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Beata Mercedes María de Jesús Molina, virgen y fundadora

Fragmento de la homilía pronunciada por SS Juan Pablo II en Guayaquil, el 1 de febrero de 1985, en la ceremonia de beatificación:

Una humilde hija de esta tierra, la Beata Mercedes de Jesús Molina, recibe hoy aquí, no lejos de su aldea natal de Baba, entonces cantón de Guayaquil, hoy provincia de Los Ríos, el reconocimiento de sus virtudes. En ella veneramos una cristiana ejemplar, una educadora y misionera, la primera fundadora de una congregación religiosa ecuatoriana que como un inmenso rosal, según el sueño y la inspiración de la Madre, se extiende ya por diversas naciones, perfumando con su apostolado la Iglesia en América Latina.
Y es una alegría para todo el pueblo cristiano del Ecuador que desde hoy pueda venerar, junto a la «azucena de Quito», Santa Mariana de Jesús, a la «rosa de Baba y Guayaquil», la Beata Mercedes de Jesús. Ellas son perfume de santidad y poderosa intercesión celestial, ejemplo y estímulo de una auténtica vida cristiana para todos los hijos de esta tierra.

Jesucristo, en el Evangelio de hoy, se dirige al Padre celestial con palabras singulares: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Matth. 11, 27). Y al mismo tiempo, el Hijo «bendice al Padre», «porque estas cosas ha revelado a los pequeños» (Ibíd. 11, 25).
La Madre Mercedes de Jesús ha recibido a manos llenas esta revelación. En ella estuvo aquel amor de la Sabiduría del que nos habla la primera lectura de la liturgia de hoy.
Bien podría repetir con el autor del libro del Eclesiástico:
«Me di a buscar abiertamente la sabiduría en mi oración, / a la puerta, delante del templo la pedí / y hasta mi último día la andaré buscando...» (Sir. 51, 13-14).
«Desde mí juventud he seguido sus huellas... / Gracias a ella he hecho progresos, / a quien me dio sabiduría daré gloria» (Ibíd.. 51, 15-17).
Mercedes Molina buscó la sabiduría desde su juventud. Los primeros dolores que trocaron su adolescencia en un encuentro profundo con Dios, fueron un primer rayo de la sabiduría divina. Puso en la balanza los placeres que ofrecía el mundo y la entrega que exigía el Evangelio. Y eligió con decisión a Cristo crucificado como Esposo de su alma. Sabiduría de Dios.
Vivió primero consagrada a Dios en medio del mundo, bajo la guía de sacerdotes insignes y siguiendo las huellas de la entonces Beata Mariana de Jesús. De esta manera buscaba identificarse por la oración y la penitencia con Cristo crucificado, a quien había elegido por encima de cualquier otro amor humano.

Era la lenta preparación con la que se disponía a dar gloria a Aquel que le había dado la sabiduría.
Muy pronto podrá realizar el programa trazado en esas palabras del libro del Eclesiástico que hemos proclamado: la sabiduría hecha vida: «Pues decidí ponerla en práctica tuve celo por el bien y no quedaré confundido. Mi alma ha luchado por ella, ala práctica del bien ha estado atenta. Hacía ella enderecé mi alma y en la pureza la he encontrado» (Sir. 51, 18-20).
Esta ardiente enamorada del Amor divino, de la Buena Noticia de la salvación y del mismo Verbo encarnado, desea compartir con los demás estos tesoros que el Padre «ha revelado a los pequeños»:
«Acercaos a mí, ignorantes, / instalaos en la casa de instrucción. / ¿Por qué habéis de decir que estáis privados de ella, / cuando vuestras almas tienen tanta sed?» (Ibíd.. 51, 23-24).
Siguiendo el camino del amor, muy pronto Mercedes Molina, que asumió el título «de Jesús» para indicar su exclusiva entrega a Cristo, empezó a realizar las obras de gloria para su Esposo.
Primero como madre y maestra de huérfanas en Guayaquil; más tarde, siguiendo las huellas de su confesor, como intrépida y amorosa misionera entre los indios jíbaros de Gualaquiza; de nuevo como educadora y protectora de la niñez abandonada en Cuenca. Todo era una preparación providencial en la que se iba templando su carisma de fundadora que finalmente recibe la aprobación del Obispo de Riobamba el lunes de Pascua de 1873, cuando nace oficialmente la congregación de las Religiosas de Mariana de Jesús, las marianitas.

El Espíritu de la Sabiduría había acrisolado en el amor y en el dolor el carisma de una fecundidad espiritual transmitido a sus hijas con el ejemplo de la vida, con la atención directa de las primeras religiosas, cuidando personalmente el «rosal» de Cristo crucificado y de la Virgen María, Sede de la Sabiduría.
He aquí como se cumplen las palabras de Jesús en los corazones de los pequeños, de los que El nos habla en el Evangelio de hoy; son aquellos que abriéndose de par en par para acoger la Sabiduría divina, viven, como proclama el Apóstol en la Carta a los Corintios, «la fe, la esperanza y la caridad»... «Pero la mayor de todas ellas es la caridad» (1Cor. 13, 13).
«Aunque conociera todos los misterios y toda la ciencia; aunque poseyera plenitud de fe como para trasladar montañas... si no tengo caridad nada me aprovecha» (Ibíd.. 13, 2).
Con las palabras más bellas que jamás hayan sido pronunciadas, el Apóstol Pablo proclama las alabanzas del amor.
Pues la santidad consiste en el amor. Esta fue en realidad la santidad de esta mujer de la costa ecuatoriana: vivir el amor de Jesús en el amor del prójimo. La mirada contemplativa de la Madre Mercedes había quedado fascinada por la pobreza del Niño de Belén, por el dolor del rostro paciente del Crucificado. Quiso ser sencilla y limpiamente amor para el dolor, según el lema recogido en los primeros apuntes biográficos: «Amor por tantos cuantos dolores en el mundo los hay»; encarnar en obras la caridad para todos aquellos que en la pobreza, el dolor, el abandono reflejaban el misterio del Niño pobre de Belén o del Cristo doliente del Calvario.
Fue madre y educadora de huérfanas, misionera pobre y pacificadora entre los indios, fundadora de una familia religiosa. A sus hijas legó su mismo espíritu, que condensa la santidad en un amor apostólico hacia los más pobres, despreciados, abandonados. Fue su misión «anunciar la salvación a los pobres sin amparo y sin apoyo», enjugar las lágrimas de los corazones arrepentidos, clamar por la liberación de los que sufren prisión o condena, consolar a todos los afligidos. Amor sin fronteras, capaz de llevar ayuda y consuelo, como la Madre resumió en sus constituciones, «a cuantos corazones afligidos en el mundo los hay».