BJMÍNMËPÍTYF

Beato Juan Martín Moyë, presbítero y fundador

El sexto de una familia de trece hijos, Juan Martín Moyë (pronúnciese «Moí») nació el 27 de enero de 1730, en Cuttin, cerca de Dieuze (Mosela), en la diócesis de Metz, donde su padre era labrador, y a partir de 1755, oficial de correos. Su vocación se manifestó desde temprano. Comenzó el estudio del latín con uno de sus hermanos, después estudió con los jesuitas, en Pony-á-Mousson, y en Estrasburgo hizo la teología en el seminario de Metz, donde aprendió el hebreo; fue ordenado sacerdote el 9 de marzo de 1754. El superior del seminario mayor quería hacerlo profesor de literatura. El joven sacerdote, que prefería un ministerio más activo, fue sucesivamente vicario en varías parroquias de Metz. Muy piadoso, resueltamente austero para consigo mismo y siempre amable con los demás, no pudo ni quiso limitar su actividad a una parroquia. Se propuso fundar una congregación de religiosas y, con ese fin predicó por todas partes, en la ciudad y los alrededores. La miseria material y espiritual que observaba, lo impresionó. Quería hacer cualquier cosa y, como no era hombre a dar largas, no tardó en decir cuáles auxiliares deseaba para su fundación:
Primero, hijas que no busquen sino la mayor gloria de Dios, sin ningún motivo de interés, ya que, bien lejos de poder pretender pensiones y rentas fijas, deberán consagrar lo que ellas mismas tengan, dinero y muebles, a esta buena obra.
En segundo lugar, hijas celosas, que tomen de corazón la salvación de los pobres niños que les serán confiados, de suerte que estén dispuestas a acometer toda clase de trabajos para atenderlos.
En tercero, hijas sobrias y mortificadas, capaces de satisfacerse con una alimentación frugal, de modo que la puedan encontrar en el campo.
Para el cuarto lugar, hijas desligadas de todo, listas a renunciar a todo.
Y, por último, hijas de una virtud probada y no de aquellas que siguen un primer movimiento de fervor y, a menudo vacilan al verse obligadas a desdecirse, cuando las consolaciones que encuentran en la piedad comienzan a faltar ...; personas que sepan soportar la privación de toda consolación divina y humana ...

Lo maravilloso fue que, rápidamente, encontró lo que buscaba. El 14 de enero de 1763, con la autorización de M. Bertin, vicario capitular, instaló sus primeras institutrices en Vigy y en Befy, a una veintena de kilómetros al noreste de Metz. La pobreza era total, de lo que el fundador se regocijaba. Algunos altos personajes, laicos y eclesiásticos, que no podían imaginar que una obra no estuviese fundada sobre bienes seguros, hicieron tal alboroto, que el obispo creyó conveniente pedir a M. Moyë que no abriera nuevas escuelas. Él se sometió. El éxito paradójico de su empresa modificó la opinión del prelado, quien comenzó por autorizar una escuela en Sillegny, sobre el Seille, al sur de Metz y, en seguida levantó su prohibición, sin restricción alguna. Las pequeñas escuelas de campo no bastaban para emplear todo el celo de M. Moyë. Siempre en contacto con el pueblo, constató que, frecuentemente, los niños pequeños morían sin bautismo. Sin pérdida de tiempo, escribió un tratado para descubrir las negligencias de los responsables. Los curas de los pueblos se sintieron señalados y recibieron mal la lección. A pesar de todo los pastores, que habían tenido la suficiente confianza en M. Moyë lo nombraron director espiritual del seminario, y lo eligieron vicario de Dieuze. Este traslado fue provechoso para las pequeñas escuelas. M. Moyë reclutó nuevas institutrices, principalmente a María Morel, en la que descubrió la inteligencia y la virtud necesarias. Aunque María estaba por cumplir los sesenta, se lanzó resueltamente a la obra de las escuelas y fundó muchas, incluso una en Cutting. Por consiguiente, ella debía ser la encargada de reclutar y de formar a las novicias. Ante el éxito de su empresa, M. Moyë escribió un «Proyecto de las Escuelas de las Hijas de la Providencia» para el campo, y las «Reglas e Instrucciones» para la conducta de las hermanas. El nombre de Providencia se le impuso como un programa, porque abarcaba el abandono en Dios, la pobreza efectiva y tranquila, la sencillez y la caridad que se ejerce, por la educación cristiana, sobre todos, pequeños y grandes. Y, en cuanto a la educación de los niños, dio las normas precisas y juiciosas. Repitió a las hermanas que no debían jamás recibir a un nuevo elemento sin estar bien seguras de que había comprendido bien lo precedente, y que ellas debían conmover el corazón, después de haber convencido al espíritu.

