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Beato Mariano de Jesús Euse Hoyos, presbítero

El beato Mariano de Jesús Euse Hoyos nació en Yarumal, Colombia, en la diócesis de Antioquia, el 14 de octubre de 1845. Era el mayor de siete hermanos. Sus padres se llamaban Pedro Euse y Rosalía de Hoyos. Fue bautizado al día siguiente, y confirmado cuando tenía tan solo dos años. El apellido Euse es de origen francés, de la Normandía. Desde allí había emigrado el bisabuelo de Mariano. Los padres de Mariano eran muy religiosos, por eso, desconfiando de la escuela pública, que entonces se comportaba de mondo muy hostil a la Iglesia, se ocuparon personalmente de la educación de su primogénito. De ellos aprendió Mariano no sólo las buenas costumbres sino también a leer, escribir y los rudimentos de las ciencias. El empeño de los padres dio sus frutos, y muy pronto, el muchacho comenzó a enseñar a otros niños menos afortunados que él.

Por haber pasado su infancia y adolescencia en el campo y entre campesinos, Mariano de Jesús parecía un verdadero campesino. Esto le fue de gran ayuda más tarde, cuando siendo ya sacerdote, ejerza su apostolado entre la gente del campo.

Cuando, a los 16 años, manifestó su deseo de ser sacerdote, fue confiado a la solicitud de su tío Fermín Hoyos, párroco de Girardota, sacerdote de reconocidas virtudes y ciencia. A su lado Mariano dio comienzo a su formación cultural y espiritual. Acompañó a su tío cuando éste fue trasladado a San Pedro como párroco y vicario foráneo. Mariano pasaba su vida, sencilla e íntegra, entre la oración, el estudio y el trabajo. En 1869, a los 24 años de edad, entró en el recientemente abierto Seminario de Medellín, donde se preparó al sacerdocio. El 14 de julio de 1872 recibió la ordenación sacerdotal.

Inició su ministerio en San Pedro, como coadjutor de su tío Don Fermín, quien lo había solicitado del Sr. Obispo. Esta colaboración no duró mucho, porque Don Fermín murió en enero de 1875, y Don Mariano fue trasladado, siempre como coadjutor, primero a Yarumal (1876) y luego a Angostura (1878). El párroco de Angostura era Don Rudesindo Correa, anciano y de salud muy precaria. Apenas tomó posesión de su cargo, Don Marianito, como era llamado afectuosamente, se dio cuenta de las muchas y no pequeñas dificultades que se le presentaban. Lo primero de todo, la construcción del templo parroquial, que había comenzado, pero que estaba parada por falta de fondos, por las dificultades técnicas y por las amenazas de guerra civil en la región. Después de un año de espera, con paciencia y perseverancia, superadas las dificultades, pudo concluir la construcción. Durante la guerra se vio obligado a esconderse varias veces en las montañas o en las cuevas. Nombrado párroco de Angostura, permaneció en su puesto hasta su muerte, siendo un pastor eximio y solícito para todos sus fieles.

Su fama de santidad se difundió en toda la región. Nada era capaz de frenarle en su celo: ni los obstáculos de parte de la autoridad civil, en aquel entonces muy contraria a la Iglesia, ni las dificultades de tiempos y lugares. Su apostolado constante y eficaz produjo muchos frutos, dejando entre la gente un profundo efecto y un vivo recuerdo. Los pobres, que él llamaba «los nobles de Cristo», eran sus preferidos. No tenía ningún reparo en emplear sus propios bienes para aliviar las penurias y la indigencia de los más débiles. Visitaba con frecuencia a los enfermos, y para asistirles estaba dispuesto a cualquier hora del día o de la noche. Con infinita mansedumbre y sencillez se ocupaba de los niños y de los jóvenes para guiarlos por el camino de las buenas costumbres y de la prudencia.

Tenía un grande amor por los campesinos, recordando que él mismo había sido uno de ellos hasta los 16 años. Estaba muy atento a sus necesidades espirituales y sociales, e incluso a las económicas. Conociendo como conocía a su gente, sabía hablarles al corazón. Su predicación era muy sencilla, pero al mismo tiempo muy eficaz. Difundía la buena prensa y enseñaba la doctrina cristiana a todos, pobres y ricos, niños y adultos, hombres y mujeres. En su parroquia promovió mucho la práctica religiosa: la asistencia a la misa dominical y festiva, el rezo del rosario en familia, la devoción al Corazón de Jesús, las asociaciones católicas, la oración por las vocaciones santas.

Hizo además algunas obras materiales: la conclusión de la iglesia parroquial, su propia casa de habitación, el campanario, la ermitas de la Virgen del Carmen y de San Francisco y el cementerio. Estas obras contribuyeron mucho a despertar y sostener la vida cristiana de los fieles. Su vida era muy pobre, austera y mortificada. Era muy constante en su vida de oración en la que se hallaba la raíz de su apostolado y de su vida sacerdotal. Durante muchos años gozó de buena salud. Eso le permitía practicar la mortificación con penitencias y ayunos. Pero al fin le sobrevino una grave infección de la vejiga y una fuerte inflamación de la próstata. A mitad de junio de 1926 se vio obligado a guardar cama. El 12 de julio tuvo un ataque de enteritis. Era tan grande su pobreza que no tenía ni la ropa necesaria para cambiarse. Los que le cuidaban tuvieron que acudir a la caridad de la gente para poder asistir al enfermo como convenía. Él dijo entonces: «Ya he vivido bastante. Ahora mi deseo más grande es unirme a mi Jesús». Murió el 13 de julio de 1926, justo 46 años después de su ordenación sacerdotal. Fue sepultado en la capilla de la Virgen del Carmen, que él mismo había hecho construir. Su muerte fue muy sentida por el pueblo, que participó en pleno en los funerales junto con varios sacerdotes y las autoridades.

Ya en vida gozaba de fama de santidad. Fue beatificado por SS Juan Pablo II el 9 de abril del 2000.