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Beato Domingo de la Madre de Dios Barberi, religioso presbítero

El P. Domingo de la Madre de Dios nació en Viterbo, Italia, en 1792, y murió en Reading, en Inglaterra, el 17 de agosto de 1849. Sacerdote pasionista, consideró su especial vocación trabajar en la ´vuelta de Inglaterra a la fe católica. El siguiente dscurso fue pronunciado por SS Pablo VI el día de la beatificación, domingo 27 de octubre de 1963:

La Iglesia militante, después de larga espera y larga reflexión, ha contado hoy entre los elegidos de la Iglesia triunfante este nuevo beato, Padre Domingo de la Madre de Dios, religioso Pasionista, que vivió en la primera mitad del siglo pasado.

Bendecimos a Dios, y le damos gracias en un primer momento por la gloria que le viene por este religioso: soli Deo honor et gloria (1 Tim. 1, 17) siempre repitiendo: "gratias agimus tibi propter magnam gloriam tuam". Nos alegramos luego con la familia religiosa de los Clérigos descalzos de la Santa Cruz y la Pasión de Nuestro Sr. Jesucristo, la Congregación religiosa fundada en el siglo XVIII por S. Pablo de la Cruz, ya madre fecunda de santos y ahora enriquecida de otro hijo elevado al honor de los altares; gozamos nosotros mismos con toda la Iglesia, que pone en evidencia a un nuevo héroe de santidad y admira en él las señales del Espíritu santificador, deduciendo que su alma bendita goza ya de la visión beatífica, y que su historia y su actividad son dignas de ser recordadas para siempre, conocidas y estudiadas para enseñanza, edificación e imitación por parte de nosotros que aún somos peregrinos, como él lo fue en el pasado, sobre las sendas de la vida temporal, directos a Dios, gustando de la misma meta: la vida eterna.

Una de las intenciones que mueven a la Iglesia a tributar a uno de sus miembros aquella solemne exaltación, que llamamos ahora beatificación es, en efecto, la de dar a conocer a un hijo suyo singular y victorioso, y de proponerlo al culto de los fieles, sea como alma privilegiada, en la cual la acción de la gracia ha sido más profunda y manifiesta, sea como ejemplo, en el que el esfuerzo de la virtud ha sido más vigoroso e instructivo. Es decir La Iglesia otorga a uno de sus hijos un honor público y oficial, que, por un lado, se remonta para dar gloria a Dios, y por otro quiere sea resplandor para ella misma, para nuestra común edificación como luz encendida de ofrenda a la divinidad, que alumbra la asamblea de los fieles convocada para la oración.

Y tal luminoso reflejo, ésta vez, nos alumbra casi de sorpresa, porque, fuera de los Cohermanos del nuevo Beato y de una pequeña lista de devotos y estudiosos, el P. Domingo no era demasiado conocido entre nosotros. La cultura común, que tiene a menudo, para los héroes de la santidad, una erudita información, casi lo ignoraba, y su figura de maestro y asceta ni siquiera fue conocida en los cenáculos preciosos de la moderna hagiografía, y tampoco en los jardines floridos del fervor religioso. No era una figura popular. En estos últimos años se ha comenzado a hablar de él por parte del Cohermano P. Federico Menegazzo de la Dolorosa, que nos ofrece hoy una lectura amplia e histórica del Beato, y de parte de algunos beneméritos estudiosos, entre los cuales el muy recordado Giuseppe De Luca, pero como iniciados investigadores y especialistas descubridores de documentos ocultos y aspectos históricos inadvertidos de los manuales corrientes. Y he aquí que esta beatificación viene a destacar un personaje de gran mérito, y no por un título solo.

Nos enteramos así de que el Padre Domingo es digno de memoria como autor escolástico de excelentes estudios de teología y filosofía: su estudio, por ejemplo, sobre la infalibilidad pontificia, adelanta con segura visión de la doctrina, la definición que muchos años después hará el Concilio Vaticano primero. Nos enteramos de que P. Domingo fue fecundo escritor de libros de ascética y mística, entre los cuales su autobiografía, que quedó, la mayor parte, en estado de manuscrito; documentos, por desgracia, no siempre satisfactorios para nuestras exigencias literarias, pero siempre notables para ilustrar dignamente la vida religiosa del siglo XVIII, y siempre apreciables para enriquecer el pensamiento y la experiencia de la historia de la espiritualidad, que son fruto de grandes y profundos estudios, de largas reflexiones e interiores elaboraciones, si debemos creer, aunque sin tomarlo al pie de la letra, como dictadas por la norma que él mismo propuso a los escritores de libros doctrinales: «No escribáis nunca sobre el papel la primera línea de una obra, si primero no habéis escrito la última línea en el cerebro. Diez años de lección, veinte de meditación y una hora de composición, si queréis hacer obra digna de elogio», (Ms. VII, 1, c. 222). Este perfil de hombre de letras sagradas todavía hará más interesante para todos nosotros aquel de hombre de acción y oración: sabemos que el P. Domingo fue gran maestro de ascética, predicador incansable, apóstol y apologeta experto de las corrientes de pensamiento de su tiempo, época cargada de ideas antiguas y nuevas y de errores peligrosos; y fue muy entregado a la correspondencia con hombres de pensamiento y acción en un radio mucho más vasto de aquel claustral y local. Y he aquí que la acción entra en su vida: gobierno de su familia religiosa, viajes, fundaciones. La historia de P. Domingo, la cual no supera los cincuenta y siete años (tiempo que semeja ser meta de muchas grandes vidas) se hace en tal modo tan intensa y llena de acontecimientos, que van desde los más interiores, asociados a fenómenos místicos, hasta aquellos más exteriores como extenuantes fatigas apostólicas. No es aquí donde tenemos que contar tal historia.

