Esta gran fiesta tomó su nombre de la buena nueva anunciada por el arcángel Gabriel a la Santísima Virgen María, referente a la Encarnación del Hijo de Dios. Era el propósito divino dar al mundo un Salvador, al pecador una víctima de propiciación, al virtuoso un modelo, a esta doncella -que debía permanecer virgen- un Hijo, y al Hijo de Dios una nueva naturaleza, una naturaleza humana capaz de sufrir el dolor y la muerte, a fin de que Él pudiera satisfacer la justicia de Dios por nuestras transgresiones. El Espíritu Santo, que para la Virgen estaba en el lugar del esposo, no se contentó con hacer que su cuerpo fuera capaz de dar la vida al Dios Hombre, sino que enriqueció su alma con la plenitud de la gracia, de suerte que pudiera haber una especie de proporción entre la causa y el efecto y, para que ella pudiera ser la criatura más cualificada para cooperar en este misterio de santidad; por lo tanto, el ángel se dirigió a ella, diciéndole: «Dios te salve María, llena eres de gracia». Si María no hubiese estado profundamente arraigada en la humildad, esta forma de salutación y el significado del gran designio para el que se pedía su cooperación, fácilmente la habrían envanecido, pero en su humildad, ella sabía que la gloria de cualquier gracia que poseyera pertenecía a Dios. Su modestia había sugerido una duda, pero una vez que ésta fue disipada, sin más investigación, dio su asentimiento para esa su misión celestial. «He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu palabra». El mundo no iba a tener un Salvador hasta que ella hubiese dado su consentimiento a la propuesta del ángel. Lo dio y he aquí el poder y la eficacia de su ¡Fiat! (hágase). En ese momento, el misterio de amor y misericordia prometido al género humano miles de años atrás, predicho por tantos profetas, deseado por tantos santos, se realizó sobre la tierra. En ese instante, el Verbo de Dios quedó para siempre unido a la raza humana: el alma de Jesucristo, producida de la nada, empezó a gozar de Dios y a conocer todas las cosas, pasadas, presentes y futuras; en ese momento Dios comenzó a tener un adorador infinito y el mundo un mediador omnipotente y, para la realización de este gran misterio, solamente María es escogida para cooperar con su libre consentimiento.
Hay razones para creer que, de entre todos los grandes misterios de la vida de Nuestra Señora, la Anunciación haya sido el primero en ser honrado litúrgicamente y que, habiéndose identificado, como quiera que fuese, la fecha de ese evento, con el día 25 de marzo, llegó a ser el punto de partida de todo lo que podría llamarse ciclo de Navidad. Si Nuestro Señor se encarnó el 25 de marzo, era natural suponer que naciera el 25 de diciembre; su circuncisión seguiría el 1° de enero y su presentación en el templo y la purificación de su Madre, el 2 de febrero, cuarenta días después de aquél en que los pastores se reunieron en Belén, alrededor del pesebre. Más aún, ya que el día de Anunciación era «el sexto mes para Isabel, la que se decía estéril», el nacimiento de san Juan Bautista se produciría tan sólo una semana antes de terminar junio. Lo que sabemos de cierto es que ya, en los primeros años del siglo tercero, Tertuliano (Adv. Judaeos, c. VIII) establece definitivamente que nuestro Salvador murió en la cruz el 25 de marzo. Más aún, esta tradición, si puede ser llamada así, está confirmada por otros escritores antiguos, sobre todo por Hipólito en la primera mitad del mismo siglo tercero quien, no solamente en su comentario sobre Daniel indica este mismo día como el de la Pasión del Señor, sino que en su crónica señala para el 25 de marzo «el nacimiento de Cristo», así como su crucifixión. San Agustín está de acuerdo en esto, ya que en su obra De Trinitate (4:5) declara que Jesús fue «ejecutado el 25 de marzo, el mismo día del año que aquél en que fue concebido» («Octavo enim kalendas aprilis conceptus creditur quo et passus»).
Al mismo tiempo, no se debe suponer que este reconocimiento de un día en particular en el calendario como el verdadero aniversario de la visita del ángel a María, implique necesariamente que una celebración litúrgica haya sido ya instituida para conmemorarlo. Aparte de la Natividad, la Resurrección de Nuestro Señor y la fiesta de Pentecostés, el calendario primitivo de la Iglesia sólo parece haber honrado formalmente el nacimiento para el cielo de sus mártires. Pero todos los grandes episodios en la historia de la Redención del hombre llegan paulatinamente a ser honrados por separado, mediante un ofrecimiento especial del santo sacrificio, con formularios de oración apropiados para la ocasión. Desgraciadamente, la literatura de la Iglesia primitiva abunda en documentos apócrifos, a menudo atribuidos, sin comprobación, a escritores cuyos nombres son famosos en la historia de la Iglesia. Hay también discursos y libros que han sido interpolados con material extraño o que, en el proceso de traducción a otras lenguas, han tomado un colorido que corresponde, no al original, sino al país o período en que se hizo la traducción. Todo esto debe necesariamente exigir grandísima precaución al sacar deducciones de alusiones literarias que no pueden ser citadas con seguridad. Aunque a San Gregorio Taumaturgo, que vivió en el siglo III, se le atribuyen no menos de seis sermones que tienen por tema la Anunciación, no hay una base sólida para creer que todos ellos sean auténticos, mucho menos para suponer que algunas de esas fiestas fueran celebradas en tal fecha. Pero antes del año 400, se construyó una iglesia en Nazaret para conmemorar la Anunciación y, la construcción de una iglesia puede tomarse como una buena prueba de alguna celebración litúrgica de la ocasión que expresamente conmemora.
