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Beatos Ignacio de Acevedo y treinta y ocho compañeros, religiosos mártires

Tanto el padre como la madre del beato Ignacio Acevedo, pertenecían a familias ricas y nobles. Ignacio nació en Oporto, Portugal, en 1528 y, a los veinte años, entró en la Compañía de Jesús. Fue un excelente novicio, pero las severas mortificaciones que practicaba le hicieron enflaquecer tanto, que el P. Simón Rodríguez, provincial de Portugal, le reprendió por ello. Ignacio fue nombrado rector del colegio de San Antonio, en Lisboa, a los veinticinco años de edad. En el desempeño de ese cargo, no se limitó al cumplimiento estricto de su deber, sino que emprendió numerosas obras de beneficencia. Se cuenta que en una ocasión asistió personalmente a tres enfermos que padecían de un mal tan repugnante, que los enfermeros del hospital no se atrevían a acercarse a ellos; la caridad de Ignacio convirtió a los tres desdichados. Tras de ejercer durante un breve período el cargo de viceprovincial en Portugal, el P. Acevedo volvió a su puesto de rector del colegio de San Antonio. Diez años después, fue nombrado rector del colegio de Braga, que había fundado el célebre dominico Bartolomé Fernández.

Un estudiante japonés del colegio de Lisboa había encendido en el corazón de Ignacio el deseo de predicar el Evangelio a los paganos. Finalmente, en 1566, fue enviado como visitador al Brasil para estudiar el estado de las misiones jesuíticas en dicho país. La tarea duró dos años. Aunque los primeros misioneros habían llegado al Brasil apenas diecisiete años antes, se hallaban ya establecidos en varias aldeas de indígenas salvajes. A su vuelta a Roma, el P. Acevedo aconsejó a san Francisco de Borja que enviase más misioneros. Este le nombró entonces superior de la próxima expedición y le ordenó que escogiese a los hombres más capaces en las provincias de España y Portugal. La expedición partió el 5 de junio de 1570. El superior y cuarenta y dos o cuarenta y nueve misioneros se embarcaron en un navío mercante llamado «San Jacobo»; el resto de los misioneros viajaron en un barco de guerra, al mando de Don Luis de Vasconcelos, gobernador del Brasil.

Las dos naves se reunieron en Madeira donde Don Luis decidió aguardar hasta que soplasen vientos favorables, pero el capitán de «San Jacobo» quería proseguir hasta las islas Canarias. Esto puso al P. Acevedo en un dilema: por una parte, en los barcos de guerra no había sitio suficiente para todos los misioneros; por la otra, el superior no quería separarse de sus súbditos, pues los mares estaban infestados de piratas. Finalmente, determinó proseguir el viaje en «San Jacobo». Pero, a lo que parece, presentía lo que iba a suceder, ya que antes de partir de Madeira pronunció una conmovedora alocución sobre la gloria del martirio y previno a los misioneros del peligro en que se hallaban. A unos cuantos kilómetros del puerto de destino, «San Jacobo» fue interceptado por una fragata cuyo capitán era Jacques Soury. Se trataba de un implacable hugonote francés, que había partido de La Rochelle expresamente para impedir que los misioneros jesuitas llegasen al Brasil. «San Jacobo» se defendió valientemente, y los misioneros colaboraron cuanto pudieron en la defensa, aunque naturalmente no participaron en el derramamiento de sangre. Pero, cuando el capitán fue herido de muerte, «San Jacobo» tuvo que rendirse. Jacques Soury manifestó su odio al catolicismo, condenando a muerte a los misioneros y perdonando al resto de la tripulación. El beato Ignacio y sus treinta y ocho compañeros afrontaron el martirio con heroísmo y fueron brutalmente asesinados a sangre fría, y al día siguiente todavía fue asesinado uno más, el último del grupo, el beato Simón da Costa. El P. Acevedo fue arrojado al mar con una imagen de Nuestra Señora, que le había regalado san Pío V. Nueve de los mártires eran españoles y el resto portugueses. Varios personajes de la época tuvieron revelaciones acerca del martirio de los misioneros; los principales de entre ellos fueron Don Jerónimo, hermano del P. Acevedo, que se hallaba en la India, y santa Teresa de Jesús, que era pariente del beato Francisco Godoy, uno de los mártires. La beatificación de los misioneros tuvo lugar en 1854.

Existen dos relatos de tipo popular: el del P. Cordara, en italiano, y el del P. Beauvais, en francés (1854). Ver también Astráin, Historia de la Compañía de Jesús en la Asistencia de España, vol. II, p. 244; Brodrick, The Progress of the Jesuits (1946), pp. 220-230.