Hunerico, el rey vándalo -y arriano- de África, publicó en el séptimo año de su reinado un edicto contra los católicos y mandó demoler todos los monasterios. Siete monjes que vivían cerca de Capsa, en la provincia de Bizacene, fueron convocados a Cartago. Sus nombres eran: Librado o Liberato, abad del monasterio; Bonifacio, diácono; Servo y Rústico, subdiáconos; Rogato, Séptimo y Máximo, monjes. Como se les hiciesen magníficas promesas si abrazaban el arrianismo, los monjes respondieron al unísono: «Confesamos que hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo. En cuanto a nuestros cuerpos, haz de ellos lo que te parezca y guárdate las riquezas perecederas que nos ofreces». Entonces el juez mandó que se los encadenase y se los encerrase en una mazmorra.
Cuando el rey lo supo, redobló tiránicamente la pena impuesta por el juez y poco después los mandó quemar vivos. Los perseguidores hicieron lo imposible por tentar a Máximo, que era muy joven (en realidad era uno de los alumnos de los monjes, el Martirologio Romano dice «niño»), pero Dios, que hace brotar alabanzas de la boca de los niños, le dio la fortaleza necesaria para vencer la tentación. En efecto, el joven declaró que jamás lograrían apartarle del abad y de sus hermanos. El juez mandó llenar de leña un viejo navio y obligó a los mártires a embarcarse en él; pero todos los intentos de los perseguidores por incendiar la nave fracasaron. Entonces, el propio Hunerico dio la orden de desembarcar a los confesores de Cristo y de romperles el cráneo a mazazos.
Todos los datos que poseemos acerca de estos mártires provienen de una pasión que se atribuía antiguamente a Víctor de Vita. En Acta Sanctorum, agosto, vol. III, puede verse el documento con algunos comentarios.
Imagen: Los tres jóvenes en el horno (Dn 3), en una representación catacumbal del año 206, en Roma.