso de conversión y de agregación a la Iglesia. A la proclamación del Evangelio sigue la aceptación de la fe por parte de los catecúmenos en virtud de la palabra que mueve los corazones. A la confesión de la fe sigue la conversión y el bautismo en el nombre de Jesús, para la remisión de los pecados y para recibir la efusión del Espíritu Santo. Por medio del bautismo los creyentes son agregados a la comunidad de la Iglesia para vivir en comunión de fe, esperanza y amor.
De hecho «los que aceptaron sus palabras -nos dice el texto sagrado- se bautizaron, y aquel día se les agregaron unos tres mil» (Hch 2, 41). Así fueron los orígenes de la predicación evangélica y de la extensión de la Iglesia por el mundo entero. No se pueden proclamar estas palabras sin pensar espontáneamente en la continuidad de esta evangelización y efusión del Espíritu Santo aquí en México. En efecto, de ella fueron beneficiarios y colaboradores nuestros beatos, primicias de la evangelización y testigos preclaros de la fe de los orígenes. Aquí se cumplió la palabra profética de san Pedro el día de Pentecostés: «Porque la promesa vale para vosotros y para vuestros hijos y, además, para todos los que llame el Señor Dios nuestro, aunque estén lejos» (Ibíd., 2, 39).
4. Lejanos en el tiempo y en el espacio estaban estas tierras y los hombres y mujeres que las poblaban; pero en virtud del mandato apostólico llegaron finalmente aquí un grupo de doce misioneros que la tradición ha llamado, con evidente alusión a los orígenes de la predicación apostólica, los «doce Apóstoles». Con la cruz en la mano anunciaron a Cristo Redentor y Señor; predicaron la conversión, y las multitudes recibieron las aguas regeneradoras del santo bautismo y la efusión del Espíritu Santo. Así, estos pueblos se incorporaron a la Iglesia, como en el día de Pentecostés, y la Iglesia se enriqueció con los valores de su cultura. Los mismos misioneros encontraron en los indígenas los mejores colaboradores para la misión, como mediadores en la catequesis, como intérpretes y amigos para acercarlos a los nativos y facilitar una mejor inteligencia del mensaje de Jesús.
Como ejemplo de ellos tenemos a Juan Diego, de quien se dice que acudía a la catequesis en Tlaltelolco. También a los niños mártires de Tlaxcala, que en su tierna edad siguieron con entusiasmo a los misioneros franciscanos y dominicos, dispuestos a colaborar con ellos en la predicación de la buena nueva del Evangelio.
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6. Con inmenso gozo he proclamado también beatos a los tres niños mártires de Tlaxcala: Cristóbal, Antonio y Juan. En su tierna edad fueron atraídos por la palabra y el testimonio de los misioneros y se hicieron sus colaboradores, como catequistas de otros indígenas. Son un ejemplo sublime y aleccionador de cómo la evangelización es una tarea de todo el pueblo de Dios, sin que nadie quede excluido, ni siquiera los niños. Con la Iglesia de Tlaxcala y de México me complace poder ofrecer a toda América Latina y a la Iglesia universal este ejemplo de piedad infantil, de generosidad apostólica y misionera, coronada por la gracia del martirio.
En la Exhortación Apostólica «Christifideles Laici» quise poner particularmente de relieve que la inocencia de los niños «nos recuerda que la fecundidad misionera de la Iglesia tiene su raíz vivificante, no en los medios y méritos humanos, sino en el don absolutamente gratuito de Dios» (Christifideles Laici, 47). Ojalá el ejemplo de estos niños beatificados suscite una inmensa multitud de pequeños apóstoles de Cristo entre los muchachos y muchachas de Latinoamérica y del mundo entero, que enriquezcan espiritualmente nuestra sociedad tan necesitada de amor.
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