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San Bernardino Realino, presbítero

Bernardino nació en Carpi, cerca de Módena, en 1530. Tuvo una juventud bastante alegre. Era un distinguido estudiante que sabía equilibrar el rigor de los estudios con el sabor de la lectura de los humanistas. Tras haber comenzado la carrera de leyes, ingresó en la Compañía de Jesús a los treinta y cuatro años de edad. Fue recibido en Nápoles por el P . Alonso Salmerón, uno de los primeros compañeros de san Ignacio. El P. Realino trabajó diez años en Nápoles, predicando, catequizando y atendiendo a los enfermos, a los pobres y a los prisioneros. Después pasó al colegio de Lecce de Apulia, del que fue rector y en el que murió a los ochenta y seis años de edad. Su celo generoso y su fervor apostólico le ganaron la veneración del pueblo, quien le tenía por un santo. El culto popular contribuyó a probar algunos de los extraordinarios milagros que los testigos del proceso de beatificación afirmaron bajo juramento.

Seis años antes de morir, san Bernardino se había abierto dos heridas incurables en una caída. Durante su última enfermedad, en vista de la veneración que el pueblo profesaba al santo, se guardó la sangre de las heridas en frascos. En unos, la sangre se conservó en estado líquido durante más de un siglo; en otros, solía burbujear y aumentaba de volumen; según afirman los testigos del proceso, la sangre de uno de los frascos «hervía» en la fecha del aniversario de la muerte del santo y en todas las ocasiones en que se le acercaba al relicario que contenía la lengua del santo. En 1634, las autoridades eclesiásticas abrieron la tumba de san Bernardino y descubrieron una parte del cuerpo totalmente incorrupta. Las autoridades guardaron esa parte del cuerpo en dos receptáculos de cristal y volvieron a sepultarlos con el esqueleto. Setenta y ocho años más tarde (es decir, noventa años después de la muerte del santo), en 1711, el obispo de Lecce, en presencia de varios testigos, abrió nuevamente la sepultura para dar autenticidad de las reliquias. Uno de los receptáculos de cristal estaba roto, pero en el otro los tejidos, perfectamente conservados, flotaban en un líquido rojo oscuro. Los médicos que analizaron el líquido declararon que era sangre humana y que despedía un suave olor; también afirmaron que la conservación de la sangre y el olor que despedía, constituían un milagro, pero dicha afirmación estaba, naturalmente, fuera de la competencia de los médicos. Poco más de dos años después, una comisión de tres obispos, nombrada por la Sagrada Congregación de Ritos para llevar a cabo las investigaciones, recogió las declaraciones de los testigos de 1711 y examinó la sangre, que estaba roja, líquida y como en ebullición. Don Gaetano Solazzo, a quien se había confiado el cuidado del frasco de sangre que se hallaba en la catedral, atestiguó por escrito, en 1804, que la sangre se hallaba en estado líquido y que en dos ocasiones había entrado en ebullición, caso que todos habían considerado como milagroso. Dos religiosas confirmaron ese testimonio y un jesuita afirmó, bajo juramento, que había presenciado ese fenómeno en dos ocasiones, en 1852.

Hemos juzgado conveniente citar estos detalles, que tal vez no tienen nada que ver con la santidad de Bernardino Realino, porque se trata de uno de los ejemplos mejor probados de fenómenos de licuefacción de la sangre. Por lo demás, ese tipo de prodigios provocan generalmente un interés totalmente desproporcionado a su verdadera importancia y significación. Como quiera que sea, el biógrafo de san Bernardino no encontró, en 1895, la sangre en estado líquido en ninguno de los frascos. No estará demás decir que la incorrupción preternatural de la sangre, en los raros casos en que ocurre, constituye probablemente un milagro temporal, exactamente como la conservación del cadáver de algunos santos, que, después de siglos de incorrupción, ennegrecen y se desmoronan.

Véanse las biografías italianas de E. Venturi (1895) y G. Germier (1943); Lettere spirítuali inedite... (1854) ed. G. Boero. Acerca de los "milagros de la sangre", cf. Thurston, en The Month, enero-marzo de 1927. La canonización de san Bernardino tuvo lugar en 1947.