Aquí nos basta notar un aspecto y recordar un hecho, que semejan caracterizar sumariamente pero fielmente al nuevo Beato. Un aspecto digno de consideración es el de su dedicación a la Pasión de Cristo y la devoción a la Virgen de los Dolores. Este, nuestro piadosísimo hermano celestial, semeja repetirnos la palabra de S. Pablo, cuál síntesis y definición de su vida: «Yo no juzgo saber alguna cosa entre vosotros, sino a Jesucristo, y éste crucificado», (1 Cor. 2, 2). El P. Domingo no solo predicó el culto a la Cruz del Señor, sino que él mismo la portó. Fue un paciente, fue un doliente. Esta nota dolorosa se acentúa poco a poco mientras su peregrinar se encaminaba al final, y nos deja entrever el lado dramático de su espiritualidad, que debería ser, en las diversas medidas de la divina voluntad, la de cada cristiano. «Si alguien quiere venir detrás de mí, dice el Señor, que renuncie a sí mismo, tome su cruz y me siga» (Mt 16,24). El P. Domingo ha hecho resonar el eco de esta voz divina, y ahora también a nosotros, si no somos sus vanos devotos, nos las repite de nuevo; y lo hará hasta que de él se tenga memoria.

Finalmente, el hecho que hace recordar al Padre Domingo, es bien conocido, y fue hasta hoy el título principal de su notoriedad. El hecho de la conversión de Newman; fue el Padre Domingo, quien la tarde de octubre de 1845, en Littlemore, recogió la profesión decisiva de fe católica de aquel singularísimo espíritu. La extraordinaria importancia de aquel simple acontecimiento y la hasta ahora siempre creciente grandeza del célebre inglés reflejan sobre el humilde religioso una luz fulgurante. En seguida viene a nuestros labios la pregunta: ¿fue él quien convirtió a Newman? ¿cuál fue el influjo del P. Domingo sobre de él?

Estas preguntas son todavía hoy de mucho interés y si las respuestas no pueden atribuir a nuestro beato el mérito directo de aquella formidable conversión, madurada, como se sabe, después laboriosas y dramáticas meditaciones, deben, sin embargo, reconocerle otros dos méritos notables: aquel de haber escuchado una secreta e inexplicable vocación, claramente enunciada en su alma, desde los primeros años de su vida religiosa, de consagrar su ministerio apostólico a Inglaterra, dónde todavía los Pasionistas no habían llegado; él mismo lo cuenta, cuando todavía novicio en 1814: «al final de septiembre o en los primeros días de octubre sobre el mediodía, mientras oraba delante del altar de la Virgen, le fue revelada la fecha en que, sacerdote profeso, habría iniciado el ministerio y el campo de apostolado entre los disidentes: el Noroeste de Europa; especialmente Inglaterra» (cfr. Padre Federico, P. 48 y 474). Y en uno de sus trabajos ascéticos, ahora publicados, él pondrá sobre los labios de Jesús su singular vocación, cuando todavía no se había realizado: «Inglaterra, aquella querida Inglaterra, sobre la cual tú, alma devota, muchas lágrimas vertiste, se dispone ahora a regresar otra vez a mi redil; y verás en ella, dentro de poco tiempo, reflorecer el fervor de la fe de los primeros fieles» (Arch it. por la Historia de la Piedad, 11, p. 142). El Padre Domingo será el primer Pasionista en entrar en Inglaterra, y él, todavía vivo, dará origen a cuatro casas de su Congregación, que, en la opinión humana, no se habrían hecho posibles si se toma en cuenta la mentalidad inglesa de entonces.

En cambio los caminos del Señor son diferentes. Porque podemos adherir al nuevo beato el mérito de haber llevado la imagen más apta para atraer la consideración y la admiración de Newman, que hará de la figura de aquel humilde religioso un personaje impresionante de un libro suyo (Loss and Gain) y que lo recordará en la famosa "Apología" con sencillas pero elocuentes palabras: «Es un hombre simple y santo y al mismo tiempo dotado con notables talentos. No conoce mis intenciones, pero yo quiero pedirle la admisión en el único Redil de Cristo...» (Cap. VII, hacia el fin). Y escribirá después: «El p0adre Domingo fue un admirable misionero. Un predicador lleno de celo. Él tuvo una gran parte en mi conversión y en la de otros. Tan sólo en su mirada había algo santo. Cuando su figura me venía a la vista, me conmovía profundamente de la manera más extraña. La alegría y la amabilidad de su trato unidas a su santidad ya era para mí un santo discurso. Ninguna maravilla por lo tanto que yo me volviera su convertido y su penitente. Él tuvo un gran amor por Inglaterra...» (Deposición al Card. Parrocchi, cfr. P. Fed. p. 474).

Y esto basta ahora para nosotros. Mas es de creer y de desear que el acercamiento de estas dos santas figuras, el beato P. Domingo y el Card. John Henry Newman, ya no dejarán nuestro espíritu, que seguirá pensando en el sentido misterioso de su encuentro con gran esperanza y con prolongada oración.

Hemos tomado el discurso ya traducido al castellano del web pasionista, la versión original, en italiano, incluyendo el saludo final a los peregrinos ingleses, puede leerse en el web del Vaticano.