Una actividad desbordante no es siempre bien aceptada. Un día, el vicario de Dieuze fue llamado para ver a un niño que había caído en el fuego. Reconfortó a la madre, diciéndole: «Rezad, no os desoléis. El niño sanará». El niño sanó. La mujer se apresuró a publicar que el vicario hacía milagros. El informe que llegó al obispado, transformó este encantador episodio en una acusación en regla: el vicario jugaba al profeta y al taumaturgo. Y el Martes Santo de 1767, M. Moyë tuvo la desagradable sorpresa de recibir una prohibición para seguir en la ciudad de Dieuze. Sin ningún puesto, él aprovechó su libertad para predicar por todos lados y fundar nuevas escuelas. En 1768, el preboste del capítulo de Saint-Dié le pidió que se encargara de dirigir el seminario del territorio nullius diocesis de Saint-Dié. El aceptó, pero su protector murió y la institución fue cerrada, al cabo de un año. De nuevo sin empleo, Juan Martín Moyë pensó en realizar un proyecto que acariciaba desde largo tiempo atrás; partir a las misiones lejanas. Se incorporó al seminario de Misiones Extranjeras de París, a fines de 1769, y estudió durante muchos meses. En espera de un barco, regresó a la diócesis de Metz, predicó acerca de las misiones y fundó nuevas escuelas. Confió las Hermanas de la Providencia a dos excelentes sacerdotes, sus amigos: M. Raulin, canónigo de Saint-Dié, y M. Lacombe, entonces cura de Haut-Clocher, parroquia de lengua alemana, situada a cinco kilómetros al noroeste de Sarrebourg.

El 7 de septiembre de 1771, recibió el aviso de partir para Macao. Se embarcó en Lorient, el 30 de diciembre. En el mes de mayo siguiente, estaba en Ile de France, actualmente Isla Maurice. En espera de poder ir más lejos, estableció contacto con los indígenas y buscó a los malgaches, a quienes apreciaba a tal punto, que pensó en su evangelización. Mas el prefecto apostólico le aconsejó continuar su viaje hacia la China. Pasó a Malaca, donde se debió quitar la sotana, obedeciendo a las exigencias de los protestantes holandeses. Encontró los primeros chinos. Desembarcó en Macao, en septiembre de 1772. Le asignaron la región de Se-Tchoan. La entrada a la China estaba prohibida a los misioneros. Debió disfrazarse para emprender el viaje de tres meses que, por el río Azul y a través de altas montañas, lo llevó a su puesto, a donde llegó en marzo de 1773. El vicario apostólico, monseñor Pottier, lo recibió con gusto y le confió la parte oriental de Se-Tchoan, el Kouy-Tcheou, con el título de provicario. Moyë aprendió el chino con una facilidad sorprendente. A pesar de la persecución, se dedicó a recorrer su extenso territorio. La destreza y vigilancia de los cristianos, no pudieron evitarle ser arrestado dos veces. La primera, se hablaba de cortarle la cabeza, cuando un desconocido intervino para que le dejaran en libertad. La segunda, cuando él puso en un cruel aprieto al mandarín, quien, para no ser acusado de dejar penetrar a un extranjero en su territorio, simuló tomarlo por un chino y acabó por soltarlo, después de someterlo a interrogatorios y amonestaciones, con acompañamiento de bofetadas y golpes.

El estado de persecución permanente no tenía fuerza bastante para detener la actividad de Juan Martín Moyë; en cambio, sí le contrariaron las dificultades para viajar y la alimentación china, que su estómago siempre se rehusó a asimilar. Esta vida errante y llena de inquietud acabó por ejercer una consecuencia funesta sobre los misioneros. Agotados físicamente, incapacitados para el entretenimiento intelectual, faltos de libros o de contactos con los teólogos, estaban fatalmente conducidos a conformarse con una cierta rutina y evitar hacerse preguntas. Llegado a China en la edad madura, seguro de su experiencia y poco inclinado por temperamento a las concesiones, M. Moyë no tardó en reformar las arraigadas costumbres de los misioneros. Rápidamente había comprendido a los chinos y había visto sus necesidades espirituales. De acuerdo con los otros misioneros, insistió para que los futuros sacerdotes chinos fueran formados en el país y no en Pondichery, donde contraían enfermedades y perdían la vocación. Le sorprendió la oposición de sus compañeros, cuando declaró inmorales Ios «contratos de empeño», mediante los cuales los prestamistas guardaban en prenda los inmuebles de sus deudores a cambio de sumas muy inferiores al valor de aquellos. Las discusiones sobre la moralidad de este sistema fueron ásperas, pero cuando, el 15 de febrero de 1781, la Congregación de la Propaganda los hubo declarado lícitos, todos se sometieron.

