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Beatos Juan Lorenzo de Cetina y Pedro de Dueñas, religiosos mártires

Juan Lorenzo, nacido en Cetina (Aragón, España), después de haber estado al servicio de un noble, llevó vida eremítica cerca de Murcia. Al volver a Aragón tomó el hábito franciscano entre los Hermanos Menores de Monzón. Terminados los estudios en el convento de San Francisco en Barcelona, y ordenado sacerdote, se dedicó con gran éxito a la predicación. Al llegar la noticia del martirio de san Nicolás Tavelic y compañeros, en Jerusalén (1391), fue a Roma para solicitar de Bonifacio IX la licencia para ir a Tierra Santa; el Pontífice le negó esta gracia, pero le concedió la facultad de predicar el evangelio entre los infieles. Al volver a España, hacia 1395, Fr. Juan se dirigió a Córdoba, destinado al nuevo convento de San Francisco del Monte y llevó una vida de contemplación; allí se reunió con Fr. Pedro de Dueñas.

Pedro había nacido en Dueñas (Palencia, también España) y muy joven ingresó en la Orden de los Hermanos Menores en calidad de religioso laico. Tenía unos dieciocho años y hacía poco se había consagrado al Señor con la profesión religiosa cuando aceptó con mucho entusiasmo la propuesta de Fray Juan de Cetina de ser su compañero en la ardua misión de evangelizar a los moros. Fue mucho más contento por el hecho de que Fray Juan había sido su maestro en el año de noviciado.

Obtenida la licencia de los superiores para ir a predicar el Evangelio a los moros de Granada, los dos entraron a esta ciudad el domingo 8 de enero de 1397, gozosos de poder predicar la fe en Cristo a tantos pobres e infelices hermanos. El objetivo de su misión era sublime: anunciar la fe en Cristo a los sarracenos, pero bien pronto fueron arrestados y conducidos a la presencia del Cadi, el cual los interrogó sobre su misión. Los dos religiosos respondieron firmemente que se habían trasladado a Granada para anunciar la fe en Cristo y exhortarlos a abandonar la religión de Mahoma. El Cadi se rió de sus pretensiones, los creyó medio locos, y les aconsejó que si querían salvar la vida, abandonaran de inmediato la ciudad. Los intrépidos defensores de la fe insistieron en la necesidad de abrazar la fe cristiana porque es la única verdadera.

Juan, movido por divino impulso, les propuso la prueba del fuego, pero el Cadi no aceptó, dio orden de que fueran conducidos a la casa de algún cristiano para que fueran luego alejados de la ciudad. Después de algún tiempo de silencio volvieron a aparecer en las plazas públicas anunciando la fe cristiana. Los sarracenos no tardaron en levantarse contra ellos acusándolos nuevamente en el tribunal del Cadi, como perturbadores del pueblo y blasfemos contra su gran profeta.

Los ardientes apóstoles de la fe, que presentían ya cercana la muerte, quisieron prepararse con la confesión y la bendición del cohermano portugués Padre Eustaquio, capellán de los mercaderes cristianos, y luego serenamente se presentaron al Cadi. Fueron condenados a prisión junto con los esclavos cristianos para el cultivo de los viñedos. La vida de los dos religiosos fue un verdadero y prolongado suplicio, pero estaban felices de sufrir por amor de aquel Dios que murió por la salvación de la humanidad. En los días festivos fray Juan instruía en la fe a sus compañeros de prisión, algunos de los cuales habían defeccionado de la fe o estaban vacilantes. Celebraba la Santa Misa en una pobre y angosta habitación con gran satisfacción propia y de los compañeros de esclavitud, que se sentían fortalecidos en la confianza en Dios, que proclamó felices a los que sufren a causa de la justicia.

La prisión de los dos cohermanos duró más de dos meses: de día eran obligados a un trabajo extenuante, de noche, en la cárcel, después de un breve sueño, se dedicaban a la oración. Por los muchos padecimientos fray Pedro enfermó gravemente, por tres semanas luchó entre la vida y la muerte con fiebre altísima. Finalmente sanó, de lo cual se alegró, pues esperaba dar a Dios el testimonio supremo de su incondicional amor con el martirio, como siempre había deseado. En el segundo domingo de Pascua el beato Juan pronunció un vibrante discurso a los cristianos y a los musulmanes, explicando el trozo del Evangelio del buen Pastor. Perfiló la figura de Cristo buen Pastor comparándola con Mahoma, falso Pastor. El Cadi hizo llamar a los dos misioneros y los interrogó largamente. Ni con las promesas, ni con las amenazas logró removerlos de su fe; entonces se lanzó furioso contra el beato Juan y lo golpeó terriblemente en la cabeza, luego ordenó que fuera decapitado.

El Cadi esperaba que el joven fray Pedro, ante el cuerpo exánime de su maestro, cambiase de parecer y abjurase de la fe cristiana para abrazar la religión de Mahoma. Con promesas de dinero, de placeres y de honores intentó removerlo, pero irritado finalmente, con un golpe de cimitarra cortó la cabeza al joven mártir, que tenía 18 años. Era el 19 de mayo de 1397. Después de algunos años sus reliquias fueron rescatadas por unos mercaderes catalanes y enviadas a los conventos franciscanos de Sevilla y de Córdoba, y a la catedral de Vic. En 1583 la provincia franciscana de Granada los escogió como sus patronos. Aprobó su culto Clemente XII el 26 de agosto de 1731.