Tal solemnidad habría sido adoptada de una manera semejante, en el curso del tiempo, en otras localidades y, probablemente se difundió, poco a poco, en todo el mundo cristiano. Parece haber una indicación de esto en un sermón de san Proclo de Constantinopla, antes del año 446, pero un ejemplo más satisfactorio se encuentra en un discurso de san Abramio, obispo de Éfeso, alrededor de un siglo después. Como la tradición oriental se opuso siempre a la celebración de algún día en particular de la liturgia eucarística durante la Cuaresma, exceptuando el domingo (en algunos países, también el sábado), se tuvo por costumbre no celebrar ninguna fiesta durante el gran ayuno. Esto debe haber impedido el reconocimiento general de la Anunciación, y de hecho, descubrimos que el Concilio in Trullo, en 692, define la regla de que las fiestas litúrgicas no se celebraran en los días entre semana durante la Cuaresma, con la sola excepción de la fiesta de la Anunciación, el 25 de marzo. Por el discurso de san Abramio, arriba mencionado, sabemos que ya previamente hubo una conmemoración de este misterio (la que por supuesto debe ser considerada tanto fiesta de Nuestro Señor como de su Madre) el domingo anterior a Navidad. La celebración de esta fiesta, en marzo, entre los griegos, está claramente comprobada alrededor del año 641 por el Chronicon Paschale.
En Occidente, la historia parece haber sido muy semejante. Lo expuesto acerca de la fecha generalmente aceptada y que coincide con la celebración de las solemnidades de la Semana Santa o, en todo caso, con los ayunos de la Cuaresma, fue siempre un obstáculo para la celebración de una fiesta en marzo. Sabemos por San Gregorio de Tours, que en el Siglo VI se celebraba en las Galias una fiesta de Nuestra Señora -su finalidad especial no se menciona- «a mediados de enero». El «Hieronymianum» de Auxerre (c. 595), aparentemente indica con más precisión el 18 de enero, pero se refiere expresamente a su muerte. La elección de esta fecha parece haber estado determinada por el deseo de evitar la posibilidad de coincidencia con el día más cercano en el que pudiera caer el domingo de Septuagésima y esto, por lo tanto, apunta a una celebración litúrgica que era más que una mera iniciación del martirologio. En Milán, en Aquilea y en Ravena, así como entre los muchos recuerdos que nos restan del primitivo rito mozárabe en España, encontramos indicios de una conmemoración durante el Adviento, enfatizándose la relación especial de Nuestra Señora al misterio de la Encarnación; mientras que en los decretos del Concilio de Toledo, en 656, encontramos una declaración precisa sobre el asunto. Esta promulgación deplora la entonces prevalente diversidad de usos respecto a la fecha en que se celebraba la fiesta de la Madre de Dios; señala la dificultad de observarla en el día preciso en que el ángel se le apareció para anunciarle la concepción de su Divino Hijo, debido a la posibilidad de que la fiesta ocurriera durante la semana de Pasión y determina que, en el futuro, debería celebrarse el 18 de diciembre, exactamente una semana antes de Navidad [esta institución es la de la solemnidad de la Expectación del Parto, o «Virgen de la O», n de ETF]. Los estatutos de Sonado, obispo de Reinas (c. 625), nos dan a conocer que «la Anunciación de la Santísima María» era guardada como día de fiesta, con abstención de trabajos serviles, pero es imposible decir si la fiesta caía el 18 de enero o el 18 de marzo. Sin embargo, parece haberse reconocido generalmente que el día correcto era el 25 de marzo y es casi seguro que la fiesta se celebraba, a pesar de la Cuaresma, en marzo, como lo hacían los griegos, cuando bajo el reinado del Papa San Sergio, al final del Siglo VII, encontramos que la Anunciación, junto con otras tres fiestas de Nuestra Señora, se celebraba litúrgicamente en Roma. De aquí en adelante, la fiesta, reconocida en los sacramentarios de Gelasio y Gregorio, fue gradualmente aceptada en todo el Occidente, como parte de la tradición romana.
Ver el artículo del abad Cabrol sobre Annociatlon en DAC., vol. I, cc. 2241-2255; S. Vailhé, Echos d'Orient, vol. IX (1906), pp. 138-145, también la misma publicación, vol. XXII (1923), pp. 129-152; M. Jugie, en Byzantinische Zeitschrift, vol. XIV (1913)] pp. 37-59, y en Analecta Bollandiana, vol. XLIII (1925), pp. 86-95; y K. A. Kellner, Heortology (1908). En la fecha de la Crucifixión y su identificación con el día de la concepción del Señor, cf. también el admirable artículo de C. H. Turner sobre Chronology of the New Testament en Hastings, Dictionary of the Bible.
Imágenes:
-Miniaturista Inglés: Salterio de San Albano, 1120, Iluminación en pergamino, 18 x 14 cm, iglesia de San Gotardo de Hildesheim.
-Escultor románico español: Anunciación, c. 1205, piedra, Santo Domingo de Silos.
-Maestro español desconocido: Anunciación, c. 1430, madera, 140 x 169 cm, Museu Nacional d'Art de Catalunya, Barcelona.