M. Moyë había propiciado en China, como en Metz, la cuestión del bautismo de los niños: él opinaba que se podía bautizar a todos los niños paganos que se encontraran en peligro de muerte. A los otros misioneros esto les parecía exagerado, pero la respuesta romana autorizó esta práctica para los niños atacados de una enfermedad grave. Moyë se sometió sin discusión. Para salvar el mayor número posible de almas, él se mostraba demasiado blando, lo cual resultaba paradójico, puesto que sus compañeros le reprochaban su rigorismo. Aconsejó, en efecto, no usar del privilegio concedido a los chinos de tomar manteca los días de ayuno; organizó largas horas santas, con la participación de los misioneros o sin ella, impuso a los apóstatas reincidentes tales penitencias, que la Propaganda debió llamarle a las reglas más suaves del Papa Benedicto XIII. Los otros misioneros, que estaban asombrados de la severidad de M. Moyë, le eran más opuestos todavía al comprobar que, en su radio de acción, era donde se encontraban los cristianos más fervientes. Desde su llegada a China, M. Moyë había soñado con la creación de escuelas. Instruido por sus experiencias en la Lorena, conocía las ventajas y las dificultades de la empresa. Consultó a los otros misioneros, rezó mucho y, al cabo de seis años, se decidió. Escogió algunas viudas y algunas muchachas, las instruyó, les dio normas de prudencia y las lanzó a la acción. Ellas debieron tomar grandes precauciones para no llamar la atención de los paganos, lo que las obligaba, algunas veces, a permanecer encerradas en las casas donde recibían a los niños; mientras que, en otras ocasiones, debían recorrer grandes distancias para visitar a las familias aisladas. Las viudas desempeñaron sobre todo el papel de asistentes, se ocupaban de los quehaceres temporales y acompañaban a las doncellas para evitarles los peligros de andar solas. Estas doncellas vivían como verdaderas religiosas, y Moyë deseaba para ellas una formación espiritual amplia y sólida. Los primeros resultados fueron tan prometedores, que muchos misioneros y el vicario apostólico, el mismo Pottier, pidieron a Moyë que enviara a las vírgenes cristianas a sus distritos para formar a las muchachas que ellos les confiaran.

Menos todavía que en Lorena, M. Moyë podía escapar a las contradicciones en China. El más rudo adversario fue un joven misionero, doctor en teología, Juan Didier de San Martín, que resintió la influencia de Moyë porque no se privaba de hacerle algunas observaciones desagradables sobre la manera de administrar su distrito, el menos floreciente de todos. Juan Didier acertó a colocarse cerca del vicario apostólico, Pottier, quien, muy fatigado, le dejaba una parte de su carga y terminó por hacerlo su coadjutor. Pronto vióse el resultado de sus intrigas. Juan Didier publicó las oraciones compuestas por Moyë, haciéndoles, sin prevenirlo, importantes modificaciones. Las vírgenes cristianas tropezaban con toda clase de molestias; Francisca Yen, una de las mejores, murió de pesar. El vicario apostólico, tan favorable al principio, se mantuvo en reserva, mientras que Didier pretendía tornar por su cuenta las ideas de Moyë para mejorarlas.

Perseguido por los paganos, contrariado por los cristianos, imposibilitado para alimentarse convenientemente -su estómago no soportaba el arroz-, todo se sumó para hacer insoportable la vida en China a M. Moyë. Preguntó al vicario apostólico y a algunos compañeros si no sería mejor que él volviera a Europa. Después de algunas dudas, ellos se inclinaron por la afirmación, y la Propaganda debió, en seguida, reconocer la legitimidad de su partida. Visitó por última vez a sus cristianos, multiplicó las recomendaciones a las vírgenes cristianas y dejó la China el 2 de julio de 1783. Su viaje de regreso duró cerca de un año, que aprovechó para escribir el relato de su apostolado. Llegó a París en junio de 1784. Algunos meses antes, la Propaganda había dado instrucciones en las que, siempre recordando las reglas de la prudencia, confirmaba la acción de Moyë en China y aseguraba, en lo sucesivo, a las vírgenes cristianas y sus escuelas.

Se habría podido creer que la experiencia adquirida por M. Moyë sería utilizada en el seminario de Misiones Extranjeras, pero el procurador de Macao, Descourvieres y Mons. Pottier habían formulado críticas contra él, que, aunque injustificadas, causaron mala impresión en los directores del seminario. Sin pedirle que abandonara la congregación, le dejaron retornar a su Lorena natal, donde su vuelta fue, por cierto, mal interpretada. Durante su ausencia, las «Hermanas de la Providencia» habían prosperado. Eran ya sesenta en cuarenta pequeñas escuelas. M. Raulin, que lo había reemplazado, le devolvió, sin segunda intención, sus derechos de fundador. Él se reincorporó al punto a la obra, reunió a las hermanas para darles retiros y creó un nuevo noviciado en su pueblo natal de Cutting, donde fijó el centro de su apostolado.

