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Beato Carlos de Blois, laico

Este santo, perteneciente a una de las familias reales de Francia y que tuvo la desgracia de pasar nueve años prisionero en la Torre de Londres, vino al mundo en Blois, el año de 1320; su padre era Guy de Chátillon, conde de Blois, y su madre, Margarita, era hermana de Felipe VI, rey de Francia. Desde su infancia, Carlos demostró que poseía grandes virtudes naturales, un valor a toda prueba y que estaba maravillosamente dotado para destacarse en la alta dignidad donde había nacido. En 1337, se casó con Juana de Bretaña y, por ese matrimonio, obtuvo para sí el ducado de Bretaña. Pero aquel título le fue disputado por Juan de Montfort y, como era costumbre en aquellos tiempos, la querella se convirtió en una guerra feudal que se prolongó durante toda la existencia de Carlos. Éste hizo todo lo que estuvo de su parte por restablecer la concordia, sobre todo para aliviar la carga de los impuestos de guerra que pesaba sobre sus súbditos, y se afirma que llegó incluso a proponer al de Montfort que se pusiera fin al asunto de una vez por todas, mediante un combate personal, a muerte, entre ellos dos. Pero el adversario no aceptó. Tras una de las innumerables batallas, las fuerzas de Carlos de Blois tomaron la ciudad de Nantes, y la primera medida que adoptó el conde al entrar en la plaza conquistada, fue la de distribuir abundantes socorros entre los pobres y necesitados; lo mismo hizo en Rennes, en Guingamp y en otras ciudades. Durante sus campañas, fundó iglesias y casas de religiosos, donde él pudiese orar por su causa y por las almas de los que habían muerto en las batallas.

Por regla general, se comportaba de tal manera, que el menos devoto de sus soldados comentaba con sus compañeros que el conde estaba destinado más bien a ser monje que guerrero. Descalzo y mal cubierto por un hábito desgarrado, emprendió una peregrinación al santuario de San Ivo, en Tréguier y, cuando puso sitio a la ciudad de Hennebont, dispensaba a los soldados de montar la guardia para que asistieran a la misa. Por esta razón, protestó uno de los oficiales. «Señor mío -le replicó Carlos- siempre tendremos ciudades y castillos para conquistar. Si nos los arrebatan, Dios nos ayudará a tomarlos de nuevo. También la misa la tenemos con frecuencia, pero nos es imposible dejar de asistir a ella». A decir verdad, Carlos era tan buen soldado como buen cristiano, pero detestaba la guerra. Contaba con el apoyo del rey de Francia, en tanto que su enemigo, Juan de Montfort, tenía la ayuda del rey Eduardo III de Inglaterra, el cual, por razones que él sólo conocía, había anunciado su firme intención de recuperar las propiedades que «por herencia legal» tenía en Francia. Durante cuatro años, Carlos pudo mantener a raya a sus enemigos, pero en 1346, comenzaron sus repliegues y sus infortunios. A fin de cuentas, Francia fue derrotada por Inglaterra en la batalla de Crecy, la ciudad de Poitiers fue saqueada y medio destruida la de Poitou. Casi inmediatamente después, Carlos de Blois Iibró una furiosa batalla en La Roche-Derrien, cerca de Tréguier, fue derrotado, capturado y embarcado en una nave con rumbo a Inglaterra.

Desde su arribo fue encerrado en la siniestra Torre de Londres y se pidió una suma fabulosa por su rescate. Como era casi imposible reunir tanto dinero, el conde pasó nueve años en la infecta prisión. Como lo hicieron tantos prisioneros en la Torre, antes y después de Carlos de Blois, éste hizo más llevadero su castigo y aun lo santificó, por la paciencia con que lo soportaba y sus constantes oraciones. Su resignación y la tranquila mansedumbre que mostraba en las penalidades, le conquistaron la simpatía y la admiración de los carceleros. En cuanto obtuvo su libertad, retornó a Francia y continuó en la lucha armada, durante otros nueve años, para defender su ducado de Bretaña, con períodos de mala y de buena fortuna, pero adquiriendo siempre mayor respeto y admiración por parte del pueblo que gobernaba. Hizo otra peregrinación a la iglesia de la Bonne Nouvelle en Rennes y, durante largo tiempo, se creyó que aquel acto de piedad tenía como propósito conmemorar una de las batallas que había ganado, pero se comprobó posteriormente que no había otro motivo para la peregrinación, que la devoción del beato.

El último encuentro armado tuvo lugar en Auray, el 29 de septiembre de 1364. Las fuerzas inglesas estaban al mando de Sir John Chanclos. Los franceses, con Bertrand de Guesclin a la cabeza, fueron derrotados. El de Guesclin fue hecho prisionero y, en el curso de la cruenta batalla, Carlos de Blois, el hombre que siempre había deseado ser un fraile franciscano y no un príncipe, quedó muerto en el campo. Sus restos fueron sepultados en Guingamp y no pasó mucho tiempo sin que circularan insistentemente los rumores de que se realizaban numerosos milagros en su tumba. A pesar de las fuertes protestas de Juan de Monfort, que temía perder el apoyo de Inglaterra si se llegaba a proclamar santo a su rival, se inició un movimiento en favor de la canonización de Carlos de Blois. Se afirma que el Papa Gregorio XI llegó a decretar la canonización de Carlos, pero, en el tumulto y la confusión de la partida del Papa de su exilio en Aviñón, en 1376, la bula no fue firmada ni emitida. Sin embargo, el pueblo continuó con su culto al beato Carlos, y en algunas partes se celebraba una fiesta especial en su honor. Por fin, en el año de 1904, el antiguo culto al beato fue confirmado por el papa san Pío X.

Los bolandistas mencionan a Carlos de Blois entre los praetermissi del 29 de septiembre, en el Acta Sanctorum, y hacen referencias a la obra del Papa Benedicto XIV, De... Beatificatione, lib. 2, cap. 8. Ver el Monuments du procés de canonisation du B. Charles de Blois (1921), de A. de Sérent, quien incluyó en la obra el relato que escribió Dom Plaine en 1872 sobre el Beato Carlos. Véase a G. Lobineua, en Histoire de Bretagne (1744), vol. II, pp. 540-570; a N. Mauric:e-Dénis-Boulet, en La Canonisation de Charles de Blois, una nota publicada en la Revue d'histoire de l'Eglise de France, vol. XXVIII (1942), pp. 216-224. Decreto de confirmación de culto en ASS 38 (1905-6), pág. 36.