Durante los años siguientes, fue a predicar las misiones por los lugares donde le querían bien: a Essgney, Pechicourt-le-Cháteau, Rambervilliers y, lo mismo, a lugares de habla alemana, como Hoff, cerca de Sarrebourg, donde obtuvo un triunfo considerable a pesar de su deficiente conocimiento de la lengua. Como en China, recomendó las oraciones vocales y editó en francés aquéllas que había ya hecho imprimir en chino. Enseñó así a rezar a las buenas gentes que no habían podido practicar un riguroso método de oración mental. La China ocupaba un gran sitio en sus pensamientos y en sus sermones. Mantenía una activa correspondencia y hacía pasar las cartas recibidas de China, a Carmel de Saint-Denis, donde la señora Luisa de France las aguardaba impacientemente. Recolectaba envíos para las misiones y mandaba todo lo que él mismo podía aportar de sus propios recursos; su antiguo rival, Didier se lo agradecía y le informaba del progreso de las escuelas. Trató de fundar en Cutting una escuela para preparar a los niños a entrar al seminario de Misiones Extranjeras. La Revolución llegó pronto a desquiciarlo todo, antes de que el proyecto hubiera tenido tiempo de tomar cuerpo.

La Constitución civil del clero dio una nueva dirección al celo de Martín Moyë. Recorrió los campos para fortalecer a los sacerdotes que dudaban sobre la conducta a seguir. Esto no sirvió más que para atraer sobre él la atención de los poderes públicos. Ya sus escuelas habían sido cerradas. Para salvar su obra, se desterró a Tréveris con unas quince hermanas, a quienes pronto se sumaron seis hermanas del noviciado de Essegney. Regresó, sin embargo, a Francia en 1792, para predicar una misión en Vich. Esa fue la última vez. Cada día más y más debilitado, aprovechaba sin embargo sus jornadas para rezar y visitar a los enfermos y a los pobres. En esas visitas al hospital, se contagió de una enfermedad y, el 19 de abril de 1793, se hallaba muy grave. El 26 le dieron la extremaunción. Sufrió mucho, perdió el uso de la palabra, pero conservó la lucidez. En la mañana del 4 de mayo, abrió los ojos, extendió los brazos en cruz y murió.

Fue sepultado en Tréveris, en el cementerio de San Lorenzo. Este camposanto fue clausurado en 1803 y el cuerpo del beato no ha podido ser encontrado. Su obra continúa: la rama francesa, llamada generalmente «Providencia de Portieux» y la rama de lengua alemana, llamada «San Juan de Bassel», son hasta hoy muy florecientes y han dado nacimiento a muchas otras congregaciones. Juan Martín Moyë fue beatificado el 21 de noviembre de 1954 por el Papa Pío XII quien, en su infancia, había sido alumno de las hermanas de la Providencia de Portieux.

Citemos solamente las obras más importantes: El Dogma de la Gracia, vol. II, Nancy, 1774. El Directorio de las Hermanas de la Providencia de Portieux, contiene las obras escritas para ellas por M. Moyë, ed. 1858, por el P. Puy Peny; ed. 1874, por el P. Marchal. Relatos de lo que me ha ocurrido en China durante seis años, inédito conservado en Portieux, así como las copias de las cartas. Consúltense además a F. Antonelli. Disquisitio circa fontes historicas causara respicientes et circa quasdam peculiares animadversiones super virtutibus (servi Dei J. M. Moyë) . S. Congregación de Ritos, Sección Histórica, 62. A. G. Foucault, El Venerable Juan Martín Moyë, fundador de las Hermanas de la Providencia, Lila, 1929. J. Marchal, Vida del Abad Moyë, París, 1937. Enciclopedia Católica vol. VIII, Roma; 1952, col. 1493-1494. J. M. Leclercq, El Beato Moyë, autor espiritual. Ensayo biográfico, en la Revista Eclesiástica de la Diócesis de Metz, 1955, pp. 339-349; 1956, p. 16-20, 49-59, Juan Martín Moyë y el Clero de Metz en su tiempo, ibidem, 1954, p. 305-314, 332-345; 1955, p. 22-26, 56-63. Misiones predicadas por el beato Moyë en Rahling y Sarralbe, al principio de la Revolución Francesa, ibidem, 1955, p. 141-144.